Elogio de la revista médica… el viejo arte que se extingue.

Elogio de la revista médica… el viejo arte que se extingue.

Pasé mis días de adolescente, adultez y adultez mayor, madurez, y me complace decir también que los de mi senescencia en las salas de medicina interna del Hospital Vargas de Caracas, desde una lejana época en que muy joven e imberbe me presenté diciéndoles sin vanidad y pleno de noble ambición: ¡soy Muci, quiero ser médico, la más humana de las actividades del hombre!, aunque no sabía ni remotamente lo que aquello era, lo que aquello implicaría…

Las revistas o visitas médicas en las salas eran un ritual, y aunque como residentes la realizábamos una o dos veces por día, las ¨verdaderas¨ eran los lunes y los viernes de cada semana. Un tropel de gentes presididos por el jefe del servicio y sus adjuntos, vale decir, cuadros de oficiales de jerarquía, suboficiales y ‘marinería‘ —como designaba a estudiantes, internos y residentes el inolvidable maestro Juan Delgado Blanco, (1904-1974)-, médicos de planta, residentes, estudiantes de medicina y enfermeras, acallando radios vocingleros y conversaciones altitonantes, hacían acto de presencia a las 9.00 am y atravesando el dintel de la puerta,  iniciaban un recorrido desde la cama 1 hasta la 16 llamando a cada paciente por sus nombres –inexplicablemente, los pacientes se llamaban unos a otros por sus números-.

El estudiante o el residente leía detalles de la historia y comentaba acerca de los signos físicos encontrados y adelantaba un diagnóstico sindromático, un acertijo donde se contraponían síntomas y signos para hacer un todo más o menos coherente o que pareciera coherente, pues no siempre la verdad se albergaba en sus palabras: hacíamos peninos, éramos demasiado ignorantes y jojotos; era todo cuanto podíamos ofrecer y dar; luego, aunque no siempre, el jefe hacía preguntas  y se acercaba al paciente para conocer de boca del mismo su subjetividad –donde suele residir el diagnóstico- y luego, si estaba de buenas, constatar la objetividad y exactitud de los hallazgos semiológicos. Era una ocasión para ver cómo los maestros observaban, examinaban, exteriorizaban el morbo injertado en el cuerpo de piel opaca del paciente mediante técnicas semiológicas de cabecera; era un ejercicio de empatía, de conocimientos, de experiencia y de sabiduría que confirmaba el compromiso. El aprendizaje se basaba en el amor trilateral: médico, paciente y estudiante, porque si no se quiere y se admira a quien te enseña o a quien te cura, la enseñanza sería imposible: Nuestros primeros maestros: nuestros padres de quienes aprendimos mediante el vínculo del amor, y luego todo aquel que simbolizara el rol paterno, pues como dijera Hipócrates, ¨donde existe amor al hombre, existe amor al arte¨.

Desde el inicio de nuestro aprendizaje y con ayuda de quienes sabían más, allí aprendíamos a moderar nuestros impulsos, a hacernos más humildes, a festejar interiormente nuestros muy escasos aciertos y a hacer duelo por nuestros fracasos –muy numerosos por cierto-, pero de eso se trata la vida, de eso se trata la medicina, una total indulgencia frente a lo que podríamos designar los inmanentes defectos del hombre, a lo que se suma que el hombre actual –incluido el médico-, vive sumergido en una existencia técnica, peor aún, dominado por ella pues en la vida de ese hombre la técnica ha llegado a ocupar hasta los más minúsculos intersticios de su ser, un espacio que antes llenaba la Naturaleza. Entre ella y el hombre se han interpuesto mil máquinas, desde el reloj pulsera pasando por el contenido del ciberespacio y los receptáculos que empleamos para sondearlo: computadores, tabletas, teléfonos celulares que renovados a diario, nos hacen sentir perdidos entre tanto artilugio, llegando a ignorar dónde se encuentra el paciente y su dolor. Simplemente porque hemos desarrollado,

Adicción a la “tecnología de punta…”

Consecuencia de,

  • Entrenamiento inadecuado
  • Insuficiente experiencia clínica
  • Ignorancia rampante
  • «Tenesmo tecnológico de Fred» o incontrolable urgencia en la

         indicación de métodos sofisticados

  • Ganancia económica –principio del placer- sobre ayuda  humanitaria -principio del deber-

Podría garabatear algunos instantes atesorados en mis recuerdos de esa historia que he vivido y que encuadradas en el tiempo, constituyen viñetas que buscan no olvidar el candor que aún se aposenta en los hospitales docentes, la madre clínica, sus intríngulis y sus cultores.

  • El residente habla sobre el paciente que acaba de admitir, vale decir, uno ¨desflorado¨ por múltiples exploraciones sin dirección ni concierto, sin un diagnóstico positivo y sin un tratamiento efectivo. Un sujeto de 69 años empedernido fumador desde su juventud es admitido por presentar pérdidas súbitas de conciencia tenidas como síncopes cardiocerebrales –síncopes vagales como antes se les designaba-:

Por ello sería el cardiólogo el primer consultado. Y así fue, no uno sino tres, todos de acuerdo: ecosonograma cardíaco, prueba de Holter de arritmia, MAPA de tensión arterial, investigación de dislipidemia, todos negativos, pero especialmente después que le fuera practicado un tilt test o prueba de la mesa basculante, -por cierto, el último grito de la técnica-, para poner a prueba su sistema cardiovascular y comprobar si es capaz de responder correctamente a cambios en la fuerza de gravedad manteniendo el pulso, la tensión arterial o el ritmo cardíaco. Al iniciar, el paciente estaría recostado boca arriba sobre una mesa basculante en posición horizontal. Después el médico inclinaría la mesa hasta que la cabeza del paciente quedara en posición vertical, entre 60 y 80 grados y permanecer así durante 20 o 30 minutos con monitoreo del ritmo cardíaco y la presión arterial antes de regresarlo a la posición horizontal; durante ese período se busca que presente los síntomas del episodio que le son familiares a ambos paciente y médico, momento en que se presentará una precipitosa caída de la tensión arterial y del pulso.

Cuando la prueba es positiva, el corazón no bombea la sangre necesaria hacia el cerebro; durante unos segundos no hay flujo sanguíneo y acaece una pérdida de conciencia; es lo que se conoce como síncope. Antes llamados síncopes vasovagales por hipoperfusión cerebral, son una condición benigna relativamente frecuente; su mayor peligro radica en que durante la caída de la inconsciencia, el sujeto se golpee la cabeza o algún área importante del cuerpo. Pues bien la prueba fue positiva, la etiqueta se forjó, y asunto concluido, un betabloqueante y a comer más sal…

Cuando ejercimos el diálogo diagnóstico o anamnésico, la verdad relució: todo le comenzaba inmediatamente antes de la caída, percibiendo una extraña sensación, inenarrable, en la boca del estómago, de décimas de segundo de duración que ascendía al cuello; sólo en una ocasión había estado de pie, en las otras, sentado y también habían ocurrido en decúbito, en la cama. Había perdido peso mientras se alimentaba bien. ¿Cómo podía ocurrir un síncope vagal acostado? El aura sensorial dio la pista hacia una crisis epiléptica parcial. En el cerebro, una metástasis solitaria en el lóbulo temporal derecho explicaba el ¨síncope¨… Una telerradiografía del tórax y tomografía del tórax y abdomen mostró un tumor adyacente a la carina y varias metástasis, y otro en el riñón derecho. ¿Dos tumores primarios…?

Y es que cada médico juzgará al paciente según su especialidad, suerte de gríngolas virtuales que restringen su campo de visión; esta visual tubular determina la llamada la Ley del Martillo de Oro: «Cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo…» ¿lo dijo Mark Twain?: no está claramente documentado, o proviene del libro del psicólogo estadounidense Abraham Maslow (1908-1970): ¨The Psychology of Science¨, publicado en 1966; y como cada especialista tiene su propio martillo, nos relacionamos con los pacientes como objetos, no como personas y solamente entra en nuestro campo visual aquello que nos es conocido… Un dolor lumbar es para un traumatólogo una hernia discal, para un urólogo un cálculo, para un gastroenterólogo es el colon transverso inflamado, para un gastroenterólogo el colon o el páncreas y así… sucesivamente. El paciente falleció 5 meses más tarde.

  • El paciente, masculino de 48 años, adelgazado, con extremada pérdida de la grasa subcutánea, a quien podríamos llamar «emaciado» es presentado en la revista sin cifras de proteínas totales y ni fraccionadas. Su aspecto da por supuesto por seguro que tiene una hipoalbuminemia pero esta cifra de laboratorio no está a la mano. Tremenda frustración…

No obstante, tomamos nuestro martillo de reflejos de Taylor y percutimos sobre el músculo deltoides. Inmediatamente se hace presente en el sitio del golpe una nudosidad o tumefacción transitoria de rápida resolución, es el llamado ¨mioedema¨ -del griego mys, músculo, y oidēma, hinchazón-. Este fenómeno se produce excitando por un golpe o fricción brusca, los músculos del brazo o del tórax en gran número de individuos, y en particular en los caquécticos (tísicos, tíficos, enfermos de sida, cancerosos, etc.). La dosificación de albúmina vino luego, 1.5 gr/dL. ¡Nada extraordinario, nos habíamos adelantado a la técnica…!

  • En una paciente con dolor en el hipocondrio izquierdo y una esplenomegalia fácilmente palpable, aconsejaba a mis alumnos posar la mano suavemente sobre el órgano agrandado y durante el movimiento respiratorio tratar de percibir la existencia de un frote sobre su superficie, y presente o no, luego colocar el estetoscopio para analizar mejor su presencia.

El infarto esplénico puede ser sospechado clínicamente ante la existencia de dolor en el hipocondrio izquierdo, esplenomegalia y frote audible, pero también puede palparse, pues la mayoría tienen forma de cuña y asientan en la periferia del órgano donde producen una periesplenitis que al rozar contra el peritoneo parietal produce el fenómeno acústico. También puede asociarse a la existencia de diversos trastornos hematológicos, siendo los más frecuentes la metaplasia mieloide del bazo, policitemia vera, enfermedades mieloproliferativas, linfomas y leucemias, y las anemias hemolíticas como la anemia drepanocítica y otras hemoglobinopatías donde los infartos esplénicos son frecuentes llegando a producir una verdadera ¨esplenectomía¨ por la reducción progresiva de su tamaño; sin embargo, la causa más frecuente es la enfermedad tromboembólica, que fundamentalmente toma asiento en una fibrilación auricular en un paciente no anticoagulado, pero también puede ser producido por embolias sépticas en el contexto de diversos procesos infecciosos, como la endocarditis infecciosa.

  • Tendría tal vez unos setenta y pico de años, barba blanca rala y descuidada, se notaba que la vida le había tratado con desprecio y crueldad, cuántas privaciones, cuántas noches pasadas con apenas una magra comida durante el día. A su lado, una viejecita, su compañera de vida velando su estado comatoso, ese estado que la escritora chilena Isabel Allende en su libro autobiográfico ¨Paula¨ (1994) define ¨como un dormir sin sueños, un misterioso paréntesis…¨. Había ingresado la tarde anterior y estaba allí pues muriéndose cuando le encontró la revista de sala…

El sin par maestro Otto Lima Gómez con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, el dedo índice derecho sobre el labio inferior y la cabeza inclinada a un costado, le miraba mientras escuchaba la historia de boca de Germán Salazar, compañero residente de sala: Apreció su respiración, le pellizcó, buscó sus reflejos tendinosos, observó la posición y movimientos de sus ojos mientras rotaba su cabeza, pidió un oftalmoscopio…

Tal vez rememorando a su admirado profesor de neurología en el Hospital La Pitie-Salpêtrière de París, el francés Jean Raymond Garcin (1897-1971), quien describiera el cuadro clínico de la parálisis homolateral de todos los nervios craneales, una rareza que lleva su nombre: síndrome de Garcin, preguntó específicamente a su esposa:

¡Un ignorado y nimio trauma craneal!, unos veinte días antes surgió…

¡Era el detalle que faltaba, el signo revelador: la ¨lucida intervalla¨ de los antiguos –el intervalo lúcido-! Un tiempo durante el cual se va acumulando la sangre hasta que la presión intracraneal elevada se hace intolerable… Se incorporó y dijo, -¨El tiempo apremia, se trata de un hematoma subdural, solicitemos la ayuda del doctor Alberto Martínez Coll (1923-2016) ¨. A la sazón, jefe del Servicio de Neurocirugía del Hospital se presentó en el término de la distancia. Eran tiempos de ausencia de tomografía computarizada y mucho menos de resonancia magnética cerebral. ¡Los diagnósticos entonces se hacían ¨a punta del clínica¨! 

Aquel despojo humano luego de la evacuación de la ominosa colección de sangre, al día siguiente despierto y lúcido, alegre pedía comida y que le dieran de alta. ¡Qué esplendente lección la de aquella mañana en la sala 7…! Médico integrista e integrista, nos aconsejaba que dejáramos para un día particular de la semana aquellos pacientes con problemas complejos para darle tiempo a la anamnesis y evaluarlos con minucia. El caso del ancianito, no hubiera tolerado un ¨hasta mañana¨ y él lo supo…

Así aprendíamos medicina, entre asombro y asombro, entre admiración y pasmo, mientras manaba de sus palabras y actitudes, el conocimiento y la experiencia mostrándonos la escarpada cuesta llena de pedrejones, esos que nos falsean el tobillo y nos hacen caer,  la senda del desiderátum a alcanzar…

  • Un día mientras veíamos un enfermo en la sala 3 del Hospital Vargas de Caracas, un residente que luego se hizo neurólogo, me presentó el caso de su enfermo, -¨Un accidente cerebrovascular isquémico¨-, me dijo con displicente decisión. Tenía una hemiplejía directa flácida derecha: al dejar caer el brazo o la pierna desde la altura, caían pesadamente y sin tono sobre la cama, pero cuando le miré el fondo del ojo, aprecié que tenía formidable un papiledema en período de estado, clara evidencia de aumento crónico de la presión intracraneal y casi que negado en la circunstancia de un accidente isquémico agudo; él había pasado por alto esa sencilla exploración.

Se cambió el diagnóstico por el de un tumor cerebral simulador el cual fue confirmado mediante una tomografía computarizada cerebral de muy antigua generación, el examen de elección para el momento. ¿Aprendió la lección…? No sé si su orgullo ofendido se lo permitió, porque como he repetido tantas veces, para aprender tienes que admirar a quien te enseña, para aprender tienes que amar a quien te enseña, y el amor suele vencer al orgullo…

  • Otro día pasábamos revista con adjuntos, residentes y estudiantes. Yo me había ubicado detrás, en la retaguardia y con mis ojos, transformados en lente ¨ojo de pescado¨, observaba a todos los presentes –sus rostros y actitudes-, y al mismo tiempo con un ¨zoom de acercamiento¨ al joven paciente sentado en la cama sobre sus piernas cruzadas. Su ojo izquierdo estaba hundido, claramente enoftálmico: hundido en la órbita y su brillo mate, sin vida,  llamó mi atención. Un residente leyó la historia…

Al detenerse en los ojos pronunció con viva voz el consabido clisé: ¨¡Pupilas isocóricas, regulares y centrales, que responden bien a la luz y acomodación!¨. Me dije para mis adentros: de estudiante, cuando también era un animalito de Dios y me sentía abrumado por la ignorancia, yo también sufría del mismo mal y tenía sellos mentales con clisés de frases hechas, muletillas o lugares comunes inconscientes, elaborados en mi cabeza para casi todos los ítems de la anamnesis y del examen físico, trozos de mentiras o inexactitudes para rellenar las historias; llamémoslo burlonamente el «N° 104», uno que rezaba exactamente lo mismo que el pronunciado por el residente.

Entonces pedí permiso y me adelanté, y con un pequeño trozo de metal que llevaba en mi bolsillo, me acerqué al enfermo y ante el asombro de todos, le golpeé varias veces sobre la ¨córnea¨: un toc-toc-toc seco se oyó claramente: ¡Elemental, mi querido Watson!: ¡tenía una prótesis ocular…! En días pasados lo encontré en un congreso, y como yo, él nunca olvidó que un examen clínico desprejuiciado y detenido y el de las pupilas en particular, son de gran importancia en medicina. Había aprendido y recordaba agradecido la lección…

  • De mañanita, tal y como solía hacerlo, pretendiendo ser ignorado, cruzó frente a nosotros con zancadas firmes y presurosas camino a su sala y a su enfermos. Nos saludó cortésmente: ¨¡Buenos días jóvenes!¨. Me encontraba con mis alumnos en la Emergencia del Hospital Vargas de Caracas pasando revista y evaluando a un paciente que recién había ingresado. ¡Sería aquella, una brillante mañana de extraordinarias lecciones!

Ya teníamos el diagnóstico ¨cuadrado¨ — según suele decirse— y nos aprestábamos a indicarle el tratamiento considerado adecuado. –¨¿Cómo se encuentra usted esta mañana, Maestro?¨ —le dije con veneración y afecto-. De naturaleza robusta, cabello canoso y engominado, su vestimenta elegante y sobria eran perturbadas por una incipiente giba que sobresalía de entre sus dos paletas —a lo mejor, el producto de largas horas de vigilia entre escritos, mea culpas y meditaciones. –¨¡Muy bien! ¡Excelente! ¡Así me gusta verle con sus alumnos, la medicina no se enseña ni se aprende encerrado en un salón de clases. Es ésta una ciencia observacional para ser vivida con intensidad entre enfermos…!¨

-¨¿Querría iluminarnos con su saber en el caso de este enfermo? —le pregunté- Ya tenemos un diagnóstico seguro, pero quiero que mis alumnos le vean en acción…¨. Titubeó, miró nerviosamente su reloj, pero no pudo resistir la tentación de enseñar: ¡Pasión de una vida fértil! -¨¡A ver! ¿De qué se trata?¨. Uno de mis residentes, en tono maquinal, a la usanza, le echó el cuento: -¨Paciente Claro Tiberio, masculino de 46 años, natural y procedente de la localidad, comerciante, quien hace cerca de tres horas presentó dolor taladrante, muy intenso, en el centro del pecho que ascendió hacia el mentón y se le corrió hacia la cara interna de ambos brazos, acompañándose de severa falta de aire, palidez, sudoración fría, náuseas, vómitos y descenso de la presión arterial. Pensamos que el cuadro clínico es tan característico de un infarto del miocardio, que NO existe otra alternativa…¨.

-¨¡De veras que parece!—dijo sonriente pero cauto—, sin embargo, permítanme hacerle algunas preguntas y examinarlo. No olviden que hay que beber directamente de la fuente¨. Se ajustó sus lentes con el dedo índice y miró al través de las semilunas de sus bifocales, como queriendo emplear las lupas, simbolismo de atención a los detalles… El enfermo, algo aliviado de su dolor por el efecto del potente narcótico que se le había inyectado, volvió a referirle la corta historia de la hecatombe corporal que ha poco le había envuelto.

Los ojos del viejo clínico se encendieron, sus pupilas se dilataron, sus narinas aletearon tremulosas como las de un perro perdiguero a la husma de la presa. Con el mentón apoyado sobre su mano, repreguntó, insistió en la cronología de los hechos, en el ¨tempo¨ de los aciagos sucesos, en la verídica sucesión de los síntomas, recapitulando luego con el paciente, lo que él había entendido hasta obtener la aprobación total de la veracidad del relato. Cada músculo de la expresión en su cara había iluminado sus facciones, ¡parecía estar en otro mundo! Raudo vino a mi mente el relato del doctor Watson en el ¨Enfermo interno¨: -¨Hágame el favor de darme un detallado relato de los hechos que lo traen perturbado… Sherlock Holmes había escuchado el largo relato con una atención tan intensa que comprendí que el caso había despertado en él un vivo interés¨. Le bastaron quince minutos para formarse una idea personal. Palpó  suavemente hacia la horquilla esternal y nos pidió repitiéramos su maniobra: había crepitación en el tejido subcutáneo evidencia de neumomediastino. Imperturbable, se volvió hacia nosotros diciéndonos. -¨¡Este paciente debe ser trasladado de inmediato al pabellón de cirugía…!¨

Boquiabiertos y confundidos nos quedamos todos… Uno de los presentes pensó para sí y luego me lo confesó avergonzado después, –¨Este viejito pedante esta tostado y pistoneando, sigámosle pues la corriente… -¿¡Por qué!? –todos ladramos al unísono-. -¨Vean jóvenes –nos replicó con suave y convincente voz-: Reconstruyamos la cadena de eventos que han llevado a este infeliz al lamentable estado en que se encuentra: Anoche bebió licor excesivamente y comió en demasía alimentos muy pesados y condimentados. Hace unas horas cuando despertó sentía acentuadas náuseas, y como si tuviera una piedra indigerible dentro de su estómago, vomitó varias veces, haciendo para ello un gran esfuerzo y en uno de esos intentos, ¡zas!, bruscamente le asaltó el intenso dolor…

No importando cuál sea la causa, es lugar común el que un severo y brusco dolor sea seguido de náuseas o vómitos: lo mismo da que sea un cólico biliar por atascamiento de una piedra en la vía principal, o aquel tan común motivo como golpearse un dedo con un martillo. La condición indispensable es que el dolor sea de suficiente intensidad como para estimular los centros del vómito en el tallo cerebral. Por ello, cuando dolor y vómito se presentan juntos, es habitual sin indagar mucho atribuir el vómito a la severidad del dolor, acuñamos entonces el clisé, ¨dolor seguido de náuseas y vómitos¨.

Es esta la razón por la cual no se diagnostica un raro accidente en el que el retraso quirúrgico puede significar la muerte del paciente. Este accidente es la rotura espontánea del esófago o síndrome de Boerhaave: Un trastorno documentado por primera vez por el médico del siglo XVIII, Hermann Boerhaave en 1724 –el Hipócrates holandés- y de quien recibe su nombre: es el caso que nos ocupa, donde por excepción, el vómito precede al intenso dolor, demostrándonos una vez más, que la medicina es una ciencia inexacta, pero no tanto… ¡si ponemos atención a los detalles!, y donde el orden de los factores, SI altera el producto. Recuerden jóvenes que ¨la singularidad es casi invariablemente una pista¨ – ¡Qué curioso –pensé-, lo mismo había dicho Holmes en ¨El misterio del Valle de Boscombe!-; además, el médico confiado en sus máquinas prodigiosas a las que atribuye omnipotencia y omnisciencia ha olvidado el legado de sus mayores: las reglas que sustentan su arte y especialmente una de ellas: ¡hablar escuchar y escuchar inteligentemente a sus pacientes! Recogiendo su maletín y dándonos las gracias por la confianza, giró sobre sus talones como si nada hubiera ocurrido…

 ¿¡Nada!? Habíamos sido sacudidos hasta los cimientos… Una radiografía del tórax mostró la anormal presencia de aire en una región situada en la línea media y flanqueada por ambas pleuras llamada el mediastino posterior: El aire deglutido, al favor de la abertura esofágica se había escapado hacia el compartimiento mediastinal. El cirujano reparó un desgarro en la porción inferior del esófago traído a escena por el acto violento del vómito…

Rememoré una vez más al detective Holmes en ¨La Aventura del Negro Peter¨ -¨Bien, bien -dijo bondadoso Holmes a Stanley Hopkins, detective de Scotland Yard-, todos aprendemos con la experiencia, y la lección que de este caso usted debe sacar, es que nunca hay que perder de vista la alternativa…¨.

¨Al igual que muchos artistas, Holmes vivía de su arte¨, escribió el doctor Watson. Mi maestro también era un artífice del arte -diría yo-; la medicina es más arte que ciencia; el diagnóstico, el aspecto más intelectual de la medicina, tendrá por tanto, más de arte que de ciencia. Para ser más artista que científico, el médico deberá vivir su arte a tiempo completo, en lo humano, en lo espiritual y en lo intelectual…

(Copiado de mi libro, ¨Primum non nocere¨ -Primero no hacer daño-, Sociedad Médica Clínica El Ávila, 2004. p. 767-769).

¨ Escuchen a sus pacientes, ellos te están diciendo su diagnóstico¨.

William Osler

 

 

La revista médica permite la autocrítica y la heterocrítica, cosa infrecuente en la práctica privada donde solemos ser dueños y señores de nuestras aproximaciones, diagnósticos y conductas; aprendemos a ser juzgados en público, aprendemos con dolor de nuestros errores, esos que otros nos ponen de manifiesto; además, permitimos a nuestros estudiantes identificarse con nuestros simples métodos, prepararles para vencer el miedo escénico, adquirir el vocabulario médico que nos distingue y procurar la organización de sus ideas al momento de referirse a la condición del paciente. Pero, ¡muy importante!, durante la revista médica debe inculcarse «El principio de la duda», siempre dudar, nunca estar del todo seguro pues es la única forma de no ser inflexible, autoritario o prepotente, lo que a su vez, es un antídoto contra el equívoco…

Les invito a presenciar un ¨round¨ con dos cardiólogos líderes, Valentín Fuster, MD, PhD, director del Hospital Mount Sinai Heart y Herschel Sklaroff, Profesor de Medicina y Cardiología en la misma institución, en el documental ¨Making Rounds¨ en pacientes críticos en la Unidad de Cuidados Coronarios del Mount Sinai Hospital. Les recomiendo presenciar sus agudas y prácticas observaciones a la cabecera del enfermo, ¡todavía no todo se ha perdido…!:

 https://www.youtube.com/watch?v=8LZJz7GtJA0

Al observar a estos médicos en acción interactuando con sus pacientes, residentes y enfermeras en medio de una parafernalia de instrumentos hijos de la técnica más depurada, enfermos invadidos con catéteres y cables, pantallas que reflejan a color curvas y ondas de la interioridad que nos subyugan, y ruidos pi-pi-pi, bip-bip-bip, parecen mostrarnos con simpática nostalgia que la rehumanización de la medicina actual radica en la rehabilitación de la palabra, del verbo como instrumento de diagnóstico y de terapéutica, y de paso, la reivindicación del cuán simple es escuchar para el oído cultivado, cuán fácil es ver para el ojo entrenado, cuán fácil es interpretar y realizar simples maniobras semiológicas a la cabecera de los pacientes en sus lechos de miseria para quien conoce qué hay que hacer y cómo hacerlo, señalándonos de paso cuán importante sigue siendo esta herramienta del arte, la semiología, la más útil e indispensable herramienta del clínico, por encima de cualquier tecnología…

Elogio de las perlas clínicas: La importancia del relato simple en medicina…

  • Cuando la enfermedad tiene un lenguaje…

¿Qué cómo conocí a Purísima Doncellil?

Alianzas de amistad fraterna me liaban a sus padres desde que eran solteros. Hasta algún ¨arruchadito¨ le cambié alguna vez cuando no me quedó otra opción. Le vi hacer gorgoritos, presencié su errático gatear y sus primeros pinitos, la observé también hacerse una señorita y vestir sus primeros sostenes, asistí a la transmutación en adolescente de figura esbelta y grácil, sonrisa espontánea de perfecta y alineada dentadura, cutis de melocotón, mirada vivaz tras largas y negras pestañas… Era, la “niña-de-mis-ojos” de sus orgullosos padres. Muchas veces me lamenté ante ellos por la sobreprotección que le conferían. “Es la única hembra entre seis varones”, se justificaban jubilosos. Sin ser pediatra, en ocasiones le examiné por naderías. Por esas naderías que expresan más la inseguridad parental que una real enfermedad de los hijos. Siempre muy sana, delgada; pero sana… Y así fue como el tiempo pasó y Doncel Exinanido, su vecino y noviecito desde los catorce años se transformó en su esposo. Beneplácito de las dos familias. La abrazamos contentos como si se tratara de una hija y brindamos por su felicidad. Al regreso de la corta luna de miel, de inmediato se marcharían a Norteamérica. Él haría un posgrado en administración de empresas; ella, en educación preescolar. Acongojado, presencié el duelo de sus padres, por no tenerla más en el hogar y por saberla lejos…

A poco de su partida, enfermó… Una dispepsia no ulcerosa le fue diagnosticada: No hacía sino vomitar todo cuanto comía, perdió peso en forma considerable, su tez palideció, estaba insomne e inapetente, un dolor de cabeza persistente se entronizó en sus días y sus noches, sentía intensa fatiga y abulia, como a quien se le ha drenado la sangre y con ella el espíritu vital. Se entretuvo también un diagnóstico de síndrome de fatiga crónica ¡usted sabe, una enfermedad como los zapatos de platabanda, horribles pero ‘inn, para tipificar lo que no entendemos o no conocemos! Se le asociaron ataques de pánico: una sensación de muerte cierta, o la convicción de locura, con su corazón yéndose al galope en desordenados latidos y su respiración que no le alcanzaba, sus piernas que no le sostenían y un insoportable y ominoso hormiguillo que le llenaba manos y pies.

Un permanente “mareo de tierra”, en el que su cuerpo parecía vacilar como si estuviera en un bote a merced de las olas. ¡La desestabilización total! En seis meses estaba de vuelta en Caracas, con una extraña dolencia que había resistido el embate de la tecnología gringa, que rechazaba toda taxonomía y rehuía su desvelación… Muy a mi pesar, la tuve esta vez como mi real paciente y la visión que de ella tuve, me llenó de profunda tristeza y compasión: La magrura de su porte, sus ojos sin brillo, los feos barros que empedraban sus mejillas, sus labios mustios, pálidos y agrietados, su dentadura opaca y su cabello sin brillo, círculos oscuros alrededor de sus ojos simulando un antifaz de carnaval triste, la cara enjuta y amarilla que recordaba aquella facies miasmática de los palúdicos crónicos… peor aún, la alegría de campanita, que era su contraseña, había huido de su ser…

 

La examiné remirado, pues esta vez sí que parecía estar enferma. No quería encontrarle nada malo. ¡La veía muy mal; pero no había pista alguna que denunciara la enfermedad enramada! Como parte de ese examen clínico integral a que todo paciente tiene derecho, le miré el fondo del ojo. Dirigí el intenso rayo de luz blanca a través de su pupila y me acerqué tanto como pude, tratando que el círculo de luz llenara ese espacio también circular, a través del cual miramos el mundo: la pupila. ¡No existe un examen en medicina que requiera de más cercanía entre un médico y su paciente que la oftalmoscopia! Podía oír sus respiraciones contenidas y atáxicas, y seguramente, ella las mías. Se resistía al examen, no me dejaba observar, giraba bruscamente su cabeza como por fuerza de un resorte que la disparaba al lado opuesto. ¡Fue cuando lo comprendí todo!:

Quedamente, tratando de colmar mis palabras de respeto y comprensión, le pregunté, -“¿Se ha consumado tu matrimonio, Purísima…? Fue entonces, cuando Purísima me lo dijo todo sin decirme nada: gemidos entrecortados y borbotones de lágrimas desesperados me dieron la razón. Una infinita pena por seis meses represada buscó su desahogo natural: Lágrimas de amargura. Un decir sin decir nada, un inculpar sin inculpar a nadie, un inmenso tormento sin un confidente a quien tender los brazos anhelantes… ¡Purísima era todavía virgen! Se habían casado creyendo que el matrimonio era jugar a mamá y papá. Ambos habían escogido, irreflexivamente, la pareja ‘ideal’, la que la trampa de sus inconscientes les ofreció. Doncel, a despecho de su juventud, era impotente; ella, tímida sexual. Una relación platónica para un fracaso mil veces presagiado…

En “La aventura de la Finca de Cooper Beeches”, Sherlock nos dice, “Es frecuente que el hombre que ama su profesión por ella misma, saque sus más vivos deleites de las manifestaciones menos importantes y más humildes de la misma”

 Tal vez no de un moderno ecógrafo, menos de una tomografía por emisión de positrones, quizá sí, de un humilde oftalmoscopio para mirar, más que ver, para ejercer a plenitud el arte de la fina observación, de «pequeños-grandes detalles» que no necesariamente tienen que ver con el ver… Para quien mira a través de un oftalmoscopio —el instrumento idóneo para asomarse al interior del ojo— verdades directas y objetivas le serán desveladas. Hasta allí, todos estamos de acuerdo. Sin embargo, cuando se dejan flotar al máximo los sentidos, emergerán otras piezas de diagnóstico que yo llamo “secundarias”, verdades accidentales, no relacionadas directamente con el ver. Secundarias, no porque sean de menor importancia, sino porque están mimetizadas o escondidas y sólo son identificables, cuando el cerebro está programado para percibirlas. Nacen del cultivo de la capacidad ‘observadora’ de otros sentidos. Son imponderables advertidos sólo por el que está concentrado en lo que hace, por ello, Holmes solía decir que “el arte de observar es impersonal, pues está más allá del que observa”.

Al mirar el fondo del ojo podemos percibir el hálito alcohólico, el aliento dulzón del diabético muy grave o el urinoso del urémico, o algún hedor nauseabundo nacido de senos paranasales enfermos; podemos escuchar el silbido del bronquio herido del fumador abusivo o del asmático oprimido; o ruidos traqueales o bronquiales que expresan secreciones represadas; o movimientos anormales y espontáneos de los ojos, vedados a la mirada desnuda por su escasa amplitud; o los ansiosos suspiros del hiperventilador; o la detención periódica de la respiración de Cheyne-Stokes del enfermo con daño cerebral, con su crescendo subsiguiente; o ruidos metálicos de las prótesis que han suplido la función de válvulas cardíacas enfermas y disfuncionales; o el aumento del tono simpático del angustiado o hipertiroideo, que desorbitan sus ojos al pedírseles fijar su atención en un objeto distante; o el movimiento de la cabeza sincrónico con el latir del corazón del insuficiente de la válvula aórtica, donde la sangre se devuelve contra natura…

Purísima no podía cooperar al momento de la oftalmoscopia: Nunca pudo hacerlo desde niña. ¡Era extraño que, de casada, todavía no pudiera tolerar la pe-ne-tra-ción de la luz! Abrigamos la sospecha y en ciertos casos como el presente hemos logrado comprobar que en algunas mujeres, por lo general jóvenes, la imposibilidad para colaborar al momento de mirarles el fondo del ojo, puede representar un fenómeno vicario o sustitutivo de la llamada angustia de penetración: Echada boca arriba, la habitación en penumbra, el estrecho acercamiento a que obliga el procedimiento, la percepción de la respiración del médico muy cercana al oído, completan el ambiente para evocar, la fantasía inconsciente de la desfloración, y de allí, los fuertes cabeceos de rechazo y ese lagrimero… Al regreso de la luna de miel, cuando se ha vivido la realidad con el objeto amado, la fantasía de destrucción se disipa, y la joven ya no retirará nunca más la cabeza…

¡Lo reconozco, es pura imaginación! pero, -“¿Cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad?” decía Sherlock en “La tragedia de Birlstone”…

 Elementary, my dear Watson!

 

  • A la zaga del signo revelador…

 

“Dios está en los detalles”.  A. Warburg

 

El objeto del diagnóstico es la acción; el del diagnóstico precoz el adoptar lo más pronto posible todas las medidas que puedan estar indicadas para curar, aliviar, prevenir o limitar las complicaciones de la enfermedad. Se entiende por signo, ¨El fenómeno, carácter o síntoma objetivo de una enfermedad o estado que el médico reconoce o provoca¨; si el signo evoca de inmediato un diagnóstico o domina en importancia a otros que simultáneamente concurren en un paciente dado y focalizan la atención hacia un determinado aparato, órgano o sistema, se designa como ¨signo rector¨ o ¨signo-señal¨.

En la Viena del Siglo XIX, el internista Josef Skoda (1805-1881) trabajando en simbiosis con el patólogo Karl von Rokitansky (1804-1878), puede aceptarse que desarrollaron y pulimentaron el diagnóstico anatomoclínico; uno diagnosticaba y el otro comprobaba: vale decir, uno diagnosticaba mediante el exclusivo uso de los sentidos y el otro ¨viendo por sí mismo¨ en la mesa de autopsias, comprobaba o rechazaba la presunción diagnóstica. De esa forma contribuyeron al fortalecimiento de la observación del hecho clínico mediante signos privilegiados, indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles, objetivamente evidenciables e inequívocamente patológicos relacionados con la enfermedad dominante en un paciente dado, que obedecían a un número muy limitado y concreto de causas…  Quizá un medio de comunicación entre el hombre y la maravilla de su Creador: el cuerpo humano, un privilegio divino, una vía de comunicación que debería continuar cultivándose hoy día, en tiempos alejados de la candidez y más cercanos al pragmatismo maquinal.

Siempre me encantaron y me esforcé por conocerlos, buscarlos y aún más, enseñarlos a mis alumnos, adelantándome y ganándole al dictado de la máquina diagnóstica, tan distante de la mirada médica en este ahora, tan gobernado por la tecnocracia como está, y que no es otra cosa que esa mirada médica tan particular e inquisidora que tiene un sentido y una trascendencia, una mirada que transforma el síntoma en signo, espontáneo diferencial consagrado a la totalidad y a la memoria; mirada calculadora también, acto que reúne en un solo movimiento, el elemento y el vínculo de los hechos clínicos entre sí, una mirada sensible a las diferencias, a la simultaneidad, a la sucesión y a la frecuencia; ¿acaso se me permitiría llamarlo ¨ojo clínico¨…?

No es que yo quiera considerarme el último romántico de la semiótica… hay tantos otros como yo que lloramos ante la pérdida de un bienhadado bien; parece que ya nadie siente pasión por poseerla; parece que el conocimiento ¨pret-a-porter¨, se impondrá por sobre la fina orfebrería del diagnóstico; parece que esta vez las máquinas nos ganaron la partida y debo retirarme siempre enseñando mi arte adonde todavía la observación y el contacto cercano son vitales; tal es en el ejercicio de las relaciones entre la visión y las funciones cerebrales, la neurooftalmología, donde no reconocer o confundir el minúsculo signo señero, equivale a no acertar el diagnóstico y a condenar al errabundo paciente a buscar otro médico, otra ¨última esperanza¨…

Y sólo saben enseñar siempre los que nunca dejaron de aprender.

 

  • La soberanía del signo clínico…

 

¨La teoría calla, o se desvanece casi siempre en el lecho de los enfermos para ceder el puesto a la observación y la experiencia¨, ¡eh! ¿Sobre qué se funda la experiencia y la observación, si no es sobre la relación de nuestros sentidos? ¿Y que serían la una y la otra sin estas fieles guías?¨ [1]

 El paradigma indiciario o adivinatorio de Carlo Ginzburg en su saber cinegético, nos muestra la enfermedad como presa y el médico como cazador… Por miles de años el hombre fue cazador… En el curso de incontables lances aprendió a reconstruir la forma y los movimientos de su invisible presa mediante huellas en la tierra, ramas rotas, excrementos, mechones de pelo, plumas desprendidas, pesos, colores, rumbos y olores estancados, más de las veces irrelevantes a los ojos del profano… Aprendió a oler, registrar, clasificar e interpretar trazos infinitesimales como rastros de baba… Aprendió cómo ejecutar complejas operaciones mentales a la velocidad del rayo en la profundidad de los bosques o en las llanuras de escondidos peligros… Desde esos rústicos cazadores, un rico contingente de conocimientos ha pasado con la tradición oral a través de generaciones. Este conocimiento se ha caracterizado por la habilidad de construir a partir de datos experimentales una compleja realidad que no fue experimentada o visualizada directamente. ¨El cazador habría sido el primero en ‘contar una historia’ porque era el único que se hallaba en condiciones de leer, en los rastros mudos (cuando no imperceptibles) dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos¨. En ausencia de documentación verbal para suplementar las pinturas en la piedra, podemos depender del folclore que trasmite un eco para aprender del conocimiento acumulado desde esos remotos cazadores, que elaborados por el observador producen una secuencia narrativa: “alguien pasó por aquí…”

[1] Corvisart, Nicolás (1755-1821), médico del Emperador Napoleón Bonaparte, fundador de la cardiología científica.  Prefacio a la introducción del libro de Auenbrugger –sobre la percusión-: Nouvelle méthode pour reconnaltre les maladies internes de la poitrine (París, 1908). p-VII.

 

En el año 2000 y en la Academia Nacional de Medicina de Venezuela definimos el sentido de Perla de Observación Clínica, cuando escribimos, ¨Se entiende por perla de observación clínica un hecho, caso clínico o hallazgo observacional, que, por mérito propio y consolidado por el tamiz del tiempo, en razón de su presencia permite un diagnóstico positivo, un constructo excepcional o constituye una pista que conduce a él¨.

¿No tiene esta definición de «perla» el aroma de Sherlock Holmes, su sagacidad y su ciencia dispuesta a reconocer minúsculas pistas y descifrar su enigmático lenguaje? De pequeño leía con fascinación sus aventuras sin poder atisbar, claro está, la influencia que tendrían en los años por venir en mi transitar como médico sobre cuerpos machucados por la saña de la enfermedad. ¿Qué iba yo a saber que su figura compendiaba a los grandes observadores de nimios pero reveladores detalles del entorno, desplegados y contenidos desde no se sabe cuándo, en cándidas observaciones orientales envueltas en la tradición oral y en textos impresos en pergaminos y folios amarillentos de épocas remotas:

Desde el Talmud de Babilonia: Tratado del Sanhedrín (cerca de 200-500 años a.C.); el Nigaristán: Muin-al-din-Juvani (1335) y Thomas‐Simon Gueullett (1683–1766) con sus ¨Soirees bretonnes¨; los Tres Príncipes de Serendip del Peregrinaggio de Michel Tramezzino (1557), reconocido por Horacio Walpole y cuya carta a Horace Mann contiene la primera referencia a la serendipia, catellanización de la palabra inglesa serendipity, para designar la sagacidad accidental; el Zadig, lector de pistas, de François Marie Arouet (Voltaire) (1694-1778); el clínico de filigranas Joseph Bell de Edimburgo (1837-1911), su pupilo, Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) y el propio Sherlock Holmes, su creación literaria, y… por último, el mismísimo Sir William Osler (1849-1919) de quien se dice fue influenciado por la lectura del Zadig de Voltaire…

En estos textos de kirghiz, turcos, tártaros, judíos y persas en el Peregrinaggio, se relatan siempre bajo el mismo ritornello: las historias de tres hermanos que encontraron un hombre que había perdido un camello o en otras versiones un caballo, y hasta una vaca. Ellos lo describieron sin titubeo: blanco, ciego de un ojo, sin un diente, con dos alforjas de cuero de cabra, una llena de vino y otra de aceite, o una llena de trigo y otra de miel ¿Le habían visto? ¡No! Les acusaron de robarlo y fueron a juicio: por medio de miríadas de inaparentes detalles habían reconstruido la apariencia de un animal que nunca habían visto, sus virtudes, sus defectos y su carga… Accidentes felices, un prodigio de observación fina e intencionada, pues en medicina todo o casi todo, depende un vistazo inteligente, de un instinto feliz, de un chispazo revelador.

¡Bienaventurada sea la observación!

En este orden de ideas, tal vez sea el momento de recordar el pasaje de Voltaire, ¨Zadig o el destino. Historia oriental¨[1] donde encontramos una extraordinaria pieza de observación cuyo protagonista es Zadig -del árabe saadig, el veraz-, un joven rico y poderoso, quien debido a las ingratitudes de los hombres se retiró a una casa de campo a las orillas del Eúfrates y allí buscó la felicidad en el estudio de la Naturaleza, ese gran libro abierto por Dios ante los ojos de los hombres.  Allí estudió las propiedades de los animales y las plantas, y en muy poco tiempo, adquirió una sagacidad que le hacía observar millares de diferencias, allí, donde otros sólo uniformidad veían. “Mi trabajo es conocer cosas. Me he entrenado a mí mismo para ver lo que otros pasan por alto”, -Sherlock Holmes, en Un caso de identidad.

 Leamos un prodigio de observación, el Zadig de Voltaire en su cuento filosófico, ¨El perro y el caballo¨:  

¨Cierto día paseándose junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, seguido de muchos oficiales de palacio: todos parecían poseídos de la mayor inquietud, y corrían a todas partes como hombres extraviados que andan buscando lo más precioso que han perdido. -¨Mancebo -inquirió el principal eunuco-, ¿visteis al perro de la reina?¨. Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido ha poco, cojea del pie delantero izquierdo, y tiene las orejas muy largas. -¨¿Con que la habéis visto?¨ -dijo el eunuco fuera de sí-. -¨No por cierto -respondió Zadig-; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna¨.

Aconteció también por aquel mismo tiempo que por un capricho del acaso se hubiese escapado esa misma mañana de manos de un palafrenero del rey, el caballo más hermoso de las caballerizas reales, y andaba corriendo por las vegas de Babilonia. Iban tras de él, el montero mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra. Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. -¨Ese es el caballo -dijo Zadig- que tiene el mejor galope, cinco pies de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de tres pies y medio de largo, las cabezas del bocado son de oro de veinte y tres quilates y las herraduras de plata de once dineros¨. -¨¿Y qué camino ha seguido, donde ha ido? ¿Dónde está?¨, preguntó el caballerizo mayor. -¨Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído hablar nunca de él¨.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que Zadig había robado el caballo del rey y la perra de la reina; condujéronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio en la fría Siberia. No bien hubieron dado la sentencia, cuando aparecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, por haber dicho que no había visto aquello que en realidad sí había visto. Primero pagó la inevitable multa, y luego se le permitió defender su causa ante el consejo del gran Desterham, donde dijo así:

 

¨Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Oromazes, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como os voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido hacía pocos días. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina. En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que, paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia.  He aquí, me he dicho para mí, este caballo tiene un galope perfecto. En una senda del camino que no tiene más de tres pies y medio del centro del camino, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de tres pies y medio, que con sus movimientos de derecha a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una bóveda de cinco pies de altura, estaban recién caídas las hojas de sus ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía cinco pies de alzada. Su freno debía de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice un ensayo. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros¨.

Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran del dictamen de quemarle como hechicero. Fueron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas de oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, -¨¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perra de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!¨

 

  • La semiótica y Sir William Osler.

 La semiología o semiótica es la disciplina que aborda la interpretación y producción de los síntomas. La semiología médica, el estudio de los signos y síntomas de las enfermedades, muchos de ellos extraídos sobrepasando la opacidad de la piel para traerlos al claror de la interpretación pues no hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente de lo enunciable: La inspección, percusión, auscultación y palpación sirven a estos propósitos y dan la bienvenida al estudiante de medicina después de sus años básicos o preclínicos y le preparan para este cometido; es cierto, es el inicio de un camino no siempre liso, que nunca habrá de terminar porque la medicina es conocimiento incierto opuesto al conocimiento de las cosas inertes, y su objeto el hombre enfermo, según Dumas, es demasiado complicado, abarca una multitud de hechos harto variados, opera sobre elementos demasiado sutiles y en exceso numerosos, para dar siempre a las inmensas combinaciones de las cuales es susceptible; la uniformidad, la evidencia, la certeza caracterizan las ciencias físicas y matemáticas.

[1] http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/voltaire/zadig_o_el_destino.htm

Como a cualquier otro internista, la figura de Sir William Osler (1849-1919) impregnó el pensar y hacer de mi generación y podría decirse que él aún pervive en el mundo de la medicina académica. Mis profesores y mis lecturas así me lo pregonaron y me lo siguen proclamando. Fue la persona que más influenció el mundo médico de habla inglesa y sus enseñanzas permearon a todas las escuelas de medicina del mundo occidental. Sus publicaciones totalizaron más de 1.500 producto de su curiosidad innata, observación cuidadosa, paciencia y asiduidad, así como un ojo observador y una mano presta para registrar sus experiencias. A menudo solía decir que el éxito del que había disfrutado no era debido a su genialidad, antes bien a su capacidad en poner manos a la obra.

Dedicado a sus maestros canadienses, él sólo completó un texto de medicina de 1079 páginas, corrigió las pruebas e hizo el índice en sólo 16 meses, para transformarlo en el más popular y conocido de su tiempo por más de treinta años, ¨The principles and practice of medicine¨ publicado en Nueva York por D. Appleton and Company en 1892; realizó personalmente y registró en detalle más de mil autopsias naciendo en su mente la correlación de la medicina de cabecera al lado del enfermo con los hallazgos patológicos o medicina anatomoclínica, jugando un rol preminente en la creación de la Escuela de Medicina Johns Hopkins conjuntamente con William H. Welch, William Halsted y Howard Kelly formando un brillante equipo algunas veces llamado como el de ¨los cuatro grandes¨, que se constituyó en el estándar de oro de la educación en la América de su tiempo. Quién podría dudar de su habilidad como maestro de ese alguien en quien la educación y el ideal puro eran las fuerzas movilizadoras de la pedagogía.

Por cierto, en los tempranos días de la oftalmoscopia, el procedimiento era considerado por casi todos los médicos como provincia de la oftalmología; de acuerdo a de Schweinitz fue Charles Norris conjuntamente con los esfuerzos de William Thompson, S. Weir Mitchell y el propio William Osler quienes en conjunto convencieron a los médicos de Filadelfia acerca de la necesidad de realizar un examen ocular sistemático en todos los pacientes…

 

Sus enseñanzas alcanzaron el pináculo a fines del siglo XIX e inicios del XX, épocas en que la medicina científica moderna se estableció en contra del misticismo y verdades parciales que habían evolucionado por cerca de dos milenios desde tiempos de griegos, romanos y egipcios. Quizá su mayor legado y aquella acción por la cual quiso ser recordado, fue la de llevar a sus alumnos a aprender a la cabecera del enfermo como nunca antes se había insistido haciendo énfasis en el paciente como ¨texto de estudio¨, cuando hoy día, en tiempos de sofisticadas herramientas tecnológicas el paciente está presente solamente bajo la forma de unos pocos mililitros de sangre o líquido, varios gramos de tejido o una lámina radiográfica donde se inscribe en tonos de grises el drama del enfermo en ausencia de su persona y aún una simple e insulsa receta para complacer.

«No deseo más epitafio que la mera inscripción en mi tumba, que enseñé a mis alumnos medicina en las salas del hospital».

 

  • La perla médica y su oriente magnífico…

 Cuenta una leyenda que cuando los ángeles lloran, sus lágrimas caen al fondo del mar y se convierten en perlas. Dentro de las grandes civilizaciones y religiones antiguas las perlas personificaban la virtud, la sabiduría y el poder. En el relato clínico que nos ocupó al inicio, a no dudar, en la construcción intelectual del diagnóstico, un sutil hallazgo oftalmoscópico no relacionado directamente con la oftalmoscopia, un cambio en el orden de los factores, reluce como una perla, con ese ¨oriente¨ al cual se refería mi padre barajando entre sus dedos esa joya por la que sentía especial atracción y que regalaba a mi madre en demasía y vistiendo él mismo, una negra en su corbata: En las perlas de color claro no otra cosa que su brillo nacarado, un inimitable y sutil juego de colores presente en su superficie, y en las perlas de color oscuro, el sobre-tono y su atractiva iridiscencia; y por analogía, en las perlas clínicas, no otra cosa que verdades contundentes escondidas dentro de la hojarasca del discurso o en un área milimétrica del cuerpo apenas perceptible y soslayada con el mensaje no leído a ella implícito. La perla simboliza pues una preciada y afortunada pertenencia, un algo muy valioso que llevada a las más elevadas posesiones del espíritu alcanza su más legítimo esplendor.

En 1997, elegido Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela, organismo donde concurren médicos de las más diversas tendencias y especialidades, en algún momento pensé que las asambleas se harían menos monótonas, menos tediosas y más atractivas si se pudiese incluir un segmento corto, de unos 10 minutos de duración, donde se presentara algún hecho médico significativo, ¨un fascinoma¨, cierto síntoma clínico determinante, un signo-señal o alguna condición clínica, donde no se aceptaran preguntas, y al que sugerí designar, ¨Perlas de Observación Clínica¨. Contendrían uno o más casos donde se demostrara la importancia del relato simple, del hallazgo revelador que, además, culminara con un mensaje, una moraleja o un colofón.

Elaboré y envié las reglas para normarlas. Fue aceptado de inmediato por la Junta Directiva y así se me informó mediante oficio N° 2000/17, del 20 de enero de 2000. Desde el inicio tuvo y ha continuado teniendo la entusiasta acogida de toda la asamblea. Ahora, bajo nuevo reglamento se ha extendido a 15 minutos y hay lugar para 15 minutos de preguntas. Estas cortas sesiones suelen transformarse en artículos para nutrir la Gaceta Médica de Caracas. Más adelante, se amplió el concepto surgiendo también Perlas de Observación Humanística, Perlas Históricas y Perlas de Observación Científica. Hasta el presente he presentado y publicado en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la Academia Nacional de Medicina, un total de 43 de ellas; dos adicionales fueron presentadas, pero esperan para ser escritas y publicadas: (1). ¨La momificación en el tiempo y las momias del Doctor Gottfried Knoche¨; y (2). ¨Vitrubio, Fibonacci y Paccioli: El Jorobado de Notredam y neurofibromatosis de von Recklinghausen, El Hombre Elefante y síndrome de Proteus¨.

En homenaje a mi perseverancia en la presentación de estas Perlas de Observación Clínica a lo largo de las sesiones de la Academia, en mayo de 2012, mi dilecto amigo y académico, Individuo de Número Sillón IX, el doctor Otto Rodríguez Armas, bondadosamente me regaló una perla de las llamadas hanamadas o perfectas, proveniente de Mikimoto, el imperio del cultivo de perlas más grande del mundo en la bahía de Ago, al sur de Tokio, fundado en 1898 por Kokichi Mikimoto, el rey de las perlas, y que a su vez le fuera obsequiada en Japón por el profesor Shouichi Sakamoto en un congreso mundial de ginecología.

En su honroso concepto, más la merecía yo que él…