Elogio de la amputación…

…Les recordamos  hijos–como alguien dijo-, que regresar es el motivo de todo viaje…

Somos tantos los amputados… Alguien diría que es inmemorial a la humanidad. Los pueblos derrotados e invadidos crean la mayor cantidad de amputados, pero no esos que usted supone, sin brazos ni piernas, sin un ojo… sino aquellos a quienes les han sido amputados sus afectos, las raíces y las ramas de un árbol vigoroso para volverlo débil y tiñoso, especialmente cuando la edad cuenta…

Mostraba mi padre en su espalda pequeñas cicatrices lineales dispersas. Eran tiempos de la dominación otomana en su amado Líbano. Las magras cosechas que podían serle reclamadas a la tierra agreste, eran escondidas bajo la tierra para preservarlas de los zorros y especialmente de la rapiña invasora. Los más jóvenes eran torturados para que revelaran los escondidos sitios de acopio. Apretó los dientes, nada reveló cuándo el ferrete incandescente cimbró su cuerpo y quemó su carne inocente.

Desesperados los padres buscaban cómo aventar a sus hijos, como disecar la carne de su carne en aquel dolorosísimo proceso de separar lo inseparable, para enviarlos allende los mares y salvarlos así de la barbarie. Jóvenes promisorios que en amplia y dolorosa diáspora se diseminaron por campos afectuosos o mezquinos, y muchos como mi padre llegaron a esta tierra de gracia, besaron su suelo y se hicieron tierra de la generosa tierra conjuntándose con su gente y sus costumbres. No supieron de la muerte de sus padres ni de la suerte de sus hermanos.

Las comunicaciones eran tan exiguas que las separaciones eran verdaderas amputaciones harto traumáticas. Traían en sus alforjas deseos de trabajar, de hacer patria en patria ajena, de ayudar a su familia lejana. Los de su raza eran gente sana, industriosa, inteligente, duros y dispuestos para el trabajo sin pausa y de vida austera, que venían al país sin un centavo en el bolsillo pero con cinco mil años de ventaja en el arte del comercio, ese legado de antiguos navegantes fenicios, arriesgados y batalladores, y en razón de ello, pronto eclipsaban a los nativos.

Su vocación de trabajo y sus vidas sobrias permitió a esos como mi padre ahorrar y financiar, no sólo los estudios de sus hijos, sino los de sus sobrinos que habían quedado en ¨su tierra¨ y de innumerables ahijados que adquirieron mi mamá y él, entre sus paisanos, inmigrantes europeos, y nativos, a quienes dieron y mucho, sin intereses malsanos y sin ser requeridos.

Lágrimas de amargura pujaban por brotar de sus curtidos ojos cuando nos contaba que salió a escondidas al puerto evitando la guardia otomana para abordar un barco como polizón y no pudo despedirse de sus hermanas ni recibir la bendición de sus padres en el puerto de Trípoli que en la antigüedad había sido centro de la confederación fenicia que conformaba con otros distritos: Tiro, Sidón y Ruad. Mucho tiempo después se enteró con dolor que cayeron víctimas de esa pandemia que fue la gripe española de 1918 que solo en un año mató entre 50 y 100 millones de personas. Después vendría el batallar en tierra, costumbres y lenguaje extraños, todo, facilitado por la acogida bondadosa y desinteresada de los habitantes de un pueblecito casi que no reseñado en el mapa, Guayabal del Estado Guárico, donde encontró una mujer insigne y fiel que le acompañó por más de sesenta años y que fue mi admirada madre.

Pero además de todas esas virtudes que adornaban a los libaneses, aunque tenían fama de avaros, eran por lo contrario, también muy caritativos. Lo que muchos ignoran es que venían de una cultura de carencias en la que aprendían a guardar un equilibrio entre la abundancia y la escasez: Durante la cosecha se consumía lo necesario y se guardaba el excedente. Era la cultura de pueblos semíticos como árabes, judíos y fenicios. Allí adquirieron un alto sentido del ahorro, que como dijimos era visto como codicia, sin que se llegase a comprender que su sistema metódico en el aspecto económico obedecía más a la necesidad de mantener un respaldo monetario en un país desconocido, que un puro afán de lucro.

Quizá por eso mi padre clamaba en sentido figurado que le dieran a Venezuela para gobernarla ¨un año¨, para hacerla productiva y ordenada, para sembrar doquier seriedad, felicidad, prosperidad y justicia para todos; y especialmente honestidad y compromiso. A Dios gracias se fue hace muchos lustros y no alcanzó a atisbar los negros nubarrones que se arremolinaban en el poniente debido a la incuria de muchos venezolanos y que finalmente desembocó en la borrasca comunista de nuestros días… que, borrasca al fin, con absoluta seguridad se extinguirá en su propio accionar… ¡Quién sabe cuándo!

Ahora somos nosotros, sus hijos, los que vivimos la invasión extranjera, suerte de ocupación otomana agavillada donde se conjugan cubanos, rusos y chinos aupada por Chávez y sus sucesores, que dispendiosos y sin consentimiento traicionaron y regalaron la patria y malbarataron sus riquezas. Hemos sido echados de lado, perseguidos por no pensar igual, por aspirar al mérito y a la excelencia, por ser fieles a la palabra empeñada y al juramento prestado. Legiones de mal vivientes han sido lanzados a las calles para secuestrarnos y matarnos, para hacer el país invivible, para sobre la base de amputaciones forzarnos a abandonar el país en nueva diáspora de jóvenes íntegros, bien formados, inteligentes que, a su vez, echarán raíces en predios desconocidos. Deseamos para ellos la mayor suerte y el mejor de los éxitos, pero al mismo tiempo les recordamos –como alguien dijo- que regresar es el motivo de todo viaje…

En el hogaño se repiten tiempos de ocupación extrajera, cubana para más señas, regalado el país a traidores, de sapos, ladrones y asesinos y sus métodos de amedrentamiento del colectivo para hacerse del poder omnímodo, y que les han sido útiles por más de medio siglo en aquella isla de la infamia, injertados en esta tierra que mi padre admiró y nunca se cansó de agradecerle, para que la triste diáspora se repita en sentido inverso.

Ahora perdemos parte de nuestros cuerpos, se nos amputa la carne por desgarramiento, nuestros hijos huyen con nuestra aprobación cuando temen cada segundo por sus vidas y por la culminación de sus metas, y de paso nuestros nietos se llevan parte de nuestro corazón desecho sin que sepamos cuándo será el último encuentro, el último abrazo, la última caricia, el último beso… Pero al menos sabemos que en tierras extrañas sus derechos humanos y ciudadanos les serán respetados y podrán –como mi padre-, echar fuertes raíces y emprenderán una nueva vida llevando las enseñanzas de su hogar bajo su piel y transparentándolas en sus acciones.

Por tanto, nos conforta el poema  de la Hermana Teresa de Calcuta:

Pero no se crean que esto se queda así… Ustedes, traidores, ya son ¨periódico de ayer¨. Les derrotaremos sin armas, con la verdad, con el deseo sincero de hacer una Venezuela digna y próspera para todos los venezolanos sin ningún distingo, donde se respete y se promueva la excelencia, la jerarquía del espíritu y el poder del intelecto en beneficio del bien común, seremos como el mito del ave Fénix que renacerá de sus cenizas con toda su gloria y será símbolo del renacimiento físico y espiritual, del poder del fuego, de la purificación y la inmortalidad con la virtud de sus lágrimas curativas.

Por ello muchachos tengan fe, ustedes regresarán a un país decente, nos encargaremos de que así sea…

 

 

 

 

 

 

 

Elogio de la Bachelet…

¡Bienvenida doctora! Usted es la Alta Comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y ocupa el cargo honorífico de presidenta de la Alianza para la Salud de la Madre, el Recién Nacido y el Niño de la Organización Mundial de la Salud; yo solo soy un viejo médico venezolano, trajinado al través del dolor de pacientes de un hospital público durante 58 años de ejercicio profesional, inmune al retiro, docente nato de esa, la medicina clínica que usted, mujer médica conoce, esa que muestra compasión y empatía ante el más necesitado, esa que busca con los sentidos dónde nace la queja, esa que intento trasmitir a mis alumnos, jóvenes, todos muy jóvenes alevines que llevan dentro de sí la pasión por ser útiles a todos, pero en particular a los niños, embarazadas y ancianos.

Déjeme decirle con todo respeto, que aquí, en MI país, muy pocas personas le tienen en estima, piensan que ya usted hizo su mente, que tiene temor de enfrentar a las izquierdas que le apoyan y decir la verdad pura y simple, aunque urtique a los poderosos. La institución a la cual usted pertenece ha mostrado un desdén glacial ante el drama que nos consume; un pobre país rico, un pobre país miserable sin comida, sin luz, sin agua potable, sin medicinas, con epidemias surcando a sus anchas y sin contención todo el territorio nacional, con una pobre medicina para miserables. Su presencia aquí, no debe ser mediatizada por intereses políticos que tratarán de confundirla, aunque imagino que bien sabe qué ocurre aquí; tampoco por sus convicciones ideológicas las cuales respeto; usted puede hacer la diferencia o no hacer ninguna, y no traer al conglomerado venezolano esperanza, antes bien, otra frustración más y la convicción de que usted simplemente, no puede ni quiere hacer nada. Recuerde que el Colegio de Médicos de Chile le otorgó una beca para especializarse en pediatría y salud pública en el Hospital Roberto del Río, especialidad en la cual no se tituló por razones personales. En sus fotos de Google nunca le he visto cargando un niño, pero imagino que ese amor maternal que le llevó a la pediatría, aún, ¡conserva toda la candidez dentro de su corazón…!

Quienes nos gobiernan no son socialistas ni comunistas, son un tinglado criminal. Viene a la expatria Venezuela, donde podrá presenciar con afligida nitidez la historia natural de enfermedades inclementes abandonadas a su evolución espontánea sin interferencias o trabas de inteligentes políticas públicas, dejadas de lado por la crueldad…

Acérquese al Hospital de Niños José María de los Ríos, centro de referencia nacional, no se deje llevar por intereses bastardos; si fuera posible, vaya de incógnito y de improviso, y vea con ojos misericordiosos, con ojos de madre, con mirada de pediatra comprometido, toque sus cuerpecitos y calme sus temores seguros de presentir el peligro de la fría guadaña de la muerte que les acecha: mire a sus colegas, los médicos comprometidos que han decidido luchar en el ¨aquí y el ahora¨ del país sin tomar sus bártulos y marcharse; impotentes, haciendo cabriolas terapéuticas donde nada hay, pero donde sí abunda el desdén, las armas y la delincuencia de cuello blanco y de camiseta y chores; vea niñas de apenas 12 años embarazadas recibiendo bonos del gobiernos, vea las madres desesperadas y sus retoños con desnutrición aguda, niños desnutridos y de muy bajo peso, con marasmo o kwashiorkor, que de sobrevivir, no podrán competir en la lucha por la vida y serán siempre lerdos, pasto de populistas; sienta el llanto ininterrumpido y agudo, ese que llega al alma, que parece decir, ¡no me quiero morir!, ¡no me dejen morir!, ¡hay dinero para armas, pero no para que a mí me impidan morir!

Otee en lontananza de este expaís, Venezuela, que una vez controló la malaria y hoy día no solo la estimula, sino que también la exporta a países vecinos y hermanos; mire como cunde el sarampión, la difteria, donde no existen vacunas y Edward Jenner mira horrorizado desde su tumba.

No sea aliada de una causa injusta, no se preste a apuntalar una dictadura inhumana y cruel; obligue a sus ojos de córneas turbias a ver lo que ya sabe que ocurre; a mirar lo que ya intuye; a olfatear el acre aliento de la miseria; háblele a sus oídos duros por la costumbre para que sientan el llanto del niño desnutrido, ese que tiene el tono de un pífano triste…

A los viejos déjenos morir con dignidad, hicimos cuanto pudimos y queremos ir a la paz de los sepulcros donde los paleros no roben nuestros despojos; reconcíliese con su alma de pediatra, y salve a los niños de la dependencia de un cerebro de bajo peso, de ser un lastre para todos, el resto de sus vidas… No los deje de lado, por favor…

Elogio de la culpa…, o ese sentimiento que nos corroe.

Todos los médicos –supongo-, cargamos sobre la espalda de nuestras memorias una lista grabada a hierro y fuego; nada menos que un recuento detallado de nuestros desatinos, errores y hasta de nuestros muertos con o sin una razón aceptable, con o sin imprudencia, impericia o descuido, con o sin interés o indiferencia… ¡Ah malaya!, que no tenemos ninguna otra con esos diagnósticos de filigrana que alguna vez hicimos, ni con esas intervenciones quirúrgicas exitosas de avanzada que realizamos, ni con la descripción de un nuevo signo clínico en la literatura nacional o mundial, o de algún hallazgo no descrito de alguna condición patológica trillada y trillada por tantos otros sin ver lo que vimos.

Sentimientos que nos corroen y que muchas veces surgen en medio de la noche; nos despiertan antojándosenos parecidos a aquellos viejos fantasmas pertenecientes al baúl oscuro de la infancia; aún, en aquellas que fuimos felices, cuando percibíamos que todo aquel miedo era casi verdadero…

Ese peso anímico que en ocasiones sentimos como ¨culpa¨, es el producto de la empatía humana y el misterio profundo de la enfermedad; sin él, no seríamos médicos y transitaríamos orondos y despreocupados por la vida. De todas formas, su presencia es como un peso que nos abruma, una costra que nos urtica, una presencia que nos recuerda… Abrazamos la medicina con el propósito de ayudar al hombre que sufre, propósito a veces casi olvidado, y luego de años dando lo mejor, de incesante trajinar entre aporreados por el destino, sentimos que no hemos cumplido a plenitud, que hemos fallado en el arte o en la denuncia de lo torcido. Puede ser culpa del ¨sistema¨, del Estado, de la situación actual o de cualquier otra cosa, pero ese sentimiento de frustración es real y personal para la casi mayoría de los médicos.

  • Testimonios dolorosos.

  • Tenía 19 años. Nuestra breve relación se inició después de la medianoche en que su madre se asomó con gran desespero a la emergencia de la clínica. Estaba yo de guardia. Más parecía ella la enferma que la otra, su hija. Único vástago de un matrimonio disfuncional, luego hecho añicos entre decepciones, recriminaciones e improperios. Quedó ella, presencial de aquella estira y encoge que no permite crecimiento ni maduración espiritual… Su aspecto era prepuberal, su palidez alabastrina, su cuerpo tan frío como sus manos, sus ojos verdes dejaban ver su sobresalto a través de sus párpados retraídos y sus pupilas ampliamente dilatadas mirando hacia la nada. Mostraba una dejadez plomiza, y como respuesta a mis preguntas, reiteraba que ¨iba a morirse…¨.

A mi entender médico, no se quejaba de nada concreto, siempre había sido saludable, hermética, lacónica y ensimismada; no existía el antecedente de una enfermedad previa, remota o reciente, de una condición viral precedente; nada le dolía en el cuerpo y su alma se resistía a ser explorada, expuesta, disecada… Tan sólo, la reiteración de que, ¨¡me voy a morir…!¨. Mi examen fue frustrante. Nada de qué asirme. Un laberinto inextricable sin un hilo de Ariadna. Nada de fiebre, taquicardia o hipotensión arterial. Una radiografía del tórax, electrocardiograma y exámenes de laboratorio eran transparentes y fútiles a aquello que la atormentaba: hematología, velocidad de sedimentación, glicemia, electrolitos, función renal, hepática y tiroidea me daban la espalda. Debía irme al hospital donde la revista de sala y mis alumnos me esperaban; era también un viejo hábito, un antiguo deber adquirido, un viejo mandato salido del compartir lo que se tiene, tan antiguo como la misericordia de los hombres…

La hospitalicé sin un diagnóstico, únicamente para observarla tomando una vena en previsión y dejando como ayuda y como excusa, el goteo lento de una inocua solución de dextrosa al 5%. No hacía sino pensar en ella; un ominoso pálpito me invadió a media mañana, y esa prisa interna se hizo acción, me llevó a excusarme con mis alumnos y raudo me regresé a la clínica. Su habitación, la 501, me recibió con cenagosa angustia. No parecía haber pasado nada durante mi corta ausencia, sus signos vitales inmodificados, su examen sin variante; desde su lánguida figura de Lladró me miró distante, desafiante y fría.

Mientras auscultaba su corazón pensando en mil diagnósticos diferenciales, comenzó a repetir, ¨¡me muero, me muero, me voy, me voy…! Su madre desesperada me pedía que hiciera algo. Entonces, entornó sus ojos, los ocultó bajo sus párpados y se le fue el pulso, el área precordial se hizo silente y no ausculté ruidos cardíacos; el músculo magnífico que riega la vida, se había detenido, y aquellos no eran tiempo de movilización, de un código azul, de resucitación cardiopulmonar de avanzada, del fogonazo de un desfibrilador entonces inexistente, la situación era pues crítica… Mientras procedía a un masaje cardíaco externo sin respuesta, salí al pasillo sin saber qué hacer y pidiendo un equipo de cirugía menor cuando vi de frente a mi querido amigo y gran cirujano cardiovascular, doctor José María Cartaya (†) saliendo del ascensor. Pedí su ayuda cuando la bandeja quirúrgica arribaba a la habitación de manos de una enfermera. Confirmó el paro cardíaco, se calzó unos guantes de látex, abrió el tórax con un rápido golpe de bisturí y comenzó a darle masaje cardíaco. No hubo respuesta alguna. Me dijo después que ¨el corazón de esa niña no tenía tono muscular, más parecía un trapo¨. Ante mi mirada impotente se me murió ¨saludable¨, químicamente pura…

En medio del padre ausente, llegaron amigos y familiares al lugar del infausto suceso, tan joven, tan sanita… ¡no podía ser…!  Uno era prominente diputado del Congreso Nacional y se dirigió hacia mí con las desconsideradas y consabidas palabras de amenaza que brinda el poder… Tal vez no tendría otras en medio de aquel desconcierto doloroso.  Para tratar de entender aquella absurda muerte y de paso salvar mi responsabilidad por mala práctica, ordené una autopsia legal y con mil reticencias, él consintió. La respuesta, ridícula como fue, vino escueta, ignorante y sin epicrisis al cabo de un mes: ¨nefrosis lipoídica¨; un viejo diagnóstico que ya ni se usaba. Ni siquiera se refería al estado del corazón, ni tan siquiera mencionaba las equimosis epicárdicas inducidas por el masaje que allí debían estar…

Bien sabemos que las autopsias legales dejan mucho qué desear en cuanto a rigurosidad técnica y profundidad diagnóstica, pero aquel no era un diagnóstico ni siquiera aproximado, tampoco una explicación coherente de la causa de su muerte. ¿Sería que realmente quería morirse…? ¿Sería que su realidad era tan dolorosa que la muerte era al menos una dulce liberación? ¿Qué secreto ignoto sería aquél que se llevó guardado y la aventó a la tumba…? Nunca lo sabría, antes ni después, pero aún guardo un atraganto íntimo, un sentimiento de futilidad ante esa misteriosa y abstrusa enfermedad que he rumiado por décadas en noches de oscura vigilia, así como la renuente explicación y un remedo de causa… Gracias a Dios que luego del penoso conticinio, los arreboles cantan la vida y se impone la serenidad… Es un peso abrumador que de tiempo en tiempo se me clava en la nuca como la bóveda celeste que se aposentó plomiza sobre los hombros de Atlas, y me recuerda que allí, está tan vivo como el primer día, como duelo no elaborado muy a pesar de haberlo verbalizarlo machaconamente en el diván psicoanalítico…

  • Era una negrita barloventeña de 22 años con un bulto en el centro del cuello que ascendía cuando tragaba, delgada, con expresión de susto, de ojos saltones, párpados ampliamente abiertos, sin parpadeo y manos tibias y sudorosas, a quien se había diagnosticado un hipertiroidismo primario o enfermedad de Graves, que tratada en forma irregular la llevó a perder mucho peso; adicionalmente, presentaba una severa infección dental y se esperaba su curación para realizar la cirugía ablativa de su glándula tiroidea, el único recurso de curación definitiva de entonces cuando no había tratamiento radiactivo, ese que también mengua ahora. Antibióticos y el antitiroideo de síntesis Tapazol® (metimazol) para bloquear la producción de la hormona tiroidea, estaba siéndole administrado en dosis terapéuticas, que asociado al Inderal® (propranolol), intentaba reducir su frecuencia cardíaca elevada y su ansiedad.

Una Nochebuena de Navidad, sin paz ni amor y como un relámpago en un cielo azul, surgió una ¨tormenta¨ o crisis tiroidea, la forma más extrema de presentación del hipertiroidismo, inducida por la brusca liberación de torrenteras de tiroxina libre (T4) y triyodotironina (T3) con disolución de grasas, aumento excesivo de energía térmica, fiebre de 41º C, profusa sudoración, aceleración de la actividad simpática, ansiedad, inquietud, agitación y comportamiento psicótico, taquicardia de 170 pulsadas al minuto, insuficiencia cardíaca congestiva y edema pulmonar resistente al tratamiento. Siendo que los hospitales venezolanos trabajaban sólo por las mañanas y la central de suministros solía estar cerrada durante las noches y días festivos –hoy día ni siquiera existen-, todo prenunciaba un desastre… El anestesiólogo, desde su casa, nos dijo que saldría de inmediato y auxiliaría a la paciente. ¡Cuestiones del infradesarrollo que aún persisten por apatía e indolencia de directores de hospitales, buenos para la negación de la realidad, culpables de tantas muertes…!

Digitálicos y diuréticos para apuntalar su corazón insuficiente salieron a relucir sin que hicieran mella en la fibra miocárdica agotada. Mi compañero de guardia me sugirió que hiciéramos una traqueostomía para restablecer la vía aérea permitiendo una adecuada función respiratoria y aspirar mejor el líquido que la ahogaba en tanto ¨mordiera¨ el digital en su miocardio –de por sí resistente en esas circunstancias-. Apenas pudimos conseguir un equipo de cirugía menor, pero no había traqueostomo, así que pensamos en realizar una incisión bajo el cartílago cricoides e insertar… ¡la camisa de un bolígrafo…! El anestesiólogo arribó tarde. En el ínterin, la paciente falleció, murió ahogada en aquel trasudado rosado y aireado frente a nuestras conciencias impotentes y sus ojos desmesuradamente abiertos, su mirada fija y denunciante, aún está allí, frente de los míos…

Aquellos ojos tan negros como paraparas, hablaban por lo que su boca no podía decir, que ante el sofoco pedían aquella desesperada de ayuda que no pudimos darle. ¡Todavía veo en mis ensueños aquella mano que se hunde en el mar embravecido de su propia tormenta…!

  • Un tercer paciente de 60 años, hombre relevante en el análisis político, la literatura, comentarista de televisión y escritor. La queja escueta, en apariencia nimia: Un simple y antiguo dolor en sus pies que había resistido diagnósticos y tratamientos de ortopedistas, internistas, reumatólogos y homeópatas. Nada parecía querer ayudarle. De tiempo en tiempo, viajaba y visitaba un exclusivo zapatero parisino para que con pieles de cabritilla muy suaves le confeccionara sus zapatos. ¿Era eso todo…? No más que eso; eso era todo, no había otra queja… Se jactaba de ser por otra parte saludable y no verbalizaba ningún otro malestar. Sus antecedentes familiares mostraban varios suicidios en sus cercanos afectos; su padre, amaneció un día colgado de una viga en su biblioteca…

Un mal día, de cielo plomizo y congestionado me llamó su esposa, mi amiga y paciente. Fríamente me comunicó que se había suicidado disparándose en la cabeza. Me visitó esa misma tarde en mi consultorio para agriamente echarme en cara y reprocharme mi incapacidad para prever aquella autolisis, de aquella desaparición autoimpuesta. Fuera de la simple historia narrada y su insatisfacción nunca revertida, ¿sería que el síntoma que lo lastimaba podía ser evidencia de severa depresión endógena enmascarada?, ¿sería que había expresado su intolerancia a la vida con ese síntoma tan simple, que le hacía, pensamientos adentro, apreciar y desear la muerte más que la existencia misma? Y todavía, a pesar del paso de los años, de la madurez que impone un ejercicio serio y meditativo de la medicina, por ahí anda su recuerdo como otro de tantos espectros insepultos dando tumbos en mi mente…

Podría seguir mi cantinela triste y ecolálica, pero sería mortificar las llagas de mis recuerdos y hasta quizá, las de mis desprevenidos lectores…

El médico y la culpa…

En su Diccionario de Psicoanálisis, Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, describen el sentimiento de culpa como «un término empleado en psicoanálisis que puede designar un estado afectivo consecutivo a un acto que el sujeto siente como autoreprochable y en el que la razón invocada puede ser más o menos adecuada. Por ej., remordimiento de un acto real o en apariencia absurdo o todavía con un sentimiento difuso de indignidad personal, sin relación con algún acto preciso del que deba acusarse».

Teniendo que ver el coloquio anamnéstico con el enfermo y la posibilidad de extraer la interioridad del alma y el cuerpo hacia el afuera para analizarlo y ponerle remedio, no siempre es empresa tan fácil… Examinaremos al enfermo con tanta profundidad y delicadeza como el conocimiento y la experiencia nos indique… Y tan a menudo, poco podemos hacer como no sea estar al lado del sufrido, pero además, nos será muy difícil atribuir toda la culpa de tantos errores al Estado, al gobierno, a la institución donde prestamos nuestros servicios entre tanto vemos pasar el crudo acontecer de nuestras vidas; siempre nos será muy difícil ver sufrir o morir a una persona a quien no correspondía, sobre todo cuando estamos preparados para reconocer lo que tiene, lo que hay que hacer, cómo hay que hacerlo y qué resultados esperar…

En cada caso adverso, sufrimos en silencio y con dignidad agravada nuestra suerte desdichada. Marcos Aguinis, en su Elogio de la Culpa, nos da una esperanza de redención al decir sobre ella, ¨Si bien cuando es excesiva resulta intolerable, su ausencia es más peligrosa: hunde al hombre al nivel de canalla¨, y nos pide que aprendamos a utilizarla. Los psicópatas, autores de los crímenes más aborrecibles, jamás sienten culpa, no tienen ley, no tienen memoria. Su libro nos permite creer en un orden posible y apuesta a que la humanidad piense de nuevo y valorice un elemento que tiene siempre a mano y que debiera utilizar a su favor: La culpa.

La frustración, tristeza y la culpa escondidas en las contenidas lágrimas del médico, son parte del servicio que brindamos al hombre que sufre… no podemos evitarlas por más fríos e insensibles como la costumbre nos haya trocado. Esa pesantez anímica que se traduce como ¨culpa¨ es producto de la empatía que ejercemos sobre los que se acercan a pedir nuestra ayuda en medio del arcano radical de la enfermedad; sin ella, quizá no seríamos médicos…

 

 

 

¨El médico compasivo¨

Ambrose G. Bierce (1842-1913).

Escritor, periodista y editorialista estadounidense

(Fábulas Fantásticas)

 

¨Un Médico de Buen Corazón sentado a la cabecera de un paciente aquejado por una enfermedad incurable y dolorosa, es­cuchó un ruido tras él, y volviéndose vio a un gato que se reía de los débiles esfuer­zos de un ratón herido, por arrastrarse fuera de la habitación.

 

-¡Bestia cruel! -exclamó- ¿Por qué no lo matas de una vez, como una dama? Levantándose, sacó al gato a puntapiés de la habitación, y recogiendo al ratón, compasivamente lo arrebató a sus sufrimientos retorciéndole el cuello. Requerido desde el lecho por los gemidos de su paciente, el Médico de Buen Corazón admi­nistró un estimulante, un tónico y un nutriente, y se fue¨.

 

Post scriptum 26.04.2012

 

Tengo otro sentimiento de culpa; otro enorme por mi enferma, más importante y más querida: Mi patria, la madre de todos. Hace muchos años intuí la que sería su dolencia; un viaje humanitario a la Cuba de los Castro a ver de cerca la ceguera que los aquejaba encendió alarmas en mi interior; como un atalayero pude ver muy lejos y claro; entonces apenas si daba muestras de su presencia. En el cuerpo de sus habitantes, vale decir sus células constitutivas, algunas parecían descarriadas, anaplásicas[1], y tal como en un tumor maligno, no solo tenían potencial de extenderse localmente a los tejidos vecinos, sino también para diseminarse con virulencia y violencia a otros órganos; no había que emplear un microscopio para verlas, podía detectarse a simple vista.

Inicié una labor de prevención que era lo único que podía hacer; avisar a otras células de mi vecindad del mal que se gestaba, escribir por la prensa, denunciar, tratar de crear una conciencia entre mis pares. No era lo mío escribir de política pero, como si fuera un pecado, eso fue lo que me decían que hacía. Antes lo mío era escribir de lo que sabe un médico, de prevenir enfermedades y hablar de sus tratamientos, dirigido en forma amena hacia el gran público; entonces recibía adhesiones, simpatías y estímulo. Ahora sucede que recibo amenazas, una tan despectiva como decirme ¨rata inmunda¨; no me dolió porque se escondió en el anonimato de un nombre ficticio.

Pero en esas dos palabras vi el odio de la anaplasia en su forma más primitiva y agravada. Pero más me dolió la indiferencia, el ser tratado de paranoide por mis pares, se miraban unos con otros esperando que ¨otros¨ hicieran el trabajo. ¡Qué impotencia! No tenía armas terapéuticas para contrarrestarlas y curar las entretelas de mi madre patria; esas las tenían otros que si podían arrancar el mal de cuajo, pero optaron por retirarse con discreción o disimulo, por no hacerlo por cobardía, entrega o indiferencia y dejaron crecer y consolidarse esas células anaplásicas que terminaron por originar ese enorme tumor, hoy día visible a simple vista y las metástasis que hoy vivimos y sufrimos…

Al momento de escribir este Elogio, los estudiantes, nuestros admirados estudiantes, aún no habían tomado el escalpelo que abriría el absceso aposentado en el cuerpo de la patria, ese del que ahora vemos drenar sanies: el antiguo humor purulento, sanguinolento y fétido propio de las células descompuestas, anaplásicas y armadas, que llevan la muerte en motocicletas o en gavillas de soldados comandados por hordas de generales que juraron defender a su patria, de cubanos infiltrados, pero que azuzados por apátridas y traidores han olido la sangre y se vuelcan contra las células de su propio cuerpo.

Ya la apoptosis tumoral del régimen se ha puesto en marcha e inició su cuenta regresiva, ahora hay que perseguirlos y sacarlos de sus escondrijos con sus aliados cubanos y recriminarles la maldad de su entrega…

¡Maduro y su camarilla de corruptos vendidos a Cuba, deben renunciar para que se instaure la decencia y el patriotismo perdidos…!

[1] Regresión de las células a una forma muy primitiva e indiferenciada, no más similares a sus congéneres.

Elogio del Odio…

El odio es la venganza de un cobarde intimidado.
George Bernand Shaw

La diferencia engendra odio.
Henri Beyle Stendhal


No honres con tu odio a quien no podrías honrar con tu amor.

Fiedrich Hebbel

        Empédocles (495-444 a.C.) destaca la existencia de cuatro principios del ser, los cuatro elementos: fuego, agua, aire y tierra. Todas las cosas se habrían formado por la combinación de esos elementos.

  Pero, Aristóteles (394-322 a.C.), mostró su inconformidad y le agregó otros dos elementos, a su juicio, esenciales para explicar la realidad: el amor y el odio. Ambos dan origen al movimiento de todas las cosas, pero, mientras el amor une, el odio separa… La amistad –dice Aristóteles- es el principio del bien; mientras que el odio –la discordia de Aristóteles- lo es del mal. ¨de suerte -concluye el estagirita-, que, si se dijese que Empédocles ha proclamado, y proclamado primero, el bien y el mal como principios, quizá no se incurriría en equivocación puesto que, según su sistema, el bien es en sí la causa de todos los bienes, y el mal, la de todos los males¨.

Durante los últimos y largos 20 años los venezolanos hemos sido atraídos para el odio; al menos yo, debo confesarlo, tonto no me percaté de la invasión de esta putrefacción… aunque suelo decir que todos los ciudadanos de esta nación, en algún grado, nos hemos envilecido, ahora vivimos en cada ocasión deseando mal a los que nos agreden y disminuyen; pero, pienso que por el bien de todos, es tiempo de cambiar…

Mientras oigo con lágrimas en mis ojos a André Rieu, su orquesta y el lenguaje feliz de su música; esa, que llega profundo al corazón, donde no caben malos pensamientos o acciones, pienso… Estoy cansado de tanto odio… Me he cansado de repetir que los venezolanos nos hemos envilecido; hemos sido atrapados por la diatriba desde el mismo día de la asunción al poder de quien sembró de abrojos y espinas este camino que ha conducido hacia la destrucción del país, ya casi completado… Yo, por supuesto no me escapé del contagio de tan inficionado morbo y, ¡pobre de mí!, ahora, tarde, es cuando he venido a caer en cuenta; quizá muy tarde y me ha hecho mucho daño…  Escribí y mucho, empleando epítetos, y adjetivos muchas veces insultantes o degradantes. Yo no había sido así, fui empujado visceralmente por una estrategia orquestada en oscuras mazmorras donde la suciedad de la cloaca contamina día a día el armonioso flujo de nuestras vidas…

   A nuestros conductores de la oposición el hablar le ha cogido sitio al pensamiento; Sir Thomas Browne (1605-1682) una vez dijo, «Pienso que el silencio no es la sabiduría de los tontos, sino que, bien administrado, es el honor de los sabios que no tenían la enfermedad sino la virtud de la taciturnidad», esa, llamada por Carlyle, el «talento del silencio…».

Recién me sucedió un acontecimiento que ha marcado mi vida y me ha demostrado que el odio es irreverente, descocado, agresivo y no conoce tregua. Mi cuenta en WordPress fue hakeada y destruida por la sinrazón del odio ciego: No conozco a mi hakeador, pero lo imagino en la oscura mazmorra donde sufre reclusión gozosa en su deleite de hacer daño… Lo perdono, tanto como al presidente ilegítimo y a su claque… pero, no soy yo quien debe juzgarlo; será obra de este mundo y de jueces dignos, no mediatizados, y aún, rendirá cuentas en aquel otro lugar desconocido del más allá…

 En días pasados comprendí mi error, precisamente con motivo del hakeo de mi blog en la red y las consecuencias que trajo aparejado, tuve que reunirme con personas que creía me odiaban y querían destruirme; entonces me di cuenta de que yo odiaba más que aquellos que creía que me odiaban. ¡que lección de humildad la que me prodigaron! Todavía siento vergüenza de mí mismo y de inmediato establecí los correctivos que me permitan enmendar mi equivocación…

Entendí que el odio o la animadversión, una intensa sensación de desagrado, está presente en nosotros desde que Adán el «hombre sin ombligo», fue creado y echado del paraíso, pero también vi con claridad que el odio no triunfa, que no es un bien en sí mismo, que es un sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo. Además, con la envidia, es la religión de los mediocres y no debemos, por tanto, albergarlo en nuestro ser porque es muy tóxico y destructivo, se reproduce y se extiende, por tanto, tenemos que cubrirlo de amor para neutralizarlo.

El odio no puede justificarse desde el punto de vista racional porque atenta contra la posibilidad de diálogo y de la construcción común. Es posible que las personas sientan cierta aversión sobre personas u organizaciones, incluso acerca de ciertas tendencias ideológicas como es el nuestro caso. Se puede presentar en una amplia variedad de contextos, desde el odio a objetos inanimados o animales, odio de uno mismo –aquel presente en forma protuberante en gobernantes en forma de una intensa sensación de desagrado que inconscientemente lo vuelcan sobre los gobernados destruyendo el equilibrio armónico de una nación y llevándolos –a veces- a la autodestrucción, u otras personas, grupos enteros de personas, la gente en general, la existencia, la sociedad, o todo.

    René Descartes (1596-1650), percibió el odio como la conciencia de que algo está mal, combinada con un deseo de retirarse de él. Baruch Spinoza (1632-1677), definió el odio como un tipo de dolor que se debe a una causa externa. Aristóteles (384-322 a.C.) por su parte, vio el odio como un deseo de aniquilación de un objeto que es incurable por efecto del tiempo. Por último, David Hume (1711-1766), cree que el odio es un sentimiento irreductible que no es definible en absoluto. Y en general, se considera al odio como lo opuesto al amor…

El odio y la envidia es la religión de los mediocres. Los reconforta, responde a las inquietudes que los roen por dentro y, en último término, les pudre el alma y les permite justificar su mezquindad y su codicia hasta creer que son virtudes y que las puertas del cielo sólo se abrirán para los infelices como ellos, que pasan por la vida sin dejar más huella que sus traperos intentos de hacer de menos a los demás y de excluir, y a ser posible destruir, a quienes, por el mero hecho de existir y de ser quienes son, ponen en evidencia su pobreza de espíritu, mente y redaños –fuerzas, bríos, valor-. Bienaventurado aquel al que ladran los cretinos, porque su alma nunca les pertenecerá.

 

 Y a rastras como ratas peludas, pasaron más de cuatro lustros oscuros, tiempos de amenazas ejecutadas, tormentosos, intransigentes y difíciles para unos, pero, paradójicamente y presenciando la destrucción del país, bienvenidos para otros; la patria se polarizó en dos toletes: viviendo bajo un mismo sol, bajo una misma historia, bajo una misma bandera nos dividimos como si fuéramos enemigos; pero parecimos ignorar que los opuestos son lo mismo, difiriendo sólo en el grado, y sabedores que los pares opuestos pueden ser reconciliados; aunque el amor y el odio son considerados antagónicos, situados en antípodas, el uno al otro enteramente diferente e irreconciliable, en la realidad no lo son.

Ambos son designaciones aplicadas a los dos polos de una misma cosa. Solamente odiamos aquello que amamos o hemos amado y nunca podremos odiar lo que nunca hemos amado. En una escala donde amor y odio antagonizan, en cualquier punto donde comencemos encontraremos más amor o menos odio, conforme ascendemos la escala; y más odio o menos amor conforme descendemos a las cercanías del infierno de Dante.

 

Miro el árbol de la vida de Graciela y mío:

Soy optimista a rabiar, fusionaremos voluntades en medio de la bulla que nos aliena, y en medio del vaho que nos asfixia la calma renacerá y reconstruiremos un mejor país con el auxilio de mucha de la fuerza que aún nos queda, la de nuestros hijos, la esperanza de nuestros nietos, el anhelo de nuestros conciudadanos y el recuerdo nítido de nuestros padres y maestros…