Elogio del hematoma subdural traumático y Pierrette, de Balzac. ¨Un coágulo en el cerebro…¨

 

Mi amigo Alberto es setentón, su familia fue vecina nuestra y su esposa y él fueron mis pacientes. En un sorteo ganaron la Green Card; inicialmente se fueron al Norte por unos meses y luego decidieron irse para siempre. Trabajando en un depósito, tropezó con un tablero y cayó sobre su espalda y cráneo. Toda la atención se prestó a su pie derecho que al momento sufrió un esguince. Fueron pasando los días y su comportamiento se tornó extraño: retraído, somnoliento, llegando a orinarse en los pantalones. No sabemos cuánto tiempo pasó ni cuando sus familiares consultaron a un médico por esta causa. Una resonancia magnética cerebral puso de manifiesto un hematoma subdural. Fui llamado por teléfono… como la esposa no se encontraba en casa sus hijas se debatían en el qué hacer. Fui llamado: «Es una bola de sangre dentro de su cráneo y hay que evacuarla…» Por allí lo vi en Facebook rodeado del cariño de su esposa, hijos y nietos. Pero no fue así como lo sufrió Pierrette en el siglo XVII con la «terrible operación de la trepanación craneal…»

 ¡Abraham era mi paisano! Un flujo de espontánea simpatía embargó mi espíritu: Su nombre, uno de los apellidos de mi padre.

Él como yo, era orgulloso hijo de un libanés replantado en tierra venezolana en los albores del siglo XX. Su madre, como la mía, gema rústica que el tiempo y el propio esfuerzo hizo joya invalorable, encontrada en la cálida llanura guariqueña. ¡Tantas coincidencias! Pero él, no parecía festejarlo…

Su sola presencia allí, era evocación de mi querido viejo. Aquel mozo descendiente de habilidosos comerciantes fenicios, que aún adolescente arribó a esta Tierra de Promisión contando sólo con sus manos curtidas para el trabajo sin paréntesis, que no conocería de sábados ni domingos ni de parrandas con los amigos. ¡Tanto que quiso al país que le brindó su regazo, que supo amarlo más que al suyo propio! –«Déjenme gobernarlo por algún tiempo para mostrarles lo que puede hacerse de él!» —decía con convencimiento y amargura—, tal vez recordando a su tierra, la dura labranza del terrón infértil para arrancarle sólo algunos granos de trigo, y esta otra bendita, donde cualquier semilla germinaba sin esfuerzo, como por arte de magia. Padre justo, recio y solícito que fue, dictó cátedra con su ejemplo. Hombre de una sola mujer, la esposa amada y la amante respetada, a quien oyó, valoró y enalteció ¡Qué diferencia con la sexualidad displásica de nuestros prohombres, con todas sus queridas y barraganas, intercambiables, incapaces de amar y necesitados de varias para no amar a ninguna, ninguna que los ame y sentirse seguros!

Su palabra era ley e importaba más que cualquier documento, de ello se jactaba y nunca le conocí excepción, pues era digno y vertical, no como estos hombrecillos hechos de ‘papier-mache’ brillante, sin nada por dentro que no fuese impudicia y maldad, desbordantes de condecoraciones disminuidas por lo inmerecidas, y pletóricos de dólares en bancos de paraísos fiscales. Fue cedro descomunal, de tronco grueso y derecho, de los que sólo se daban en sus montañas, en su Monte Líbano, bajo cuyo frondoso follaje muchos encontraron amparo, cuando no ayuda o consejo… Gracias a Dios que la muerte, a la que no temía, se lo llevó añoso, harto de vida fecunda y con mil proyectos bulléndole en la cabeza, librándole de ver lo que de su tierra han hecho sus conductores, hijos de mala madre, desnaturalizados, que la mancillaron y luego han fraguado excusas mentirosas para justificarse: amor al pueblo, guerra económica, invasión gringa, oposición apátrida…

Un quejido de Abraham me hizo volver a la realidad… Su presencia había liberado, en rápida sucesión, recuerdos agradecidos de quien me diera mucho más que el ser. El gran malestar que le poseía, no le había permitido, como yo, festejar nuestro encuentro. Sexagenario, medio calvo, sin afeitarse el rostro; corto, grueso y robusto, lo que constituye un pícnico típico, y como si tuviera hemorroides, se sentó con cuidado en la silla que le ofrecí. Colocando su codo en mi escritorio, apoyó su cabeza sobre su mano izquierda y miró, distante, hacia un lado. Su esposa tradujo para mí sus males, pues cada palabra suya, parecía retumbar y taladrarle el cerebro.

-“Imagínese doctor, ¡No ha trabajado por más de una semana!” Tan mal que estaría. Doblegado el amor por el trabajo, inscrito a hierro y fuego en sus venas. Su aflicción dio comienzo como una inusual cefalea, un dolor de cabeza generalizado, suave al inicio, pero ganancioso en fuerza con el paso de los días. Llegó a despertarle en las madrugadas: Cualquier movimiento de su cuerpo, sus pisadas y aún su voz, le enfurecían, añadiéndole adicional violencia. Vómitos fáciles, vómitos de nada, pues nada su estómago le aceptaba vinieron luego. Tuvo una febrícula bastarda, se tornó apático, irritable, ensimismado y dormitaba donde no debía. En la quietud nocturna percibía distante, un ruido de vaivén, que parecía nacer de su propia cabeza. De momento y cuando se movía, también perdía la visión: Una oscurana pasajera hacía del día, muy transitoria noche…

    El examen fue provechoso. Sentado, con los ojos cerrados y los brazos extendidos con las  palmas hacia arriba, el izquierdo no toleraba el desafío con la gravedad e iba cayendo lentamente. Miré en el fondo del ojo al nervio óptico. Inspeccioné el primer milímetro de sus largos 47. Los restantes, escondidos detrás del ojo en su viaje centrípeto hacia el cerebro, yacen ocultos a la curiosidad visual del médico. Vi lo que esperaba ver: La cabeza del nervio, normalmente rosada y plana como un plato, se elevaba como un montículo congestivo, más pareciendo un tapón de champaña, cubierta con una malla de pequeños capilares y chispeada con llamaradas de sangre. Separé con mis dedos sus párpados mientras él hacía todo lo posible por cerrarlos con fuerza: Ambos ojos viraron hacia arriba y a la izquierda, en conflicto con la respuesta normal: ambos ojos hacia arriba y hacia afuera: La «espasticidad de la mirada conjugada», -me dije-, signo de tumores nacidos del lóbulo frontal, parietal o temporal, casi nunca frontal u occipital. Unidas como un rompecabezas, todas estas  piezas de diagnóstico hablaban de desmesurada presión represada en su cabeza y de compresión del hemisferio cerebral derecho.

De tanto repreguntarle sólo quedó claro que un mes antes, viajando en su auto Chevrolet Camaro al lado del chofer, el bicho cayó en un enorme bache caraqueño y saliendo expelido hacia arriba, golpeó el vértex del cráneo contra el techo: Un momentáneo apagón, un chichón y nada más… La tomografía computarizada del cerebro, demostró lo que me temía, lo que quería matarlo: Un hematoma subdural crónico derecho, desplazando el tejido cerebral hacia la izquierda más de 4 mm. Con muy poco esfuerzo, un neurocirujano drenó la colección de sangre a presión, a lo que sobrevino el milagro de una rápida recuperación… ¡Qué prodigio vivir para contárselos…!

¿Qué es un hematoma subdural? El eje cerebro-espinal está envuelto en las meninges, membranas prodigiosas que son frontera y barrera defensiva a la vez. La duramadre es tan gruesa y fibrosa como un pellejo, es la más externa y hace contacto con el cráneo. La piamadre es un hollejito casi invisible, surcado por una malla de vasos sanguíneos que recubre al cerebro y como un celofán de regalo, se amolda a todas sus irregularidades. Entrambas vive la aracnoides, con sus dos hojas que delimitan el espacio subaracnoideo por donde cual «agua de roca», circula el líquido cefalorraquídeo, nutriente y colchón amortiguador a la vez. A una colección de sangre atrapada entre las dos capas más externas, se denomina hematoma subdural. ¡Un chichón interno, que por la inextensibilidad del cráneo, ocupa un espacio ya ocupado! Suele ser causado por un golpe en la cabeza, nimio o severo, cuando ésta, en estado de aceleración, choca con gran fuerza contra un objeto estacionario como el piso. Pequeños puentes venosos de la superficie cerebral se desgarran y sangran. La sangre se acumula y al través de semanas y aún meses aumenta lentamente su volumen, elevando la presión intracraneal y comprimiendo y rechazando estructuras nobles. A esta fase de silencio sintomático, se le llama intervalo lúcido «lucida intervalla– o período de claridad mental, que precede a la tormenta cerebral o aún al coma. Una trilogía de predispuestos acapara la mayoría de los casos: ancianos, niños y alcohólicos; simplificando, en razón de sus frecuentes tropiezos y caídas.

   Las primeras descripciones médicas del mal, se atribuyen a Johann Jakob Wepfer en 1658, y al famoso anatomista y fundador de la anatomía patológica, «Su Majestad a Anatómica», Giovanni Battista Morgagni (1682-1771), en 1761[1]. Pero más cautivante es el relato que el narrador y dramaturgo francés, Honorato de Balzac (1799-1850) hace de él, en «La comedia humana», tomo 5; esa magistral colección de novelas y cortos relatos que lidian con la naturaleza de lo cotidiano.

En su novela «Pierrette» (1848), nos presenta el trágico caso de Pierrette Lorrain: los abuelos arruinados de la huerfanita de 14 años, para colmo, malquerida, se la confiaron a sus primos solterones, Sylvie, de cuarenta y seis años y Jerónimo-Denis Rogrons, de cerca de cuarenta quienes la convirtieron en su cocinera y cuasi sierva. En su relato muestra las desgarrantes inmundicias del corazón humano. Sin afecto y alejada de su hogar, la niña se torna clorótica: la clorosis (llamada antiguamente «enfermedad de las vírgenes» o «enfermedad verde» era una forma de anemia nombrada por el tinte verdoso de la piel del paciente. El tiempo y el progreso la hicieron desaparecer de los anaqueles de la nosología médica).

Cierto día es expulsada de la habitación donde jugaban a las cartas y en la oscuridad sin el auxilio de una vela, golpea violentamente su cabeza contra el canto de una puerta. Luego de un intervalo lúcido de una semana, se inician dolores de cabeza, vagos al inicio, terribles después. Balzac menciona que «un depósito de un material dañoso se acumulaba dentro de su cabeza». Quince días más tarde, la cefalea se hace intolerable y sobrevienen pérdidas de conciencia. Una junta de médicos se inclina por operar y drenar. La primera cirugía, intentada al través del oído, resulta infructuosa. La segunda, cuatro meses más tarde, «la terrible operación de la trepanación craneal», la hace sobrevivir un mes más, para fallecer el martes siguiente a la Pascua de Resurrección…

[1] Giovanni Battista Morgagni es considerado el padre de la anatomía patológica y contribuyó a la comprensión temprana de la neuropatología. Por ejemplo, introdujo el concepto de que el diagnóstico, pronóstico y tratamiento de la enfermedad debían basarse en una comprensión exacta de los cambios patológicos en las estructuras anatómicas. Además, contribuyó a lo que sería la disciplina de la Neurocirugía, por ejemplo, la trepanación realizada por trauma craneal.

 

 La antisepsia de Lord Joseph Lister (1827-1912) catalizadora de la moderna cirugía no vio luz sino hasta 1867, y la maestría de Harvey Cushing (1869-1939), creador de la moderna neurocirugía llegaron tarde para Pierrette, pero muy temprano para mi paisano Abraham. Ahora, cada vez que nos vemos, intercambiamos recuerdos y festejamos jubilosos el encuentro de nuestras raíces…