Elogio del síndrome del paciente devuelto…
Siempre quise llamar la atención de las injusticias que se cometían en mi hospital. Todas cayeron en el saco roto de la indiferencia. Viene a mi memoria una viejecita margariteña quien presumiblemente presentaba una nefropatía obstructiva que entonces requería una urografía de eliminación, el examen que supuestamente era el indicado. Tres veces se sometió a la paciente a un enema jabonoso para limpiar su intestino y tres veces, pero siempre fue devuelta del servicio de radiología sin que pudiera realizarse y fue egresada; nunca más supe de ella, pero todavía me corroe el sentimiento de culpa… Ello motivó el que escribiera un artículo que fue publicado en el Diario El Nacional de Caracas del domingo 12 de agosto de 1985, sin que tuviera ninguna resonancia entre médicos de la institución u otras, ni personas lectoras del periódico.
No obstante, periódicamente enviaba escritos al diario que eran publicados. Aunque eran otros tiempos de libertad, también eran tiempos de indiferencia: ni el director del hospital, ni los jefes de servicio ni mis colegas se abocaron a apoyar mis reclamos y, mucho menos, investigar ni ofrecer una solución… Tenía que existir una causa que fuera la responsable de todas las consecuencias…
Lo publico tal como fue publicado precisamente, un día domingo hace 34 años; por supuesto, las condiciones del país han cambiado para muy mal y estamos sometidos a la humillación permanente a que nos han sometido la pandilla criminal que mantiene el país secuestrado y en la indigencia…
- Imagínese usted sentado frente a su médico. Aquél, con el ceño fruncido revisa su historia clínica y con grave voz le comunica que debe ser sometido a una intervención quirúrgica por una condición clínica que puede poner en peligro el disfrute de su vida o aún llevarle a la muerte. De inmediato, usted se prepara psicológicamente para la inminente situación.
Echa mano de todas sus reservas psíquicas para vencer el temor al dolor, a la mutilación, al miedo de nunca más despertar de la anestesia, en fin, al diagnóstico definitivo, al nunca retorno…. Ya está usted en la camilla, en la antesala del quirófano esperando su turno para ser intervenido. Sólo una bata arrugada, un ridículo gorro y unas botas extrañas cubren su anatomía. Usted espera, vigilante pero atontado por el efecto de la medicación preanestésica. El tiempo parece haberse detenido… y de repente, usted es sacado de la sala de espera y llevado de vuelta a su cama sin haber sido intervenido, y sin ninguna explicación. ¿Y qué tal si esta situación se repitiera en más de una oportunidad?
Hace ya algunos meses, en un noticiario de una conocida televisora comercial de esta capital, se daba a conocer el drama -verídico o no-, de un paciente recluido en uno de nuestros hospitales docentes, que había sido llevado en varias ocasiones al pabellón de cirugía, siendo devuelto del mismo otras tantas por causas diversas, desde sus mismas puertas, sin que se le realizara la intervención proyectada y supuestamente necesaria. Ante su impotencia y sintiendo el terror que produce la posibilidad de la cercanía de la muerte, no le quedó opción diferente a la de recurrir a ese medio informativo como una peculiar manera de presionar en la realización del tratamiento que consideraba salvador e indispensable.
Es esta, sin lugar a dudas, una de las máximas expresiones de lo que he dado en llamar el “síndrome del paciente devuelto”, que en forma endémica y a lo largo de los años, se ha aposentado a sus anchas en la gran mayoría de nuestros hospitales públicos, sin que le reconozcamos o prestemos la importancia que se merece por acompañarnos en el diario trajinar como la sombra al cuerpo.
El origen o etiología de este síndrome iatrogénico, infamante y vergonzoso, está centrado en la indiferencia ante el dolor ajeno, la falta de amor por el prójimo sufrido y por el trabajo comprometido y la noción por demás errónea, de que el paciente “está recibiendo un favor, y debe comprender…” Por supuesto que, para su entronización, difusión y proliferación requiere de un medio o terreno propicio, crónicamente viciado e indiferente al dolor, pues sólo se le observa en los hospitales estatales donde el paciente “a nadie pertenece”.
Se describen, sin embargo, casos muy esporádicos en clínicas privadas, donde el paciente sí tiene su médico que sabiendo que debe velar por su clientela, suele protegerlo con ahínco. Estos casos, excepcionales, casi siempre tienen su explicación en acontecimientos de fuerza mayor que usualmente son rápida y favorablemente enmendados.
Su razón epidemiológica es la de una endemia “tácitamente aceptada”, interrumpida con mucha frecuencia por brotes epidémicos donde demuestra un desbastador genio de mayor o menor duración e intensidad, en curiosa dependencia con la proximidad de estallidos huelgarios o de períodos vacacionales (Semana Santa, carnavales, navidades, y “puentes” de toda laya), donde en el “argot” hospitalario se habla de la existencia de un “piloto automático” que toma por esas épocas, los comandos de la institución ante la desaforada estampida de su personal.
Por ser un problema cotidiano, donde no existen responsables ni sanciones y donde todos estamos en alguna forma comprometidos, el virulento y contagioso “éter” penetra todos los niveles nosocomiales, a la vez que alcanza un amplio espectro de variantes clínicas. En sus formas leves se traduce, por ejemplo, en que el infortunado enfermo hospitalizado “pierda su cita”, bien sea porque el médico tratante olvidó asentar por escrito la indicación en la historia médica, o porque no se realizó la preparación adecuada, o porque la enfermera pasó por alto la remisión a otros destinos, o porque no fue posible hacer que los camilleros vinieran a recoger al desdichado con la antelación requerida…
Pero sí por ventura, éste llegara a tiempo al sitio y hora convenidos, otros sinsabores podrían estar aguardándole. Puede suceder que el médico consultado no haga acto de presencia ese día, o que el radiólogo competente para esa exploración esté de vacaciones y no haya quien le supla, o que se fue el agua, o se dañaron los equipos, o estalló una tubería de aguas negras en el mismo recinto del pabellón de cirugía, o no había ropas adecuadas para vestir al cirujano o al paciente, o se dañó el aire acondicionado… Formas más severas incluyen la preparación previa del paciente para ciertas exploraciones o intervenciones: ayuno prolongado, ingestión de pócimas, enemas evacuadores repetidos, inyecciones, rasuración de estratégicas áreas anatómicas, ordenación de nuevos exámenes subalternos que no van a aportar ninguna información decisiva, devolución desde las consultas y aún del mismo pabellón quirúrgico, etc.
Todos estos inconvenientes se traducen entre otros, en un sufrimiento innecesario (dolor físico o dolor psíquico) no siempre apreciado por el médico, progresión de la historia natural de la enfermedad dejada a su evolución “casi espontánea” por períodos variables de tiempo, dilación en la toma de decisiones o en la intervención necesaria, prolongación de la estada intrahospitalaria en desmedro del racional aprovechamiento de la cama para otros pacientes y elevación del coste de cama por día.
La sintomatología que lo acompaña. comúnmente no es tan sonora como la del paciente descrito al inicio de esta nota. Manifestaciones clínicas “a bajo ruido” son la regla. La gran mayoría de las veces el paciente regresa a su sala, o a su casa en lo alto de un cerro, luego de haber ascendido incontables peldaños, frustrado y cabizbajo, casi enmudecido pero resignado, oyendo el ¿qué pasó?, fallido y desolado de sus médicos tratantes, o de sus inmediatos allegados, seguido del plañidero, “ahora habrá que esperar quien sabe cuántos días -¿meses?- para lograr otra cita”, y mientras tanto…
Las complicaciones del síndrome no guardan espera y divergen en tres vertientes que incluyen al propio paciente, el personal médico y paramédico y al estudiante de medicina. En el primero varían desde diversos grados de morbilidad física o moral hasta el mismo óbito. En los segundos, suele presentarse como un “fenómeno de adaptación negativa”, según el cual los sentidos se embotan, las jerarquías clínicas pierden vigencia, el alma se envilece, deja ya de sentirse el dolor ajeno como propio y la situación es aceptada como “normal” o al menos como “corriente”. En los terceros, la irresponsabilidad “peloteada” entre sus maestros y la institución, les es dada en herencia maldita, al igual que la despersonalización o “cosificación” del enfermo, el endurecimiento ante la tragedia ajena, y “esa agresiva ligereza” que muchas veces tiñe de vergüenza el acto médico.
Las causas perpetuantes del morbo radican en el absoluto déficit de organización de nuestros hospitales, que va mucho más allá de la carencia física o de la inexistencia o deterioro de aparatos simples o sofisticados. Esas instituciones nunca han funcionado alrededor del paciente como principio y fin de sus existencias y del acto médico en sí, sino que son pesadamente arrastrados en el tiempo por una “vis a tergo” cada vez más retrogradante donde no hay veredas ni metas. Nada funciona bien porque la institución hospitalaria así se lo haya propuesto. Nada de control de horarios o de adjudicación de funciones. Lo que aún marcha, o marcha a medias, tiene su explicación en que algún “excéntrico” siente la ingente necesidad de hacer las cosas lo mejor que pueda con lo que tenga a la mano, y de paso, dar un ejemplo con su acción.
El tratamiento primerísimo o profiláctico radica en la información y educación del paciente mismo sobre los derechos que le asisten, partiendo de que la preservación, mantenimiento y restitución de su salud, no es ni puede ser un “acto de beneficencia” como se cree aún en nuestras administraciones de salud en vías de subdesarrollo, sino que es un derecho constitucionalmente consagrado. Desafortunadamente, el mal aventurado enfermo, que nunca tuvo nada, se siente ya contento con un techo donde cobijar su dolor, una cama donde dormir, tres comidas al día, algún alivio a su sufrimiento y todo lo acepta pasivamente, aún la misma desaparición física…
El tratamiento curativo no puede ser otro que la extirpación radical de la calamidad, incluidas sus metástasis. El vigilar que todo funcione adecuadamente y en función del necesitado, y el que cada cual esté en el sitio que le haya sido asignado y con el cual adquirió un compromiso -no-impuesto, y de no ser así, echarlo fuera, ¡donde corresponde!, no importando su “color” político o la importancia de sus “padrinos”. La fijación de responsabilidades y la aplicación de sanciones, hechos tan extraños a nuestra realidad nacional actual, claman por sus fueros y no pueden ser postergadas indefinidamente.
Y para terminar, una plegaría final por la erradicación del síndrome, por la consecución -¿utópica?-de “una sola medicina”, donde la acción médica y paramédica no supedite su calidad ni enajene su efectividad al son del mejor postor. Que, como orfebres de antaño, los médicos de hoy sintamos, antes que nada, satisfacción y orgullo por el “arte final” que signa nuestro ser y nuestro hacer: La ayuda al sufrido, cualquiera que sea su posición social o económica, tipo de enfermedad o desenlace final de su dolencia, teniendo siempre presente y aplicando estrictamente la “ley de la madre”, precepto obligante mediante el cual nunca debemos hacer a un paciente lo que no haríamos a ella. Que todavía nos embarque la necesidad de realizar nuestro oficio con lo mejor de nuestras aptitudes y lo más acabado que nuestro arte nos permita, para así poder cumplir con la cuota de participación que nos corresponde en el proceso de desarrollo de nuestros hospitales, de nuestra sociedad y de nuestra medicina.