Elogio de la serpiente de Samaniego…

 

La serpiente y la lima

Félix María Samaniego

En casa de un cerrajero
Entró la Serpiente un día,
Y la insensata mordía
En una Lima de acero.
Díjole la Lima: «El mal,
Necia, será para ti;
¿Cómo has de hacer mella en mí,
Si hago polvos el metal?»

Quien pretende sin razón
Al más fuerte derribar
No consigue sino dar
Coces contra el aguijón.

 

 Recuerdo con diáfana claridad ¨MI Gramática¨ de Bruño cuyo texto nos fue renovado varias veces a lo largo de nuestra primaria y que no solo, en este caso nos enseñó gramática, sino que en el capítulo correspondiente finalizaba con viñetas para reforzar la enseñanza. Me imaginaba al tal Bruño, un señorón del porte del Hermano Heraclio León de los Hermanos Cristianos de la Salle, por allá en la década cuarenta del siglo pasado. Pero resulta que no era así…  El Hermano Cristiano San Miguel Febres Cordero, conocido en la Textología escolar como el artífice y autor de la Colección G. M. Bruño, considerada como uno de los autores de textos de más trascendencia en Hispanoamérica. Este escritor ecuatoriano fue conocido en las aulas escolares por sus textos de Aritmética, Geometría, Álgebra, Lenguaje, Español, literatura y religión y otros. Más de cincuenta textos escolares que se estudiaron en todos los países de Hispanoamérica, en España, Francia y en otros lugares del mundo. Por sus méritos religiosos fue beatificado por el pontífice Paulo VI y llevado a los altares como San Miguel Febres Cordero por el papa Juan Pablo II. Pues bien, los insertos que venían al final de cada cpítulo de la Gramática de Bruño eram para mí, alimento para mi alma.

En El CURSO ELEMENTAL, ó 1.ER AÑO DE LECCIONES DE LENGUA CASTELLANA (1898), el Hermano Miguel asentaba,  « También hemos creído interesar á los niños dándoles cada cinco lecciones el Estudio analítico de una historieta en prosa, que además tiene las siguientes ventajas: 1.ª, desarrolla las facultades intelectuales del niño que grabará en su memoria la historia ó la fábula; 2.ª, enseña al alumno en la Conversación el significado de algunas palabras que desconoció hasta entonces; 3.ª, inspira, por la moraleja que de ellas se saca, afición al bien y horror al mal, ilustrando así su mente y educando al propio tiempo su corazón: doble fin que nunca olvidará todo maestro digno de desempeñar tan sublime ministerio. Se termina el curso por una Colección de Trozos escogidos al alcance de todas las inteligencias: en ella hallarán los señores profesores ejercicios de recitación, de los que podrán valerse para enseñar al alumno á presentarse con esa gracia y naturalidad propias del discípulo formado por un hábil maestro. También hemos creído interesar á los niños dándoles cada cinco lecciones el Estudio analítico de una historieta en prosa, que además tiene las siguientes ventajas: 1.ª, desarrolla las facultades intelectuales del niño que grabará en su memoria la historia ó la fábula; 2.ª, enseña al alumno en la Conversación el significado de algunas palabras que desconoció hasta entonces; 3.ª, inspira, por la moraleja que de ellas se saca, afición al bien y horror al mal, ilustrando así su mente y educando al propio tiempo u corazón: doble fin que nunca olvidará todo maestro digno de desempeñar tan sublime ministerio»¨. Este parrafo fue escrito por el hermano Miguel, un prodigio no cabe duda,

Me refiero ahora a la fábula de Felix María Samaniego,  la ¨La serpiente y la lima¨ que vino ayer a mi memoria luego de muchos años… Felix María de Samaniego (La Guardia, Álava 1745-1801) uno de los más destacados escritores de la literatura española de la Ilustración y junto con Tomás de Iriarte es el más acusado representante de la «Fábula» como género literario. La serpiente  es un símbolo de orgullo y confianza en el poder propio; pero este orgullo puede ser también nuestra debilidad, pues impide reconocer nuestras limitaciones. La lima aunque es un objeto inanimado,  sirve como un humilde recordatorio de que hay fuerzas y situaciones en la vida ante las cuales incluso los más fuertes somos impotentes

 Recuerdo que hace algunos años al llegar un lunes a la Unidad de Neurooftalmología me recibieron fellows y residentes diciéndome que algo extraño e inusual había ocurrido y que esperaban que al hacérmelo saber yo no me enojara. Alguien había introducido bajo la puerta un panfleto anónimo donde se me insultaba. Inclusive donde el perpetrador se preguntaba por qué yo utilizaba en artículos ocasionales que escribía en la prensa de entonces, la frase “Médico del Hospital Vargas de Caracas” si en realidad no lo era. ¿Cómo podría ser alguien tan mezquino?, me preguntaba… Era verdad, con la excepción de mis años de internado y residencia en que fui médico contratado por la Junta de Beneficencia Pública del Distrito Federal, posteriormente nunca pertenecí oficialmente a la planta de médicos de la Institución: así, que mi magro sueldo de Bs. 1.500,oo  de  entonces  todavía  lo  paga  íntegramente  la  Universidad  Central  de Venezuela; bueno, en verdad ahora son de devaluados Bs.F 1.250,oo. Pero retaría a alguien que hubiera hecho más asistencia y docencia que yo. Pues bien, no me enojé como ellos creían que lo haría, sólo sentí un asco profundo hacia una persona tan vil.

Les dije, -“Es bien sabido que el criminal siempre regresa al lugar del delito… Estén pendientes, que de seguro vendrá de nuevo, y es más, muy temprano, cuando aún yo no haya llegado…-”

Efectivamente, una semana más tarde sintieron que alguien introducía de nuevo un papel bajo la puerta. Una residente de oftalmología rápidemente abrio la puerta y salió al pasillo para apenas ver una espalda cubierta por una bata blanca de alguien que se alejaba en forma rauda hacia el pasillo y se enfilaba hacia el Norte… Corrió tras él, pero el otro fue más rápido y cruzando a la izquierda se introdujo en la Sala 2, así que no pudo reconocer quién había sido. En eso, venía saliendo una enfermera que terminando su turno abandonaba el Hospital y mirándola le dijo,

-“¿Qué le pasaría al Dr. Fulano que iba con tanta carrera…?¨

El burlador había sido burlado… Bueno, el citado “doctor” muchas veces se cruzaba conmigo en los pasillos y me decía con fingido respeto, -¿”Cómo está Maestro…?” A lo que yo contestaba inclinando la cabeza con una desafiante sonrisa… Tantas otras veces le he visto. Siempre le saludo con afecto queriendo decirle con mi sonrisa,

-“No, aún no me morí como era tu intención de matarme simbólicamente, aquí estoy vivo y haciendo más de lo que suelo hacer cada día”, y le dejo eso ahí, como recordándole la fábula de Félix María Samaniego (1745-1801), “La Serpiente y la Lima”-

  • Postrimería del mes de julio de 2024 y cercano a las elecciones presidenciales, produje un artículo intitulado, Elogio a María Corina… la ¨Marianne¨ venezolana¨. Entre otros, lo envié a un chat de médicos, y muy pronto me contestó un colega de dudosa reputación moral mediante una nota de voz poniendo en duda mi integridad personal y acusándome que utilizaba aun el nombre del diario El Universal a pesar de que ya no era colaborador del mismo y de paso, incluyendo una velada amenaza por los adjetivos despectivos, muy merecidos, para los capitostes y quienes soportan -como él- el régimen de opresión y desdicha entronizado en el país. Pronto le respondí que había renunciado a mis colaboraciones en dicho diario, que tenía un blog donde publicaba mis artículos al cual había denominado, ¨El Uni-Personal¨ donde  escribía lo que mi conciencia me dictaba sin las restricciones de los 800 caracteres a que me 0bligaba mi compromiso con el diario. Algunos pocos  de los  constituyentes del Chat me apoyaron, pero no todos, y tal vez por temor la mayoría dejó pasar el comentario. ¨Dejar hacer, dejar pasar¨ era una frase que empleaban los Hermanos Cristianos de La Salle -los ductores de mi mocedad-  para denotar total indiferencia, que, aunque usada en Francia por primera vez por Vincent de Gournay, fisiócrata del siglo XVIII  contra el intervencionismo del gobierno en la economía, caía muy bien en ciertas circunstancias. Mi vida, como la de él, ha sido diáfana y sometida al escrutinio de nuestros pares. Ellos saben quienes somos los dos…

Quien pretende sin razón
Al más fuerte derribar
No consigue sino dar
Coces contra el aguijón.

Tiempo de morir: Elogio de los pacientes sin voz…

 

«El mundo es bello, pero tiene un defecto llamado hombre». Friedrich Nietzsche

         

Hace muchos años tuve la ocasión de formar parte del equipo médico que atendió a un acaudalado paciente. Una patrulla policial que venía a gran velocidad, se saltó la luz roja de un semáforo impactando su automóvil por el costado derecho, donde él venía sentado. Cursando la novena década de la vida y conservando toda su lucidez y energía, sufrió un severo traumatismo encéfalo-craneal. La cercanía a la clínica y un esmerado cuidado le hicieron sobrevivir en una unidad de terapia intensiva, hasta ese momento inexistente en el país, pero de forma rápida completamente acondicionada para él. Vinieron médicos especialistas del extranjero para monitorearle y ayudarnos con su cuidado. Estudiaban sus respuestas y exámenes complementarios, enviando sus parámetros vitales a computadoras en su hospital de procedencia en el exterior que permitía conocer día a día acerca del pronóstico que casi siempre era esperanzador.

Largo tiempo duró su agonía conectado a un respirador y con una vía central que aseguraba hidratación, alimentación y administración de fármacos y antibióticos, y un tubaje gástrico que le proporcionaba proteínas y vitaminas. Tarde en su evolución, en alguna ocasión en que se presumió un severo deterioro, se le trasladó al sótano, al servicio de radiología para realizarle una angiografía cerebral formal –no existía aún la tomografía computarizada-. El contraste a presión se negó a penetrar a través de sus grandes vasos cervicales. Este signo reaseguraba muerte cerebral. Y así, omnipotentes, le dimos permiso para que muriera…

Dadas las circunstancias del accidente, debió realizarse la autopsia de ley en la Morgue de Bello Monte de Caracas. Me empeñé en estar presente. Fue una autopsia ¨legal¨ y por presencia, descubrí que era una, grotesca y desordenada; no como las que estaba habituado a presenciar en mi Hospital Vargas de Caracas, donde el procedimiento se realizaba todavía según normas establecidas por von Rokitansky (1804-1878) en Viena, extrayendo los órganos en bloque, así que eran realizadas con profesionalismo, pulcritud y experiencia. El cerebro mostraba signos del llamado “cerebro del respirador”: avanzada autolisis[1] e inclusive, un terrible hedor a podredumbre. Mi desconcierto, frustración y dolor no pudo ser mayor. Con mi consentimiento y apoyo, habíamos estado tratando un cadáver, tal vez desde un principio… El sentimiento de culpa aún me acompaña y creo que me acompañará hasta el final de mis días.

Y es que los médicos hemos sido formados para luchar contra la enfermedad. La muerte, esa, lo único seguro que tenemos inamovible al nacer, es percibida por nosotros como la mayor de las derrotas que se nos pueda infligir. ¡Nunca se nos enseñó que en muchas ocasiones deberemos pactar con la muerte en pro de dar a nuestro paciente un digno fin…!

Los médicos siempre estamos inventando nuevas maneras de prolongar la vida, aún a costa de su sufrimiento del enfermo y el de sus allegados y aun de la hacienda del paciente. La resultante es una manera de «vivir medio muerto”» que ciertamente no quisiéramos para nosotros mismos. La posibilidad de un juicio por mala práctica nos compele a ejercer defensivamente, aun yendo en contra de los más elevados principios que deben regir el acto médico. Las unidades de terapia intensiva en mi concepto se asemejan a uno de esos bunganos [2] de mi remota infancia fabricado con una botella agujereada por el culo, un instrumento de pesca donde una vez que sardinita entraba no podía salir; particularmente cuando se trata de pacientes ancianos, aunque para el momento se vean saludables.

[1] La autolisis (del griego auto, el mismo, y lisis, pérdida, disolución) es un proceso biológico por el cual una célula se autodestruye, ya sea porque no es más necesaria o porque está dañada y debe prevenirse un daño mayor.

[2] En mi infancia lo elaboraba con una botella de vino o de champaña cuyo fondo era cónico y terminaba en un botón de vidrio. Con cuidado se rompía por debajo y se extraía el botón; el cuello se cerraba con un tapón y se llenaba de agua y se colocaba dentro, corazón de pan. Se echaba al río y quedaba así elaborada una trampa donde las sardinitas entraban pero no podían salir…

Como seres casi perfectos que somos, al momento de nacer disponemos de una gran reserva orgánica, si se quiere existe una extraordinaria y excesiva redundancia de todos nuestros órganos, aparatos y sistemas. Para dar sólo una idea, la mejor agudeza visual central se considera 20/20; ella es proporcionada por un haz de filamentos, fibras o axones de muy pequeño calibre que se originan en la mácula del ojo, llamado haz máculopapilar. Para poder identificar el optotipo de 20/20, necesitamos apenas el 44% de dicho haz. Es decir, que debemos perder un 56 % de ellos antes de que acusemos algún cambio visual; puede decirse lo mismo del riñón, del corazón, de los pulmones, del cerebro, del sistema inmunológico

 

 

Pero… tal como si fueran hojas de un calendario la edad va desprendiendo, descontando subrepticiamente y sin alharaca, reservas y energías a nuestro organismo. Está previsto además que nos iremos adaptando a esa furtiva o silenciosa pérdida de la cual ni nos damos cuenta. Así, que con una reserva mínima o sin ninguna de ella, nos sorprende la avanzada edad, que según García Márquez (¨El amor en los tiempos de cólera¨), por boca del doctor Juvenal Urbino, tiene hasta un olor: ¨la mayoría de las enfermedades mortales tienen un olor propio, pero ninguno tan específico como la vejez¨, y un tal Jeremiah de Saint-Amour, personaje también de ficción de la misma novela, definía la vejez, ¨como un estado indecente que debía impedirse a tiempo¨.

En esas circunstancias, una seria enfermedad consume lo poco que nos queda, y luego de unos dos o cuatro días en una unidad de terapia intensiva ocurre, casi indefectiblemente, un síndrome de falla multiorgánica, suerte de efecto dominó donde todo lo que nos sostiene se va viniendo abajo en sucesión. El riñón marca la pauta, y luego vendrá el sistema inmunológico, el corazón y los pulmones; las infecciones nosocomiales u hospitalarias por gérmenes de exacerbada virulencia y patogenicidad que sabemos que existen en nuestro entorno, en nuestras manos y uñas, en los brazales de los tensiómetros, en los estetoscopios y en nuestras corbatas, harán el resto…

Si a los viejos se nos concedieran algunas horas para ver lo qué ocurre a nuestro derredor, para ver si tenemos realmente una oportunidad razonable de sobrevivir, tal vez existirían menos viejos en esas calles ciegas para ancianos que son las terapias intensivas, donde quedamos varados, atrapados y sin salida, sin poder progresar hacia delante ni devolvernos hacia atrás, gastando los últimos ahorros y produciendo terrible dolor a nuestros deudos en medio de fútiles esfuerzos…

Hace algunos años leí una pieza de autor anónimo donde un paciente se dirigía a su médico en estos términos:

-«!Ya es tiempo de irme! Perdóneme doctor, ¿Puedo morirme…? Bien sé que su juramento le obliga a tratar de sostenerme vivo por tan largo tiempo como mi cuerpo esté tibio y haya un soplo de vida. Pero, escúcheme doctor. Ya enterré a mi esposa, mis hijos están crecidos y vuelan por sí mismos. Todos mis amigos se han ido y yo también deseo irme tras ellos. Ningún mortal tiene el derecho de mantenerme aquí, cuando la llamada de Él es inconfundiblemente clara. Yo merezco el derecho de dormir para siempre. He hecho mi labor y estoy cansado. Sé que sus motivos son nobles, pero ahora yo rezo. Lea en mis ojos aquello que mis labios no pueden decirle. Escuche mi corazón y verá cómo llora.

¡Perdóneme doctor!, ¿Me deja morir…?”»

La medicina tanto ha progresado… las unidades de terapia intensiva están allí y hay el mandato de usarlas no importando si tenemos o no una posibilidad de sobrevivir, y así, se han convertido en imagen de la ¨mala muerte¨, de la ¨medicina sin testigos¨, del ¨sordo lamento de los moribundos¨…

Solitarios, somos aventados tras sus puertas eléctricas rodantes para yacer conectados a mil cables que seguirán haciendo su trabajo aun cuando ya estemos muertos y autolisados. Conocemos de casos lacerantes:

Un médico octogenario, hasta ese momento productivo y centrado, sostiene una agria discusión con un colega y es fulminado como por un rayo, cayendo al suelo como pesado fardo. Una extensa hemorragia cerebelosa comprime el tallo cerebral y la inmediata inconsciencia con pérdida de las funciones autonómicas le llevan al paro respiratorio y a lo que define Isabel Allende como el estado de coma, «es como un dormir sin sueños, un misterioso paréntesis»[1].

 Dos horas transcurren con el tallo cerebral comprimido, llega al pabellón de cirugía, rápidamente es entubado y aún más rápido realizada una cirugía descompresiva de la fosa posterior; 450 mililitros de sangre le son drenados… ¡Qué bueno que había un especialista allí mismito, a la mano! No hay recuperación ninguna, las infecciones nosocomiales se suceden y son tratadas con éxito, aunque clínicamente ya está descerebrado y habrá de pasar a un estado vegetativo persistente y en días, a un estado permanente. Siendo que ya no hay razonable esperanza para un octogenario, para otros, esos que le atienden, aún dicen que “hay esperanzas”… Una dilatación del sistema ventricular le lleva a la colocación de un mecanismo de drenaje ventricular. Otro fútil intento por “hacer algo” pera terminar no haciendo nada…

La situación no ha cambiado. La muerte en vida domina la escena, se trastroca la rutina familiar y se funden en pocos días los ahorros de muchos años obtenidos mediante un trabajo comprometido y honesto. No critico la no tan rápida acción del neurocirujano, especialmente en una hemorragia cerebelosa donde los segundos cuentan, pero tal vez pueda exigir moderación en las indicaciones terapéuticas de un anciano ya descerebrado, para luego no entregar a la familia un vegetal… No es el objetivo de la medicina alargar la vida a cualquier precio…

[1] Allende I. Paula. Cuarta edición. Barcelona, Plaza & Janés Editores, S.A. p. 15.

El ejemplo relatado, constituye un ejemplo de “distanasia”, una situación en la que se proporciona un tratamiento “exagerado” o “desproporcionado”, que solo prolonga en el paciente en su aislamiento el proceso de morir. Resulta del empleo de medios terapéuticos extraordinarios que lindan con el llamado “ensañamiento terapéutico” o “furor terapéutico” donde pareciera que el médico en su afán ya no es capaz detenerse… En esta situación el galeno excede el marco de su deber, prolongando innecesariamente los padecimientos del paciente, particularmente aquel que carece de toda posibilidad de recuperación dada su avanzada edad y la irreversibilidad de su cuadro, y continúa aplicando obstinadamente terapias extraordinarias, cuando estas carecen de sentido y de justificación ética.

Este ensañamiento terapéutico merece una atención especial desde el punto de vista ético, pues a más del sometimiento encarnizante al que se encuentra compelido el paciente, se adiciona su soledad, el alejamiento de sus seres queridos, su imposibilidad de manifestarse al encontrarse sedado, entubado o sujeto de una traqueostomía, con su sueño interrumpido y su privacidad violentada, abandonado cruelmente tan sólo para terminar muriendo[1].

Cualquiera de nosotros desearía la “muerte digna” u ortotanasia, que entiende y atiende a la manera de morir como la forma de fallecer como un derecho propio del ser humano, de elegir o exigir para sí, o para terceros a su cargo,  una “muerte a su tiempo”, sin  abreviaciones tajantes (eutanasia), ni prolongaciones indebidas, irrazonables y crueles (distanasia), concretándose ante la inminencia de la muerte a la abstención, supresión, o limitación de todo tratamiento fútil, extraordinario o desproporcionado.

Cincuenta años atrás, la muerte del anciano se producía como es, como un hecho simple y natural, pues no existían las Unidades de Terapia Intensiva; no obstante, el acelerado avance científico-tecnológico y la aparición de mecanismos capaces de suplantar ciertas funciones orgánicas (respiradores, drogas para elevar la tensión, bombas de presión positiva, dializadores, etc.), han permitido prolongar innecesariamente la vida en aquellos casos en que el diagnóstico es certeramente irreversible. Sin perjuicio de ello, no debemos dejar de tener en cuenta, y que ello quede claro, el valiosísimo aporte de estas unidades, para salvar vidas, especialmente de personas más jóvenes con reserva orgánica intacta que de otro modo se hubieran perdido. Sin querer desconocer el mérito y la excelente preparación de nuestros médicos, Venezuela cuenta, o contaba -quién sabe a dónde iremos a parar con esta proliferación, sin orden ni control, de escuelas y facultades de medicina de muy baja factura mal llamadas bolivarianas-, pero sin lugar a dudas, todavía contamos con un cuerpo médico comprometido: Su capacidad científica, ética y humana, salvo pocas no honrosas excepciones, está más que comprobada.

En 1972, Jennet y Plum[2] describieron una peculiar situación en pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales muy graves que denominaron «estado vegetativo persistente» (EVP). En su descripción original los autores daban un carácter provisional a la denominación propuesta. Sin embargo, como sucede muchas veces, el nombre, a pesar de las críticas que ha recibido, se ha mantenido hasta la actualidad, desde hace ya cuarenta y tres años. Se trata de pacientes que mantienen sus funciones cardiovasculares, respiratorias, renales, termorreguladoras y endocrinas, así como la alternancia sueño-vigilia, pero que no muestran ningún tipo de contacto con el medio externo y ninguna actividad voluntaria.

El adjetivo persistente añade una connotación temporal que lo diferencia de estados vegetativos. Debe precisarse que en la inmensa mayoría de los casos la recuperación que se obtiene es muy limitada, con grandes secuelas residuales y una ínfima calidad de vida. Se ha visto que la causa del EVP, su duración y la edad son los factores más importantes para establecer el diagnóstico de transitoriedad. En general, se acepta que un mes es el tiempo requerido para que un estado vegetativo se considere persistente.

¶ En mi artículo, «Muci-Mendoza, R. Perla de observación clínica. La bella durmiente del Hospital Vargas… Elogio al enigma del estado vegetativo permanente». Gac Méd Caracas 2014;122(4):298-303, se encuentran delineados los modernos criterios de muerte cerebral.

Debemos abogar por que en todas las escuelas de medicina se dicte una cátedra de tanatología. Desde que somos estudiantes de medicina debemos entender, comprender e introyectar que tanto nosotros como nuestros pacientes somos mortales. ¿Qué sentido podría encerrar tanta oposición a la muerte? Mi experiencia de más de cincuenta años en la docencia y en la práctica hospitalaria comprometida, me inclina, con todo el respeto que ustedes mis colegas me merecen, me autoriza para hacerles la siguiente sugerencia: no reanimen ni den tratamiento especial, costoso e inútil, a pacientes que terminan sus existencias con poca o ninguna esperanza de vida.

No impongamos nuestros pareceres, nuestro equivocado criterio de que mientras haya vida hay esperanza pensando que la mera existencia biológica constituye un valor absoluto. Es falso. Pareciera que no nos hemos percatado el peso inhumano de dolores, falsas esperanzas, costes astronómicos que supone un paciente de estos, sea que permanezca en la clínica o, peor aún, que haya sido remitido a la casa: pues desde su llegada, todos los miembros de la familia girarán en torno de él, sus vidas cambiarán radicalmente, por meses y aun años, se trastrocará el ambiente del hogar, desaparecerán el humor sano, las reuniones sociales, la música, la esperanza, la felicidad.

Desde el punto de vista ético un tratamiento médico se justifica tan solo cuando aplicándolo existe fundada expectativa de que el paciente recupere su salud y se apreste a cumplir mejor con su misión sobre la tierra. Hacer lo contrario, éticamente es obrar mal. No es cierto que el médico esté obligado a hacer todo lo que esté de su parte mientras quede un dejo de vida en el enfermo, cualquiera sea su edad, diagnóstico y la calidad de vida con que vaya a subsistir por meses y años.

Si la eutanasia no está permitida, por el mismo motivo, tampoco lo está la distanasia o prolongación absurda y arbitraria del proceso de morir; con todo, la postura ideal que sugiere la sensatez moral se sitúa en el punto medio: ni eutanasia ni distanasia, sino ortotanasia: La muerte justa y a su debido tiempo. No somos dioses ni dueños absolutos de nuestras propias vidas y menos de las de los demás; en nuestra malsana omnipotencia, los médicos no podemos ocupar el papel de Dios.

Dejemos que la muerte suceda cuando sensatamente debe acontecer. Con esta actitud reverente respetamos la acción de Dios. No debemos perder nuestra sensibilidad humana y ética profesional ¿Cuál es el objeto de reanimar a un paciente anciano que ya cumplió su misión sobre la tierra y que desea, como todos desearíamos llegado el momento, morir tranquilo en el hogar, rodeado de nuestros seres queridos? ¿Por qué no consentir que un paro cardíaco o cualquier otra grave afección les permitan morir en paz?

Si pudiéramos usurpar la voz de tantos enfermos sin voz que les asiste el derecho a una muerte digna y tranquila en su hogar, pediríamos que no se nos prolongue una vida que no es digna… ni es vida… Quiera Dios que mis familiares y mis colegas respeten mi derecho a morir con dignidad cuando arribe mi momento, que tengan en cuenta la merma de mis reservas orgánicas y que si han de recluirme en una terapia intensiva y a los tres días no muestro signos de clara, absoluta y razonable mejoría, que inicialmente limiten al mínimo la ayuda artificial o retiren toda asistencia y me dejen morir en paz… ¡dejar morir no es matar…!

 

Gracias encarecidas.

 

¡Perdóneme doctor! ¿Me deja morir…?

 

 

[1] Baudouin J L, Blondeau D.  La ética  ante la muerte  y el derecho a  morir. 1996 Editorial Herdet, Barcelona. p 33.

[2] Jennet B, Plum F. Persistent vegetative state after brain damage: A syndrome in search of a name, Lancet. 1972;1:734-737.