Elogio de la palabra… Desplazando la culpa: de la madre al cerebro

Arribo muy temprano al Palacio de las Academias, antiguo convento franciscano en el mero centro de Caracas y sede de las Academias Nacionales y entre ellas, la de Medicina, un oasis de paz en medio de la estridencia, la vocinglería y la contaminación. Me recibe en el Patio Vargas la estatua homónima del prohombre allí erigida desde 1883 por el presidente Guzmán Blanco por porfía de don Agustín Aveledo: con la frente erguida quizá reafirmando su concepto de rectitud, ley y justicia, reflejo de la que fuera su vida: el semblante austero, la mano derecha como buscando el corazón grande, asiendo en su mano izquierda una placa donde se lee Esculapio y recostado sobre un pilote con las inscripciones Hipócrates y Galeno, y además, un rosal con una única rosa altiva, tersa y hermosa. Mientras los rayos del sol se reflejan desde el oriente en las gotitas de rocío que cubren sus pétalos, me quedo mirándola embelesado hasta que mi éxtasis es interrumpido por el jardinero, Grinolfo Chiquito, un costeño colombiano injertado en esos patios solariegos a quien llaman ¨avión¨ -¨porque llego muy temprano, me rinde el tiempo y sin prisas desempeño mi trabajo con amor, rectitud y responsabilidad¨-. Con el entrecejo fruncido y los ojos de singular brillo me previene entusiasmado como si es que no fuera producto de sus mimos. -¨¿Muy linda, verdad doctor?¨ – dice -, pero de inmediato suelta la perla, ¨¡no debe acercarse a ella una mujer con la regla, se pudrirían la rosa y el rosal…! Es el pensamiento mágico -me digo-, presente nada menos que en una emulación del Jardín de Academo…, aquella escuela filosófica fundada por Plantón alrededor del 388 a.C. en los jardines de Academos, olivar sagrado en las afueras de Atenas dedicado a Atenea, la diosa de la sabiduría, y en cuyo frontispicio se leía, «Aquí no entra nadie que no sepa geometría», -¡pobre de mí que aún cuento con los dedos…!-.

Cobijados desde tempranos tiempos de la civilización por el pensamiento mágico, tantas veces pensamos y razonamos para generar ideas carentes de fundamentación lógica; mediante él atribuimos un efecto a un hecho sin que realmente exista una relación de causa-efecto comprobable, como es el caso de la rosa, el menstruo y su orgulloso jardinero. Viandantes y académicos estamos, sin excepción, imbuidos de supersticiones enlazadas con la bruma de los tiempos y a nuestras más tiernas experiencias infantiles y para las cuales nunca ha existido una vacuna salvadora y ojalá que nunca exista…

Mientras refiero esta anécdota viene otra a mi memoria: Por allá en 1960, cursaba mi último año de la carrera médica en el Hospital Vargas de Caracas y la consulta externa del Servicio de Medicina Interna se ubicaba a la izquierda, no más al trasponer la marquesina del Hospital. Dos días por semana atendíamos los pacientes de primera consulta y los de controles sucesivos. A los estudiantes, a los más deslucidos, se nos confiaban los primeros; ignoro el porqué, ¿no debían ser de los profesores para que observándolos aprendiéramos directamente de su arte? Cuatro escritorios se enfrentaban con sus correspondientes sillas. Era allí donde comenzábamos a interrelacionarnos con el hombre enfermo y sus amenazantes penas. Me agradaba escuchar sus relatos, apreciar su cortesía como quitarse el sombrero de cogollo ante nuestra presencia, apretar sus manos encallecidas por el trabajo bruto, conocer de qué distante sitio del país provenían y el lenguaje a veces inextricable que empleaban, que arrastraba palabras del español del Siglo de Oro y otras producto de la deformación del tiempo y la ignorancia; por ejemplo, ansina, en lugar de así, mesmo por mismo, endilgar por encaminar, vide por vi, agora por ahora, esguazar por desguazar, aguaitar en vez mirar, opado por tener los párpados hinchados… Y todo aquel conocimiento me lo daban sin regateos y de balde. Era pues necesario conocerlo para así hacer contacto efectivo con sus necesidades, disecar el contenido de sus quejas y traducirlo en términos de enfermedad…

 Para entonces, poco conocíamos del ¨pathos¨ o sufrimiento humano normal de una persona; ese sufrimiento existencial único del ser persona habitante de este mundo y contrario al otro, el sufrimiento patológico o mórbido en todo su significado, tema desconocido que el Maestro Otto Lima Gómez nos habría de insuflar con sus prédicas y con su praxis. Yo en lo particular, era objeto de urgentes e inclementes críticas, ¨¡Debes hacerlo con prontitud!¨, ¨¡Muci, tu si eres roñero, te tardas mucho con cada paciente…!¨ Una y otra vez me juraba que una vez que tuviera mi propia consulta, me tomaría todo el tiempo que me viniese en gana –así de retrechero me afirmaba para mis adentros-, y así fue y así ha sido siempre. Tragedias muy orgánicas, pero también muy emocionales, comedias y tragicomedias se embrazan en mi consulta. Trato de comprender el significado de la queja «orgánica» y hurgo dentro de las vidas hasta donde el recato me lo permita, pues tantas veces, tras el ruido de la hojarasca de sus lamentos, suele hallarse la verdad negada, el temor oculto, el miedo de sufrir y de morir…: la verdad más verdadera. Desde entonces se me había revelado que desde la Antigua Grecia la palabra era un recurso terapéutico principalísimo que la prisa y el tráfago propio de nuestros convulsionados días nos impiden y nos niegan…

Cuando se ha ejercido la medicina por más de media centuria ya no podemos saber los orígenes de nuestras maneras de pensar, suerte de mixtura de convivencia con nuestros padres y hermanos, nuestros maestros, conversaciones con nuestros pacientes, lecturas, conferencias asistidas, libros leídos, conversaciones con colegas, estudiantes, hasta sesiones personales de psicoanálisis, que influencian, van modelando nuestras ideas y nuestro comportamiento como esa deseable pátina que cubre las cosas nobles. En mis primeros pinitos por la medicina interna, a raíz de una crisis de pánico, una crisis existencial, inicié un psicoanálisis ortodoxo, técnica de conocimiento interior que era entonces muy criticada y vilipendiada por los psiquiatras de mi hospital, ¡pamplinas -exclamaban-, ¡eso no sirve más!, tal vez porque para ellos y para mí no era fácil de descubrir cómo no fuera con mucho dolor y pena, las propias miserias; así que mantenía muy en privado lo que hacía. En aquellos tiempos y por mi comprensible inmadurez de aun adolescente y médico recién graduado, mantenía entonces mi psicoanálisis en secreto porque no quería que nadie se enterara de que poseía una suerte de ¨mente contrahecha y repugnante¨, casi que un estigma, y sólo un amigo muy cercano, bioquímico para más señas, que conocía mi oculta verdad, me aseguraba de la necedad de continuar mi psicoanálisis donde cada tarde sólo un dolor mental terebrante y continuado salía a flote y mis moderados recursos económicos se esfumaban, siendo que con una simple pastilla producto del ingenio humano, de un conjunto de ¨moléculas de la mente¨, tal como si fuera un hipertenso o un diabético, acabaría con todas mis penurias…

Comenzaban a aparecer los llamados psicofármacos que proclamaban curación de todos los males del alma y se decía que la nueva psicofarmacología había cambiado el paradigma de ¨culpar a la madre¨, pues desde tiempos de Freud se aceptaba que los desórdenes mentales se enraizaban en experiencias traumáticas en el seno de la familia y particularmente en la relación con la madre; pero era innegable que el péndulo de las creencias se había movido peligrosamente en el sentido opuesto para negar de plano y del todo el delito del amor incestuoso por la madre y pasar ahora a ¨culpar al cerebro¨ -concepto más frío, ¨más científico¨, menos conflictivo y mucho más aceptable-, en cuyas intrincadas redes y al favor de un desbalance químico de neurotransmisores se generaba todo sesgo mental; así, la esquizofrenia se producía simplemente por exceso del neurotransmisor dopamina –eso podíamos aceptarlo-,  y la depresión, a deficiencia del neurotransmisor serotonina –eso también podíamos aceptarlo-; la ansiedad y otras disfunciones mentales serían así atribuidas al arrochelamiento de otros neurotransmisores. Pero la química cerebral no solo tendría que ver con lo anormal sino también con la explicación de las variaciones normales de toda personalidad o del comportamiento; normalidad observada desde entonces con sospecha y muchas veces vistas con tufo a borderline que traía aparejada la creciente marea de la medicalización de la vida cotidiana.

¿Quería decir esto que yo había perdido mi tiempo recostado en el sillón del psicoanalista por tantos años…? ¿Quería ello decir que mi biografía no tenía nada que ver con aquellos síntomas tan extraños, terroríficos y recurrentes que me asaltaban cuando menos lo pensaba o con aquellas otras oportunidades en que me sentía deprimido, agitado o nervioso…? Mi hogar, mis padres, mis numerosos hermanos, el ambiente donde crecí, mi carácter acomplejado, retraído y tan tímido, mis experiencias más tempranas, mis magros éxitos y numerosísimos fracasos, ¿es que nada tuvieron que ver…? Pero, ocurría que ahora más interesaba la condición patológica que la persona: ¨el todo orgánico¨, el milieu neuronal y su árbol dendrítico y sus distorsiones, sencillamente producto de un desbalance de neurotransmisores y por tanto el santo grial a buscar con ímpetu implicaría olvidar el contacto humano, la palabra como recurso terapéutico y  emprender la investigación de ¨misiles inteligentes¨, de ¨balas mágicas¨, de mensajeros químicos tan despabilados que por arte de magia arreglarían el entuerto con una sola receta; pero, ¿y qué tal que la medicación sólo produjera ¨cambios cosméticos¨, modificaciones artificiales en la fachada de la personalidad, tan solo lechadas de cal sobre una percudida tapia de barro y por ello deberíamos consumir drogas a perpetuidad so pena de perder ese barniz de oropel que oculta traumas y conflictos no resueltos…?

La era moderna nos ha traído las drogas psicoterapéuticas agrupadas como antipsicóticos –antiesquizofrénicos-, neurolépticos, ansiolíticos (sedantes o tranquilizantes menores) y estabilizadores del humor como el litio, primariamente empleado para reconciliar el vaivén entre la manía y la depresión, esos enfermos indignamente llamados «bipolares». Pero por ahí vino también el Largactil® o clorpromazina con sus maravillosos efectos de aquietar olas encrespadas y los rayos y centellas enviados por Zeus, pero al mismo tiempo y en ocasiones nos dejaba a Némesis, diosa de la venganza, la fortuna y la justicia portadora del castigo: el parkinsonismo y otros trastornos extrapiramidales del movimiento como efectos secundarios indeseables. Dígame usted la experiencia, golpeante y terrible de presenciar una discinesia tardía, punición inducida por neurolépticos, un trastorno motor asociado a tratamientos prolongados o a dosis altas de estos novísimos antagonistas dopaminérgicos, ¨simple¨ efecto colateral de la droga con sus grotescos movimientos de la boca, y parecido a un tic recurrente, la protrusión involuntaria y extrema de la lengua… Pero a ello pronto los médicos nos acostumbramos para no lidiar con los dolores del paciente, que, si a ver vamos, retrata, calca, imita los nuestros y eso, sí que no podemos tolerarlo… Las compañías farmacéuticas han tenido una enorme influencia en la promoción de estos mensajes ¨milagrosos¨ tanto a médicos como a potenciales consumidores de sus drogas… Prozac® ¨la píldora de la felicidad¨: ahora eche un pie y no se preocupe, que el mundo sigue andando…

Jamás en la historia se había hablado tanto de ningún otro libro de medicina como de la última versión del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-5), la denominada ¨Biblia de la Psiquiatría¨, que inició su lanzamiento inmerso en un momento en que la comunidad científica, los profesionales y el gran público general mostraban su preocupación ante los cambios en el quehacer de la psiquiatría. A este respecto no debe ser pasado por alto que el precio del manual asciende a $199, cifra muy superior a la de su versión anterior, constituyendo la principal fuente de ingresos de la Asociación Americana de Psiquiatría.

El debate, erróneamente reducido y explicado -en algunos medios de comunicación- como un enfrentamiento entre profesionales de la psiquiatría y la psicología, nace del mismo gremio de la psiquiatría. De hecho, uno de los más acérrimos opositores al DSM-5 es Allen Frances, psiquiatra y presidente del grupo de trabajo del DSM-IV (la versión anterior), quien desde hace varios años lleva manifestando su recelo hacia la ampliación de diagnósticos que recoge el DSM-5. En un artículo del Psychiatric Times, del 26 de junio de 2009, Frances ya escribía: «el DSM-5 será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-5».

Tan sólo unas semanas antes de la presentación oficial del DSM-5, Insel emitió un comunicado en el que lo criticaba, y anunciaba que el NIMH se desligaba de este sistema de clasificación, alentando públicamente a los científicos a no utilizarlo y anunciando su pretensión de desarrollar un nuevo sistema de diagnóstico basado en biomarcadores y no en juicios clínicos (denominado Research Domain Criteria). En sus declaraciones, Insel desprestigiaba el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría al afirmar que el DSM “no se puede considerar una biblia, sino tan sólo un diccionario”. Unos días después, el 6 de mayo, el presidente del Grupo de Trabajo del DSM-5 de la Asociación de Americana de Psiquiatría, David Kupfer, respondiendo a dichas afirmaciones, expresaba sus recelos hacia el modelo biologicista que defiende el director del NIMH, teniendo en cuenta la falta de evidencias tras más de 30 años de investigación: “hemos estado diciendo a los pacientes durante varias décadas que estamos a la espera de encontrar unos biomarcadores. Todavía seguimos esperando¨. Finalmente, en un intento de volver las aguas a su cauce, el NIMH publicó una declaración conjunta con la Asociación Americana de Psiquiatría, aclarando que ambas instituciones comparten su compromiso de mejorar el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos mentales: “Los pacientes, las familias y las aseguradoras pueden estar seguros de que existen tratamientos eficaces disponibles y que el DSM es el recurso clave para ofrecer la mejor atención disponible”, reza dicha declaración.

No obstante, la polémica -lejos de disolverse- ha disparado un aluvión de críticas y debates en todo el mundo, y prueba de ello es que los grandes medios de comunicación internacionales, como The New York Times, The Guardian, The Economist, Daily News o Scientific American, se han hecho eco de las distintas opiniones hacia este manual vertidas por los expertos. En tan sólo un mes, salieron a la venta dos libros, “Saving Normal” (de F. Allen) y “The Book of Woe” (de Gary Greenberg), se han publicado cientos de artículos y se han lanzado importantes campañas de recogida de firmas a escala mundial, advirtiendo de los peligros que entraña el uso del DSM-5 y solicitando la abolición de los sistemas de clasificación diagnóstica.

Una visita por Youtube https://www.youtube.com/watch?v=JCuNVVU_yH4, puede introducirle en la polémica y serle de gran utilidad.

Jamás en la historia se había hablado tanto de ningún otro libro de medicina como de la última versión del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-5), la denominada ¨Biblia de la Psiquiatría¨, que inició su lanzamiento inmerso en un momento en que la comunidad científica, los profesionales y el gran público general mostraban su preocupación ante los cambios en el quehacer de la psiquiatría. A este respecto no debe ser pasado por alto que el precio del manual asciende a $199, cifra muy superior a la de su versión anterior, constituyendo la principal fuente de ingresos de la Asociación Americana de Psiquiatría.

El debate, erróneamente reducido y explicado -en algunos medios de comunicación- como un enfrentamiento entre profesionales de la psiquiatría y la psicología, nace del mismo gremio de la psiquiatría. De hecho, uno de los más acérrimos opositores al DSM-5 es Allen Frances, psiquiatra y presidente del grupo de trabajo del DSM-IV (la versión anterior), quien desde hace varios años lleva manifestando su recelo hacia la ampliación de diagnósticos que recoge el DSM-5. En un artículo del Psychiatric Times, del 26 de junio de 2009, Frances ya escribía: «el DSM-5 será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-5».

Tan sólo unas semanas antes de la presentación oficial del DSM-5, Insel emitió un comunicado en el que lo criticaba, y anunciaba que el NIMH se desligaba de este sistema de clasificación, alentando públicamente a los científicos a no utilizarlo y anunciando su pretensión de desarrollar un nuevo sistema de diagnóstico basado en biomarcadores y no en juicios clínicos (denominado Research Domain Criteria). En sus declaraciones, Insel desprestigiaba el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría al afirmar que el DSM “no se puede considerar una biblia, sino tan sólo un diccionario”. Unos días después, el 6 de mayo, el presidente del Grupo de Trabajo del DSM-5 de la Asociación de Americana de Psiquiatría, David Kupfer, respondiendo a dichas afirmaciones, expresaba sus recelos hacia el modelo biologicista que defiende el director del NIMH, teniendo en cuenta la falta de evidencias tras más de 30 años de investigación: “hemos estado diciendo a los pacientes durante varias décadas que estamos a la espera de encontrar unos biomarcadores. Todavía seguimos esperando¨. Finalmente, en un intento de volver las aguas a su cauce, el NIMH publicó una declaración conjunta con la Asociación Americana de Psiquiatría, aclarando que ambas instituciones comparten su compromiso de mejorar el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos mentales: “Los pacientes, las familias y las aseguradoras pueden estar seguros de que existen tratamientos eficaces disponibles y que el DSM es el recurso clave para ofrecer la mejor atención disponible”, reza dicha declaración.

No obstante, la polémica -lejos de disolverse- ha disparado un aluvión de críticas y debates en todo el mundo, y prueba de ello es que los grandes medios de comunicación internacionales, como The New York Times, The Guardian, The Economist, Daily News o Scientific American, se han hecho eco de las distintas opiniones hacia este manual vertidas por los expertos. En tan sólo un mes, salieron a la venta dos libros, “Saving Normal” (de F. Allen) y “The Book of Woe” (de Gary Greenberg), se han publicado cientos de artículos y se han lanzado importantes campañas de recogida de firmas a escala mundial, advirtiendo de los peligros que entraña el uso del DSM-5 y solicitando la abolición de los sistemas de clasificación diagnóstica. Una visita por Youtube https://www.youtube.com/watch?v=JCuNVVU_yH4, puede introducirle en la polémica y serle de gran utilidad.

El debate está dividiendo al gremio de la psiquiatría y aunque el punto candente se sitúa en EE.UU., se está extendiendo con rapidez en Europa, -sobre todo, en el Reino Unido- e incluso está calando de lleno en el mundo árabe. De esta manera, la cadena de TV Al Jazeera emitió una entrevista con Robert Whitaker, periodista de investigación experto en el área de la medicina y la ciencia, y autor del libro Anatomy of an Epidemic (Anatomía de una epidemia) y Allen Frances. En dicha entrevista, Allen Frances apuntó que los diagnósticos “siempre se expanden, nunca se reducen” y se abordaron aspectos tan trascendentes como los perjuicios que genera la expansión de las categorías diagnósticas y su asociación con el aumento de la medicalización de la población.

El debate mundial que ha abierto el cuestionamiento del DSM-5 supone un replanteamiento de los cimientos en los que se sustenta la psiquiatría, por lo que está siendo considerado como una revolución histórica en salud mental. Sin embargo, llama la atención que en nuestro país este tema aún no haya tenido repercusión médica alguna especialmente en el ámbito de la psiquiatría y la psicología, a y la exposición mediática que se merece.

Las teorías químicas de los desórdenes mentales son particularmente seductoras y sugieren que existiendo una simple explicación para un problema tenido como complejo y a menudo recalcitrante al tratamiento, también existiría una solución cabalística, algo parecido al pensamiento mágico de mi buen jardinero Grinolfo. Vivimos en tiempos de poca tolerancia a la ambigüedad y a la incertidumbre, y por tanto, queremos sin devaneos ir directo a la solución, y allí, nos espera un gordo calvo y bonachón con chaleco, leontina y un tabaco a la diestra: es la industria farmacéutica que vende al contado y que en connivencia con psicólogos y psiquiatras complace nuestros deseos y nos suple la panacea al cambio de unos cuantos ochavos o maravedíes.

En las últimas décadas se han escrito libros que no solo exageran la capacidad de las drogas terapéuticas para curar los desórdenes mentales sino que proclaman que las mismas pueden producir cambios o modificaciones de la ¨personalidad¨ solo ajustando algún tornillo bioquímico, según el caso, media vuelta a la derecha o a la izquierda, tal como en un artilugio de relojería o en una simple bomba aspirante-impelente, lo que liberaría un conjunto de finos y benéficos neurotransmisores que por desgracia sólo realizarán ¨ajustes cosméticos¨ mientras la procesión sigue por dentro y los deudos expulsan mocos incontenibles.

Teoría no más válida que aquellas teorías hipocráticas que resolvían el problema ajustando el balance de los cuatro humores básicos: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. Pero, es más, esas nuevas teorías son a juro aceptadas como verdaderas y los libros y la propaganda millonaria de la industria que mueve los cordajes del guiñol, han determinado que la personalidad y la salud mental están determinadas ¨completamente¨ por esos niveles de neurotransmisores enloquecidos que pueden ser ¨metidos en el corral¨ por arte de novísimas píldoras…

 Así, su efectividad es consistentemente exagerada presentándose anécdotas de ¨curaciones milagrosas¨ y sus efectos colaterales o nocivos son simplemente minimizados. Robert Whitaker el periodista estadounidense y escritor ya mencionado, que escribe principalmente sobre la medicina, la ciencia y la historia, establece que tanto los antidepresivos como la mayoría de los fármacos psicoactivos no sólo son ineficaces, sino perjudiciales; además, advierte de los peligros que adquiere la escalada de consumo de psicofármacos en la que se ve inmersa la mayor parte de los pacientes; una espiral de consumo de la que es extremadamente difícil volver a salir y trae a colación las declaraciones de Steve Hyman, exdirector del National Institute of Mental Health (NIMH) de EE.UU. y hasta hace poco rector de la Universidad de Harvard, quien reconoció que el consumo de fármacos psicoactivos prolongado en el tiempo, produce «alteraciones sustanciales y de larga duración en la función neuronal». Pero, además, para Whitaker el problema no termina aquí, ya que una vez que el paciente comienza a presentar efectos secundarios derivados del consumo de psicofármacos, a menudo acude al médico en busca de un tratamiento para aliviar estos nuevos síntomas, de tal manera que la mayoría de los pacientes acaban consumiendo un coctel de psicofármacos para un coctel de diagnósticos...

Elogio de lo intangible: Enfrentando el dolor psíquico…

Es cierto, alguna vez quise ser psicoanalista. Todo ello debido a un psicoanálisis personal que iniciara en 1961 poco después que me graduara de médico cirujano en la Universidad Central de Venezuela y me asaltaran en sucesión varias crisis de pánico entremezcladas con síntomas de un síndrome de hiperventilación.

Claro está que yo no sabía qué era aquello en que me embarcaba, pero sí percibía lo perturbador que era sentirse diferente, sumergido en una amenaza desconocida, en una experiencia indescriptible nunca sentida, percibiendo un inminente peligro sin saber de dónde provenía, con síntomas somáticos y psíquicos entremezclados: miedo, inestabilidad y mareo, despersonalización, -me miraba aterrorizado en el espejo y me preguntaba si era yo aquél allí reflejado-, desrealización –el medio familiar me parecía cambiado y extraño-, el corazón desbocado, oleadas de frío o calor, sudoración, sequedad oral, hormiguillo en las manos, opresión torácica y dificultad respiratoria, en fin, el caos, el no saber qué pensar…

¿Un infarto? ¿una embolía pulmonar? ¿la locura misma…? ¿qué hacer, adónde ir o a quién recurrir por auxilio? Acababa de hacer mi última pasantía como estudiante en el Hospital Psiquiátrico de Caracas, y debo confesar que me impactó muy negativamente el conocerlo, especialmente luego que transitáramos a diario por una sala abierta de mujeres de diversas edades, sin privacidad alguna, rodeada de fuertes barrotes oxidados, con las camas fijas con cemento en el piso, desnudas en pelota sin que pizca de pudor las contuviera para hacernos a los estudiantes que pasábamos gestos soeces, y habiendo perdido toda continencia verbal, nos invitaban a tener contacto carnal con ellas…

Parecía que ayer nomás se había liberado a los enfermos mentales de las cadenas que sujetaban sus atemorizantes delirios, y se aconsejaba tener para con ellos un trato más humanitario. No era aquello una muestra de misericordia, era una prueba de filantropía. Me parecía estar viendo en el cuadro del pintor Robert Fleury (1795), al doctor Philippe Pinel (1745-1826) –autor de esta proeza-, médico francés que cambió la actitud de la sociedad hacia los enfermos mentales en un ala para mujeres locas del Hospital de La Salpêtrière de París, liberando a una paciente de sus cadenas, esas con que eran confinados, reducidos y olvidados por su familiares y la sociedad; o al doctor Jean Martin Charcot (1825-1893), famosísimo neurólogo francés en el cuadro de André Brouillet (1887) asistido por su alumno Joseph Babinski durante el «rapto histérico» de su paciente «Blanche» (Marie) Wittman, «la reina de las histéricas¨, modelo profesional de aquél entonces que usaba el Maestro en sus presentaciones clínicas en diversos escenarios médicos, y quien describió la histeria y buscaba el locus cerebral donde se asentaba, hasta que su alumno Sigmund Freud (1856-1939) reconociera que su asiento estaba en la intangibilidad de la psique enferma…

En una de estas últimas clases del fin de la carrera, un psiquiatra nos había hablado con gran frialdad de la esquizofrenia y del llamado signo del espejo. Se nos habló de la identidad del yo, esa que hace que nos sintamos idénticos a pesar del paso del tiempo y que puede alterarse en la esquizofrenia. Al hacer irrupción la enfermedad, el sujeto esquizofrénico vive en su yo transformado, uno muy distinto del que conocía anteriormente, suerte de posesión por un ente diabólico. Nos refirió el profesor que en las fases iniciales o premonitorias de la esquizofrenia, también llamada entonces demencia precoz, se presentaba con gran frecuencia un curioso e importante síntoma hasta el punto de constituir una verdadera señal de alarma en la a menudo tórpida eclosión de esta psicosis; era el signo o síntoma del espejo o signe du miroir, llamado así desde A. Delmas, que consiste en que el sujeto se observa repetidamente en el espejo donde no se reconoce, tratando de comprobar si sigue siendo el mismo…

Es bien conocido el ¨síndrome del tercer año de medicina¨ donde el prospecto de médico al través de su inmadura psiquis es aquejado por todas las patologías que va conociendo a lo largo del tortuoso y escabroso camino del aprendizaje, una variante de la hipocondría; mi caso fue atípico, pues apareció ya siendo un novel médico…

A finales de la década de 1920, Paul Abély (1897-1979), emprendió el estudio sistemático de las manifestaciones de algunos psicóticos ante el espejo [Abély P. Le signe du miroir dans les psychoses et plus spécialement dans la démence précoce. Ann Med Psychol. 1930].   Llamó signe du miroir al síntoma común de control y extrañeza ante la propia imagen que devuelve el espejo, y que parece indicar la transformación de dicha imagen en un «otro»; de ahí la extrañeza, la captura y la angustia…

 

Viví intensamente lo que creía era el signo del espejo: Un escalofrío áspero y amenazador me corrió desde la nuca hasta los tendones de aquiles al sentirme del todo cambiado y en las inminentes garras de la locura. Mi hermano Fidias Elías (†) –ya graduado de médico- no estaba en casa entonces; hacía un curso de Medicina Tropical en São Paulo, Brasil; sabía que un profesor mío vivía cerca y allá raudo me dirigí en mi Volkswagen hacia el edificio donde residía. Toqué el timbre del conserje quien me dijo que él ya no vivía allí, que se había mudado…

El frío decembrino reavivó mi ánimo y fue aplacando aquellas aguas turbulentas que amenazaban con ahogarme. Era cierto, sí, luego de la tormenta arribaría la calma tal como ocurrió; pero ya yo no sería el mismo, amagos de la desconocida amenaza a menudo me asaltaban cuando menos lo pensaba y perturbaban mi ánimo, el mal presentimiento me erizaba el cuerpo, pero, ya nunca más tuve una de esas crisis magnas, la propia ¨crisis¨, que desde esta distancia veo tranquilo y compasivo de mí mismo como si fuera un mal sueño, una pesadilla intolerable, pues eso fue y quedó tirado en el pasado…

Mi hermano Fidias Elías (†) graduado de médico tres años antes, al conocer de mi relato me dijo que le parecía una crisis nerviosa. ¿Nerviosa?, yo que siempre había sido tan bien plantado y ecuánime, tan serio y tranquilo… No podía entender que la procesión andaba por dentro y muy robusta por cierto, pero consentí que me viera un psiquiatra amigo de él. No fue una consulta formal, sólo fue una conversación de pasillo… Me dijo que yo tenía una ¨neurosis de angustia¨ y que me aconsejaba iniciar un psicoanálisis formal; ¿y qué carajo sería aquello? –me preguntaba-. Él se ofreció a buscarme un psicoanalista que se encargara de mi cuidado, y así fue… Inicialmente el médico argentino, César Ottalagano y muchos años después el venezolano Nicolás Cupello tomaron turnos para guiarme a través de la selva de mi madurez emocional.

Estaba yo aquejado de dolor psíquico (emocional, mental), ese que no es tangible y observable para los otros; quien lo padece lo lleva internamente, lo rumia y muchas veces desconoce que lo experimenta, cerrándose a cada paso las oportunidades de crecer, amar, trabajar o tener una vida plena. Así que enfrenté el dolor psíquico que tiene tantas caras, tantas aristas y tantos disfraces, un angor animi: síntoma escalofriante en el que uno tiene la certeza de que fallece, la percepción de que está muriendo, un ominoso presentimiento con la acerada certeza del filo de una guadaña. Hablé, me desahogué, lloré, mis miedos fueron interpretados, nunca se me suministró un neuroléptico o un tranquilizante, y todo fue transcurriendo a ¨palo seco¨ en sesiones diarias, 5 veces por semana durante 11 años con alguna interrupción en el camino; a no dudar, una pesada pero necesaria carga económica, pero… una inversión a futuro…

¿Demasiado…? Tal vez en el breve discurso del neurólogo británico, aficionado a la química y esclarecido escritor doctor Oliver Sacks (1933-2015), agradeciendo sus 50 años de psicoanálisis, dice al lector que su analista, Leonard Shengold, «me ha enseñado sobre el poder de prestar atención, escuchando lo que está más allá de la conciencia o de las palabras». Esto es algo de lo mucho que me ha enseñado Sacks a través de su práctica como terapeuta y de su trabajo como exitoso escritor de deliciosos libros sobre patologías neurológicas, e inclusive al mostrar a todos sus propios síntomas como era el de sufrir de prosopagnosia, condición radicada en la base cerebral, en el gyrus fusiforme y la corteza visual, que le impedía reconocer las caras de otros, inclusive de quienes muy de cerca conocía y quería –y de la cual sufro en una forma muy atenuada y curiosamente, no me ocurre con las facies muchas veces uniformes que imprime la enfermedad en mis pacientes… –

Mi psicoanálisis me sirvió de mucho, me hizo más humilde y tolerante, el conocimiento y la riqueza adquiridos permeó en mi familia, en Graciela –que siempre fue mucho más madura e intuitiva que yo- y en mis hijos y aún en mi práctica de internista y en mis alumnos: me hizo comprender cómo soma, mente y mundo exterior, imbricados e inseparables como son, acompañan la biografía de cada individuo tanto en la salud como en la génesis de su propia enfermedad; así, que nada me asombraba como para paralizarme, las confidencias de mis enfermos, sus grandes o pequeñas tragedias, podía comprenderlas sin trago grueso ni sonrojo, sin juzgarlos ni dictaminarlos, pues los médicos somos humanos de la misma estirpe, estableciendo al mismo tiempo una distancia saludable y cálida entre sus problemas y los míos, y así, acompañándoles sin excusas ni resaltos he mantenido un compromiso, pues, ¿qué tienen ellos que yo no tenga?; desde entonces estuve y he estado dispuesto a oírles, a servir de facilitador de ese saludable drenaje de sus angustias y temores que suplanta la píldora farmacológica; a no sentirme omnipotente ni a adelantarles pronósticos terribles que en sus casos particulares nunca sabría si se cumplirían, error en que incurrimos los médicos cuando todopoderosos, ponemos más atención a las estadísticas que a la diversidad, potencialidad y unicidad de los enfermos que atendemos… Por supuesto, que mi formación de internista me ha permitido también atisbar las grandes o pequeñas tragedias ¨orgánicas¨, muchas veces prenuncio de una catástrofe corporal que podría ser prevenida…

Pues bien, a fines de los sesenta decidí que sería psicoanalista, pero me era muy difícil y doloroso pensar en no ser internista nunca más. En las vacaciones de 1970 me fui de viaje por Suramérica con Graciela y mis hijos Rafa y GustavoChelita, nuestra hija menor aún no había nacido-. Mi sueño –aunque no muy firme y definido todavía- era hacer inicialmente psiquiatría general y luego irme al Clínica Tavistock en Londres y dedicarme al psicoanálisis.

   Cuando a llegué a Lima, el doctor Alberto Seguín, a quien conocía por su libro, ¨Bases de la psicoterapia¨, y que adelantándose a su época, había desarrollado la visión del enfoque integral en medicina introduciendo el ahora reconocido modelo biopsicosocial de la enfermedad, propuso que el hombre enferma en su integralidad y que siendo él responsable de su comportamiento, la intervención terapéutica no puede ser unilateral, ni menos reducirse a la esfera biológica: Al llegar tuve la ingrata noticia de que había tenido que abandonar la ciudad, así que nunca le conocí personalmente.

  Me fui entonces a Buenos Aires con una obra que el doctor Francisco Herrera Luque le había enviado al doctor Isaac Luchina, psicoanalista y posteriormente autor del libro, ¨El grupo Balint¨ (Editorial Paidós, Buenos Aires, 1982). Allí conocí los llamados grupos Balint y participé en uno de ellos. Creados por el doctor Michael Balint, psiquiatra inglés fallecido en 1971 y quien había desarrollado un sistema de formación continua de médicos generales tendente a la resolución de las dificultades, que a nivel psicológico, se presentaban durante la relación médico-paciente. Su metodología fue recogida en su libro, ¨The doctor, his patient and the illness¨ (Londres, Pitman, 1957 y reeditado en 1963), donde se asentaba que el objetivo de seminarios con médicos generales y conducidos por un psiquiatra entrenado era, «estudiar las implicaciones psicológicas en la práctica de la medicina general…, que no es únicamente la ampolla del medicamento  o la caja de comprimidos lo que importa, sino la manera cómo el médico prescribe a su enfermo».

Así, asentaba él que, ¨La primera medicación que administra un médico a su enfermo, es su propia persona¨. ¡Cuánta verdad que tantos de nosotros que nos decimos médicos desconocemos! Nunca lo he olvidado, hemos sido ungidos pues, tan solo, únicamente por presencia somos los médicos una potente medicina, un bálsamo tranquilizador siempre y cuando sepamos asumir el rol de un veraz y bondadoso escuchador, pues también y como a menudo ocurre, podemos ser un revulsivo que hiere más el alma e inclina la balanza hacia la desesperanza…

De vuelta a Caracas, con un libro enviado al doctor Guillermo Teruel, quien con el doctor Hernán Quijada, habían sido los primeros psicoanalistas formados fuera del país, luego que tuviéramos una larga y cordial conversación y supo algo de mí persona, me dijo que yo podría ser un excelente psicoanalista…

Tal vez seducido por las palabras de quien se consideraba entonces el Padre del Psicoanálisis en Venezuela, comencé a entrevistarme en Caracas con otros 5 especialistas quienes, de aprobarme, me permitirían integrarme a su selecto grupo para iniciar mi formación. Fui aceptado por los cuatro primeros. La última entrevista la sostuve con el doctor Hugo Domínguez, hombre bonachón y sencillo. Sentado en su apartamento de San Bernardino, con una pierna enyesada sobre un taburete, luego de escucharme atentamente y hacerme algunas preguntas, me dijo sin anestesia,

-¨Mire doctor, sinceramente, usted no sirve para esto…¨

Allí terminaron mis devaneos con el psicoanálisis. Sus palabras, lejos de producirme frustración o desconcierto, fueron para mí un bálsamo liberador, sentí un inmenso alivio al confirmarme que mi alma era de internista y profesor universitario y no de psicoanalista, lo cual de haberse concretado habría sido un rotundo fracaso, una decisión que hubiera sido como desposar a una mujer a quien no quería… La medicina interna y la docencia universitaria y luego la neurooftalmología, han sido la razón de ser de mi larga y gratificante vida profesional.

 

He enseñado a la cabecera del enfermo y me ha emocionado el ver trocar al bisoño en un experimentado; he guiado la mano torpe del novel estudiante que palpa un abdomen doloroso; he enseñado cómo auscultar un corazón mediante un estetoscopio con dos auriculares y cómo reconocer la herida de una válvula cardíaca o el ritmo de galope confirmación de una insuficiencia cardíaca; he guiado sus ojos para ver minucias denunciantes en los ojos de otros a través de un oftalmoscopio; la medicina antropológica ha estado presente en mi boca y en mi hacer durante las revistas médicas mostrando aquello ausente de la medicina organicista: el hombre tras la enfermedad que lo aqueja; he dictado más de 1600 charlas, me he dejado enseñar, he influido en la vida de un número muy elevado de estudiantes de medicina a lo largo de 46 años de presencia hospitalaria –ahora más de 52-, he formado numerosos especialistas en medicina interna y casi una cuarentena de superespecialistas neurooftalmólogos siendo estos últimos oftalmólogos, internistas, neurólogos, neurocirujanos y neuropediatras provenientes del país y de países hermanos; por cerca de 20 años he formado parte de la Faculty en el área de neurooftalmología del Curso Interamericano de Oftalmología Clínica que dicta anualmente el Bascom Palmer Eye Institute de Miami y así, he tenido oportunidad de dictar mis charlas, siempre al cierre del Curso y a casa llena, a más de 500 participantes en su mayoría provenientes de Hispanoamérica. A través de  mis artículos de prensa y en la Internet he demostrado que el mejor amigo del miedo es el miedo mismo y que cuando tenemos algo qué decir estamos obligados a decirlo… En fin, he hecho mío el vocablo ¨servir¨, la palabra más hermosa del diccionario…

El dolor y las llagas de mi temprana inmadurez que me hacían sentir como un ¨patito feo¨, han sido restablecidas por la sana aceptación real y sin complejos de quién soy, de lo que soy y de lo que no soy ni quiero ser, y por ello, si me diesen la oportunidad de volver a la adolescencia o adultez temprana, sin dudas lo rechazaría, no quisiera reproducir de nuevo el dolor psíquico de aquellos tiempos porque en esencia, hoy día recogiendo los frutos de aquella siembra, me siento satisfecho, feliz y emocionalmente rico, pero siempre teniendo presente que mi labor y mi responsabilidad aún no ha terminado, y sólo culminará cuando exhale mi último suspiro…

Mis angustias y dolores son ahora otros: la suerte de mi país sumido en un agregado de profundos y desgarrantes problemas, penas y amenazas, y de la medicina que he enseñado con devoción y que con saña y sevicia se intenta destruir…

Alguno se preguntará, ¿Por qué de compartir tu historia…? ¿Es que no te da vergüenza mostrar tus moretones y tus llagas…? Muchos caminos conducen a Roma y el camino que yo tomé no necesariamente fue el mejor ni el más rápido ni sirve para todo el mundo. Es simplemente una vivencia personal que quise transmitir: El dolor psíquico es un dolor de íntimo silencio parecido al dolor del animal, ese que enfrenta inhibiendo su acción o inmovilizando sus miembros. Diferente del dolor físico, un sufrimiento visible, un prenuncio simbólico de muerte expresado a través del grito, el llanto, la congoja, el temor, la queja o la palabra que suele promover la compasión y la colaboración de otros y los cuidados mutuos; el dolor mental no es trasmitido a otros y suele ser un mensajero silencioso del peligro de muerte que percibe nuestra psiquis. Por ello cuando al pasado volvemos y recordamos con absoluta fidelidad aquellos momentos ya buenos o malos, vivimos nuevamente pero vivimos diferente, porque al haber superado nuestros miedos o nuestras tristezas notamos como ascendimos un peldaño en nuestro duro proceso de maduración, y si al pasado retornamos es para que en nuestro presente encontremos toda la felicidad que merecemos.

Hay una muy buena oración para recordar cuando nos suceden esas cosas desagradables propias de la vida que parecen no tener solución: «Señor, concédeme fortaleza para solucionar lo que tiene solución; valor para aceptar lo que ya no tiene solución, y sabiduría para saber reconocer la diferencia».

Es una buena lección que podríamos resumir así: “Aceptar, olvidar, y seguir adelante”.