¿Acaso les conté de mi admiración por Sherlock Holmes…? La enfermedad facticia

Parte I. Un enigma hecho paciente…

De entre los llamados signos vitales: tensión arterial, pulso, respiración y temperatura, este último, por estar menos sujeto a cambios importantes inducidos por estímulos ya externos, ya psicogénicos, es un indicador simple, objetivo y preciso de la condición fisiológica del organismo. Por ello su determinación, asiste al médico en la estimación y la severidad de una condición morbosa, curso y duración, los efectos de un tratamiento y aún, como un medio para decidir cuándo una persona sufre de una enfermedad orgánica.

En condiciones de salud, a despecho de la temperatura reinante en el ambiente o de la actividad física, la temperatura es mantenida dentro de un estrecho rango. En una persona encamada, no suele ser mayor de 37. 2º C, no obstante, experimenta variaciones a largo del día: Una lectura de 36. 1º C en mañana al levantarse, es relativamente común, aumentando paulatinamente durante el día hasta alcanzar su más alta gradación, 37. 2º C, entre las seis y diez la noche, para luego descender lentamente hacia las dos o cuatro de la madrugada.


Los patrones febriles tienden a seguir esta pauta en sube y baja, propendiendo a ascender hacia el atardecer y a descender en horas de la mañana, donde hasta puede normalizarse. Se define como fiebre o pirexia a la elevación de la temperatura corporal por encima de los límites normales. Este fenómeno, es producto de un proceso de desajuste que toma lugar en una estructura ubicada en la porción basal del cerebro, el hipotálamo, y específicamente, en su núcleo supraóptico. El ascenso térmico es condicionado por la combinación de dos factores: Aumento de la generación interna de calor, y una reducción de su pérdida externa. Sustancias llamadas pirógenos o piretógenos —productoras de fiebre— pueden, bien, originarse en el propio cuerpo, como las llamadas citoquinas y entre ellas, las interleuquinas, interferones y el factor de necrosis tumoral—, o bien, provenir del afuera, en la forma un virus, bacteria, hongo o un parásito. Estos pirógenos estimulan, desde neuronas termosensibles localizadas en las cercanías de los vasos sanguíneos que bañan el hipotálamo, la liberación de una sustancia llamada prostaglandina E, que desequilibra el “termostato interno”, ese que impide que la temperatura ascienda o descienda a grados inconvenientes.
 
Diversos procesos que enferman, como infecciones, tumores malignos o reacciones inmunológicas determinan la secreción de citoquinas desde el macrófago, una célula defensiva de primera línea. La fiebre es un motivo de consulta harto común en la práctica médica. Buena parte de los casos obedecen a una enfermedad infecciosa, más a menudo, de origen viral. Siendo las enfermedades por virus autolimitadas, es decir, esas que se curan solas, la fiebre incomoda por pocos días y se esfuma espontáneamente. Otras veces, obedece a problemas de mayor envergadura, que ameritan una intervención terapéutica, particularmente cuando es producida por bacterias, parásitos u hongos, por un morbo maligno o granulomatoso, o cuando se trata de una enfermedad que inflama el colágeno, esa argamasa universal que rellena los espacios dejados entre las células.
 
Cuando la pirexia se prolonga por más de dos semanas sin que un examen clínico minucioso, ni análisis complementarios básicos, hayan esclarecido su causa o razón etiológica, empleamos el nombre operativo de síndrome febril prolongado de origen desconocido. ¡Desconocido y un quebradero de cabeza! Por algo es llamado “el coco de los internistas”, pues asusta la sola mención de su nombre. Pondrá a prueba el acumen del médico enfrascado en la búsqueda del culpable, su conocimiento, astucia, experiencia y paciencia, su tolerancia a la frustración, así como también, su talante y tacto en el manejo de la angustia dimanada del paciente y su entorno familiar. ¡Es posible que no exista otra situación en la cual la actitud total del médico, se asemeje más a la de un detective al husmillo del criminal…!
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Palmaria Ficta
[1]
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28 años, médica pediatra, menudita y jipata, había sido severamente disminuida por una fiebre prolongada de más de un mes de duración. Mucho dinero había gastado su marido, pero peor, el monto de expectación y sufrimiento por la incógnita de la causa escurridiza. Traslados de una clínica a otra, cambios de un médico por otro, punciones venosas para extraer su sangre hasta hacerlas desaparecer, y el corolario de su hacienda agotada…
 
El Hospital Vargas de Caracas la guarecería y sería su destino final… Se la veía taciturna y su escaso lenguaje era áspero y agresivo, justificándolo por «el trato inhumano y displicente de sus colegas, que nunca vieron con seriedad su caso porque no iban a cobrar honorarios…». Sus elevaciones térmicas no parecían guardar ningún patrón, presentándosele en cualquier momento del día y rebasando la cota de los 41º C, durante las cuales exigía airada, la inmediata presencia de un médico y algún antipirético para abatirla. ¡Traía consigo, más de una vez repetidos, todos los exámenes del mundo! La estrategia o plan de estudio no variaría mayormente del que se había seguido en otras instituciones: cuidadosa anamnesis investigando sitios de reciente visita, exámenes de sangre, observación de extendidos de la misma en una laminilla de vidrio, radiografías de todo recoveco corporal, cultivos de cuanto líquido circulante o excretado, tomografías del tórax abdomen y pelvis, ecosonograma del corazón, pruebas cutáneas y toda esa parafernalia que los libros señalan en tedioso flujograma. Había que echar mano de cualquier hombro solidario que quisiera colaborar cargando el catafalco de nuevos improperios…
 
En una junta médica con residentes y adjuntos más experimentados, se disecó su patografía, historia familiar, viajes, exposición a animales, ingestión de medicamentos, consumo productos lácteos crudos, niños que hubiera atendido y posibilidad de traspaso de algún extraño bicho. Se examinó el cúmulo de radiografías y exámenes… Salieron al aire las más extrañas dolencias productoras de fiebre y los argumentos más variados. ¡Se pedirían nuevos exámenes! ¡Qué mare magnum! Un zorro viejo sentado al fondo del salón de reuniones levantó la mano y con voz pausada proclamó su criterio. Con facilidad pasmosa, al tiempo que destruía argumentos, tejía la trama con hilos diferentes: Pidió mirar problema desde otro ángulo, concediendo gran valor a los pormenores, a las minucias, a las pequeñeces… ¡Todos parecían haber visto y hecho lo mismo! En «Un caso de identidad», Watson le hace notar a Holmes, – «Me pareció que observaba usted en ella, muchas cosas complemente invisibles para mí«. Sherlock replica, «Invisibles no Watson, sino inobservadas, usted no supo dónde mirar, por eso, se le pasó por alto lo importante… ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo… «.



[1]
Nombre sugerente del sujeto: Palmaria: Claro, patente, manifiesto.  Ficto/ficta: Fingido, aparente, imaginario.


¡He aquí a Voltaire y al doctor Joseph Bell hablando por boca de Doyle! Un reto a ver los hechos en el caso de Palmaria de una manera diferente… Recordé a mi maestro, el doctor William Hoyt, M.D. de la Universidad de California en San Francisco ante caso un complicado y no resuelto que había sido visto por los mejores neurooftalmólogos de Norteamérica e itineraba buscando ¨la candelita” del diagnóstico¨. «¡A ver Rafi —me dijo— nuestro problema aquí radica en preguntar lo que ellos no preguntaron, en ver lo que ellos no vieron, en pensar en lo que ellos no pensaron! ¡Al diablo con el montón de radiografías que trae consigo… allí de seguro que no está no la respuesta!». Veinte minutos de agudas preguntas, le bastaron para reconocer el sitio del entuerto y ponerlo de manifiesto con un sólo corte tomográfico que hizo pasar, exactamente por la madriguera donde el villano se escondía…
 
¿Qué ocurría con Palmaria Ficta? En “El Sabueso de los Baskerville”, Holmes nos dice, “El accidente más estrafalario y grotesco es el más interesante para ser examinado cuidadosamente, y el quid de la cuestión que parece complicar un caso, se convierte, cuando es debidamente considerado y científicamente manejado, en el único apropiado para resolverlo”.
 
¿Tal sería el caso de Palmaria…?

Parte II. El caso de la fiebre facticia…

¡Qué rompecabezas tan intrincado el de la fiebre prolongada de la colega Palmaria Ficta! Tantas y tantas exploraciones negativas, tantas falsas pistas, tantas esperanzas desvanecidas en la negatividad de nuevos exámenes, tantas frustraciones para todos… Aquel clínico, curtido en la praxis, zorro viejo que era, había dicho que se imponía replantear el problema desde una perspectiva diferente para poder asir la resbaladiza evidencia…

La tensión ambiental subía y subía como la fiebre de Palmaria, y ya casi que nadie quería pasar frente a su lecho en prevención de insultos y denuestos. -“¿Dónde más buscar?, ¿Dónde?” —preguntaron los residentes— –“¡Ya no nos queda mucho espacio dónde escudriñar!, -comentó el viejo pensativo-, tratemos de pensar como Sherlock lo hubiera hecho: ¨Tengo una vieja máxima — declaraba el detective—, cuando se ha excluido lo imposible, lo que queda, aunque improbable, tiene que ser la verdad…”; mi admirado amigo lo repite en “La Aventura de la Diadema de Berilo”, en “El Signo de los Cuatro”, en “El Soldado de Piel Descolorada” y en “La Aventura de los Planos de Bruce Partington”… ¡ Por algo sería!

-“Hemos excluido lo común y lo imposible a través del diagnóstico diferencial, ni con una autopsia resolveríamos el quid del problema — expresó con una pizca de cinismo— ¿Qué es lo que queda como improbable? ¡Allí debe esconderse la verdad!”. El avezado perdiguero pidió un deseo: ¡Denme media hora con Palmaria! Se fue cavilando a la sala y se apostó a una distancia prudencial, observando sin ser observado. No infrecuentemente, los médicos tenemos que establecer distancias tácticas con los pacientes para ser desprejuiciados y justos, más humanos, si se quiere. No apartó sus inquisitivos ojos de Palmaria, de sus manos, de la lamparita que descansaba en su mesa de noche, siempre encendida, de día y de noche. Entonces, Ficta bramó por atención. Su temperatura se había disparado más allá de los cuarenta grados centígrados. Al borde de la histeria, su madre corría desesperada sin saber adónde ir, como una gallinita asustada.

El viejo entonces se aproximó. Calmó la situación con su presencia y la examinó, ahora muy de cerca. Aunque Palmaria mostraba flaquera y palidez clorótica, su cara no exteriorizaba la impronta con que la enfermedad mordicante tatúa el semblante… Le pareció, que, como Arimaza el personaje de Voltaire, “Llevaba reflejada en su fisonomía la perversidad de su alma”.  Posó sus dedos compasivos sobre la muñeca derecha para percibir sus pulsadas. Las cuantificó en un minuto. La piel estaba fresca. En ese mismo momento, le pidió recogiera una muestra de orina para «analizarla«. De nuevo, llevó tranquilidad a aquel espíritu perturbado, le suministró dos aspirinas y cubrió su cuerpo con una cobija. Se llevó la orina y regresó en pocos minutos para observar efecto del antipirético administrado… -“¡Lo que presumía –dijo en sordo soliloquio, un caso de fiebre ficticia…!”.

Hasta en un diez por ciento de los casos de síndrome febril prolongado de origen desconocido, los pacientes pueden, ellos mismos, infligirse enfermedades, pueden producir falsas elevaciones de la temperatura. Muchos de estos enfermos con fiebre facticia o ficticia son mujeres jóvenes, cercanas a la profesión médica: doctoras, enfermeras, estudiantes de medicina o de enfermería… También hay niños que recurren a similar ardid para soslayar sus responsabilidades y no asistir a la escuela. Recuerdo en mis años de primaria haber oído decir que si uno se ponía un diente de ajo entre las nalgas sobrevendría fiebre y podría quedarse en casa “sacando cera”… Nunca comprobé el aserto en mí mismo. Hasta el presente desconozco la veracidad de este maquiavélico ardid. Algunas otras pacientes se infectan a sí mismas con bacterias o materiales contaminados; otras, idean extrañas formas para que la temperatura aparezca elevada durante la termometría. La lamparita que acompañaba a Palmaria y que presenciaba muda sus berrinches, parecía ser la pista que llevaría al origen de la inexplicable fiebre…

-“¿Cómo lo supo Maestro?” -inquirieron ansiosos los jóvenes-.

“Aunque siempre debemos presumir la buena fe en el relato del paciente, allá, en lo más remoto de sus cerebros, dejen un lugar para la duda… Al mismo tiempo, no idolatren, ni se fíen tanto del examen complementario, muchas veces hacedor de entuertos… ¡Ahh, el espejismo del examen complementario! ¡Tantos de ellos y tan complejos, lejos de ayudarnos, a veces nos opacan la luz de la razón…!

Recuerden jóvenes que la observación a “ojo desnudo”, es el más fino y viejo método de diagnóstico: Imbécil el médico o el paciente que piense lo contrario. Al momento en que el termómetro de Palmaria marcaba 40. 5º C, su piel estaba fresca y sus pulsadas eran de 82 en un minuto. Como ustedes bien saben, por cada grado de elevación térmica, el latir del corazón se acelera en unos diez latidos. ¡He aquí el primer hecho paradójico! Deliberadamente, la engañé pidiéndole una muestra de orina recién emitida para “analizarla”. A resguardo de su mirada, en el fondo de la sala introduje en ella el termómetro por espacio de tres minutos para registrar la temperatura. Debía equipararse a la temperatura oral, pero… ¡apenas llegaba a 37º C…! ¡Otra paradoja! La aspirina que le suministré, “descendió prontamente la temperatura”, pero a diferencia del verdadero febricitante, no produjo pizca de sudoración... ¡Una contradicción más! Por último, la lamparita… sospeché que era la clave de su enigmática fiebre, así que no perdí de vista sus manos: ¡Pude verla aproximando el bulbo del termómetro a la superficie caliente del bombillo y luego llevarlo a su boca! El calor hacía rabiar el azogue que, ascendiendo ficticiamente, arrojaba una errónea lectura… El enemigo había sido desvelado. No era un hongo, tampoco una enfermedad del colágeno, ni un absceso piógeno oculto, era una condición profundamente enraizada en su inconsciente, pasando así el origen de su “fiebre prolongada”, al campo de la psicodinámica…

Todos los médicos se sintieron muy ofendidos y disgustados. La Ficta había jugado al tonto con todos, debía pues dársele un castigo ejemplar. Hubo hasta quien propuso una “limpieza de sangre”, a la manera de la inquisición española. A los galenos, que inmaduros también somos, nos enerva que los pacientes hagan burla de nuestra “inventada majestad” … El viejo les atajó en el intento: ¡Se trataba de ayudarla, no de condenarla! Con su comportamiento sólo hacía patente su desesperado e inconsciente pedimento por un inmediato amparo. ¡Debemos ser muy cuidadosos! —les advirtió—, pues la confrontación del paciente con el hecho ficticio, puede a veces empeorar la condición mental y… ¡lo primero, es no hacer daño…! La palabra hospital proviene de una voz latina que significa “afable y caritativo con los huéspedes”.

Ser caritativo es amar al prójimo como a y uno mismo, es hacer como uno quisiera que le hicieran, particularmente cuando nos encontramos en situación de minusvalía de la carne y del alma, cuando no se tienen más riquezas ni parientes que el dolor, el desengaño y la soledad. Aunque los signos de nuestro tiempo, el poder y dinero, nos hayan transformado a todos en deshumanizados materialistas, no debemos olvidar que el acto médico es trasunto de amor. De amor expresado en cercanía, comprensión, sabiduría, tolerancia, empatía y fundamentalmente… compasión”.

Aquel médico era sabio y justo. Sabía que hemos venido a servir, y comprendía muy adentro, que cuando morimos nada material hemos de llevarnos como bastimento para el largo y enigmático viaje: ¿Para qué pues enriquecerse en el afuera y empobrecerse en el adentro? Aristocracia espiritual mediante el cultivo de la tolerancia es lo que necesitamos los médicos. Palmaria era una esposa maltratada como hay tantas. Con su perfecta engañifa, se tomaba vacaciones del sádico de su marido y le castigaba haciéndole gastar su bien amado dinero. No sabía cómo escapar de esa perniciosa relación sadomasoquista que le liaba a él.

Las curiosas dotes de intuitiva observación del viejo zorro, le permitió obtener mejores resultados que los procedimientos lógicos empleados por los otros. Era esa también una de las características que adornaban el genio de Holmes. No en vano Conan Doyle estuvo siempre impresionado por la singularidad de su maestro el doctor Joseph Bell para hacer diagnósticos, no sólo de enfermedad, sino también de las ocupaciones y el carácter de sus enfermos.

La simulación o malingering, es una situación en la que una persona falsea intencionalmente síntomas psicológicos o informes médicos; en una evaluación cuidadosa no se encuentra base para los síntomas. Es producida generalmente para evitar una situación indeseada (por ejemplo, ir a la escuela, ir a la cárcel) o para obtener beneficios deseados (por ejemplo, pagos por incapacidad). En este caso el paciente quería tomar venganza, pero no se encontraron las múltiples anomalías al examen y pruebas de laboratorio que se esperaban, confirmando la presencia de las bases emocionales para sus síntomas.



Los fenómenos emocionales implicados en el enfermar pueden comprender entre otros, conductas tales como la conversión y la simulación.

La conversión es una condición en la cual una persona informa de síntomas consistentes, por ejemplo, con una enfermedad sistémica o neurológica; en este trastorno, los signos y síntomas ocurren dentro de las áreas de control voluntario del sistema neuromuscular o de otro aparato o sistema (por ejemplo, incapacidad de usar el brazo derecho o la mano). Un examen cuidadoso no muestra evidencia de ninguna base física para los síntomas. El trastorno de conversión se asemeja a fingirse enfermo, con la presencia de síntomas, pero ausencia de resultados objetivos en el examen.

Por su parte, la simulación o enfermedad facticia –el caso de Palmaria Ficta- representa una situación en que la persona deliberadamente reporta síntomas que sabe que son falsos con el fin de obtener una ganancia secundaria; debe diferenciarse del desorden facticio con síntomas físicos, también llamado síndrome de Münchhausen[1] en el que el paciente intencionalmente produce síntomas y signos, algunos de los cuales pueden ser oculares (enrojecimiento e inflamación palpebral  simulando celulitis orbitaria, cicatrices palpebrales, y hasta lesiones  coriorretinianas), pero ningún órgano escapa como blanco…

A diferencia, en el trastorno de conversión, los síntomas que el paciente informa, cree que son reales. En otras palabras, en el trastorno de conversión, la descripción de síntomas inventados no es deliberada. La clave para entender la base subyacente del síntoma es que un conflicto inconsciente se convierte en un síntoma físico. Los desórdenes de conversión pueden ocurrir después de estrés familiar, laboral o ambiental, incluyendo abuso físico o sexual. A veces los médicos empleamos amobarbital durante la entrevista a fin de tal vez revelar el conflicto subyacente.

En el caso de la neurooftalmología como especialidad, ocasionalmente vemos casos de esta estirpe y como solemos ser demasiado organicistas, se nos cuelan entre las manos.  Los capítulos de libros especializados suelen tener uno sobre alteraciones funcionales de la visión; por ejemplo, el de Neil Miller, M.D., en el ¨Walsh and Hoyt’s Clinical Neuro-Ophthalmology¨ 4th edition, Volumen Five, Part Two, apenas 22 páginas están dedicadas a ¨Neuro-Ophthalmological manifestations of non organic disease¨...


[1] Síndrome de Münchhausen. El citado barón narró varias historias increíbles sobre sus aventuras. A partir de estas asombrosas y ficticias hazañas, que incluían cabalgar sobre una bala de cañón, viajar a la luna y salir de una ciénaga al tirarse de su propia coleta, se construyó un síndrome caracterizado por hechos increíbles.  Es una enfermedad mental y una forma de maltrato infantil. El cuidador del niño, con frecuencia la madre, inventa síntomas falsos o provoca síntomas reales para que parezca que el niño está enfermo…



Sin embargo, es un meduloso capítulo, pero también es una clamorosa denuncia de la poca importancia que le prestamos a la biografía y a los aspectos emocionales de la enfermedad; es el más corto de todos y se encuentra al final del libro, lo que me parece, es un indicio de la organofilia del médico y su dificultad para asumir la comprensión antropológica del ser humano enfermo…

El complejo caso del paciente ¨AA¨

Arnobio Acaudalado Araujo estaba hecho un diablo de puro bravo. Tuve uno de esos retrasos que de tiempo en tiempo un médico no puede evitar… Los visitadores médicos me dicen que soy un ¨profesional secuestrable¨, me sorprendo creyendo que es porque suponen que tengo mucho dinero, pero no, se me adelantan para decirme que siempre llego por la misma puerta y a la misma hora tanto en el hospital como en mi consulta privada. La puntualidad atenta tantas veces contra nuestro oficio… Por otra parte, hay pacientes que necesitan más tiempo que otros, bien por la complejidad de su problema, bien por la carga de ansiedad que traen sobre sí y que es necesario buscarle un desahogo; bien, por lo enrevesado de su condición patológica que hasta podría matarlo…

Se encontraba muy irritado y como un león enjaulado copiaba sus propios pasos una y otra vez, de aquí para allá y de allá para acá mirando continuamente su Rolex de oro macizo, como si las agujas fueran a moverse al acelerado ritmo que imprimía su prisa interna, ¡Prisa para nada…! Sacó su agenda electrónica y miró las citas de la tarde. En apretada secuencia mostraba más compromisos que horas del día.

Era una tarde mansa y soleada, en la que el Cerro Ávila en todo su esplendor, paciente y sin prisas, se exponía magnificente al través del amplio ventanal de la sala de espera. El pulmón vegetal, ese colirio refrescante para la vista y la mente de quienes por milagro de la relajación podemos transportarnos hasta él y percibir el suave aroma de sus hierbas, sus eucaliptos y la pacífica brisa que desprende de la mente esas tendencias tanáticas, tan dañinas… El escape del tráfago con sus arroyos rumorosos en caída libre peñascos abajo, el canto melodioso de pájaros silvestres y la Cruz de los Palmeros brillando allá arriba para consuelo del alma apesadumbrada…

Pero él no parecía ver el espectáculo que se desplegaba a pocos metros de su pujo; para él, cual miope imaginario, todo parecía borroso, como fuera de foco, pues hacía mucho tiempo que se había desinteresado por las cosas sencillas y verdaderas, por las bellezas de su propio entorno. ¡No había tiempo para esas necedades! – ¨¿Cómo es posible que este doctor me haga esperar? ¿Quién se creerá que es? En esta necia espera he perdido cientos de miles de bolívares fuertes, euros, dólares, por eso prefiero los médicos de Miami. Van al grano de los exámenes complementarios sin hablar tanta pendejada con el paciente…¨.

No imaginaba lo que me esperaba… Traspasó lívido el umbral de mi puerta; una ira pobremente disimulada lo embargaba, no fijaba la mirada en mis ojos y parpadeaba con insólita rapidez secándose la frente perlina y tragándose su boca seca. Me reiteró con el verbo la prisa que su aspecto traslucía. En sucesión y para comenzar profirió varias pesadeces que sin éxito trató de adornar ante mi cara acostumbrada. Casi no podía creer que yo le tomara algunos datos de filiación, que, a su manera de ver, bien hubieran podido ser tomados por mi secretaria para ganar tiempo e ir al grano y de inmediato.

Olvidaba que en la consulta médica todo tiene un sentido, un significado: conocer al otro al tiempo que se activa el contrato médico-paciente que propende a la sanación, de paso descubrir cuáles son las áreas de reparo donde aquél pueda indagar y luego ir a buscar al malandrín en su madriguera. Todo lo que el médico hace o deja de hacer tiene al unísono, una connotación diagnóstica y terapéutica mostrando calma ante la prisa del otro, trasluciendo sosiego ante las más crudas revelaciones del semejante, procediendo despacio cuando la propia prisa interna parece obligarnos a ir más rápido, escuchando con paciencia la impaciencia del entrevistado. En fin, hacer las cosas como deben ser realizadas. Tú y yo solos en humana comunión, como si no hubiera otros esperando….

Colocó tres teléfonos celulares en sucesión sobre mi escritorio… ¡Mala señal! –pensé-; se echó hacia atrás en el asiento, muy bien vestido: flux azul de tenues rayitas blancas, camisa beige de listas azules verticales y cuello de blanco impoluto, corbata con pintas modernas y nudo breve, suave perfume, uñas pulidas y esmaltadas, relucientes zapatos negros de moticas. No pudo mantener por mucho tiempo esa posición, se tiró hacia adelante sentándose en el borde de la silla y se vino hacia mí para apoyar un codo sobre mi escritorio, cuando con la otra mano golpeaba rítmicamente la madera simulando una cadencia de galope a media rienda. Así era él, un caballo echado al galope de la vida con su facies tiesa, moviendo los músculos de su cara al tiempo que músculos atávicos hacía que sus orejas también se movieran cuando fruncía el ceño.

Entre otros, alto ejecutivo bancario por no decir uno de sus dueños, ¡fiel creyente del Time is Money !, querido dinero que tendría que dejar atrás o de lado ante la urgencia de una enfermedad o cuando fuera llamado a definitivo juicio. ¡Qué lástima! Nada podría llevarse, ni tampoco presenciar las peleas a cuchillo de su familia por una tajada más grande.

Continuamente competía conmigo aún en momentos en los que le ofrecía consejos sobre su salud, siempre quería ganar demostrándome que el cigarrillo a él no le hacía daño, que el sobrepeso le daba un aire de vencedor y que no tenía tiempo para esa bobada que llaman ejercicio. Interrumpía la conversación a cada rato con un ¡perdón!, para oírse él mismo sus palabras… y cuando hablaba daba la impresión de encontrarse a kilómetros de distancia, pensando tal vez más en las citas perdidas que en su propia salud.

  Por cierto, Arnobio era un muestrario de enfermedades: ateroesclerosis coronaria complicada de infarto acaecido durante una discusión entre altos ejecutivos[1], triglicéridos y colesterol malo elevados, el colesterol bueno, muy bajo, hígado graso, ácido úrico elevado e hipertensión arterial mal controlada, porque desafiante me dijo, ¨yo no siento nada¨. Sus acompañantes electrónicos, no invitados e imprudentes, símbolos del estatus, chillaban desconsiderados en diversos timbres y a la vez: ¨Llámame más tarde que estoy con el médico¨ -decía- ignorando el aviso apagar el celular a la entrada del despacho. ¡Aquel hombre, en su grandeza inventada, movía a piedad y lástima! Arriesgaba su salud, su hogar y los pequeños placeres de la vida por ganar más dinero, por ser un hombre exitoso. Al examinarle no quiso quitarse los pantalones, aún menos se dejó realizar un tacto rectal, su índice de masa corporal y su circunferencia abdominal, tan sencillos en su búsqueda como son, gritaban de un malestar corporal no sintomático; por ahora, los 9/10 de su iceberg somático estaban sumergidos, y allí precisamente se cocinaba una tragedia…

Al escribir mis notas mostró una suprema impaciencia: casi quería saltar sobre mí, ocupar mi asiento y acelerar mis dedos sobre el teclado… Cuando le cobré, sonriendo en forma sarcástica extrajo unos pocos billetes de un fajo que traía en su bolsillo y al estricote los zumbó sin ninguna cortesía sobre mi escritorio; ¨Eso es para mí una propina¨ –masculló-.

Primera, única y última consulta… No hubo feeling, no hubo química, no hubo conexión, estaba muy defendido; en fin, minutos frustrantes para ambos; él los olvidaría de inmediato; a mí me harían meditar sobre mí mismo y mi circunstancia, porque podemos y debemos aprender de los pacientes, con sus triunfos, penas y dolores…

[1] Por cierto, el eminente cirujano escocés, John Hunter (1728-1793) era sufriente de una angina de pecho y hombre de pocas pulgas y por cualquier cosa se sulfuraba. Acaecióle que durante una discusión entre colegas estalló en cólera, se desplomó y murió en brazos de uno de ellos. Por cierto, que su caso trajo a la luz la fuerte influencia de las emociones sobre el corazón…

Arnobio era un fiel ejemplo de lo que Friedman y Rosenman[1] (1959) describieron como Personalidad tipo A, caracterizada por una intensa y desmedida ambición, fuerte competitividad, preocupación constante por las fechas límites, orientación decididamente competitiva, impaciencia, urgencia de tiempo, ira y hostilidad. Aquellas otras personas que carecían de esas taras, se les llamó de Personalidad tipo B; pues bien, de acuerdo a su estudio, en el tipo A, la incidencia de enfermedad coronaria era siete veces mayor que en los del tipo B. Desde entonces han aparecido artículos conflictivos sobre esta personalidad y su relación con enfermedad coronaria.

  En 1981 un panel auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud de USA[2] concluyeron que la personalidad tipo A constituía un factor de riesgo independiente, siendo de similar magnitud al correspondiente al tabaquismo, hipercolesterolemia o hipertensión arterial. En 1985 miembros del Multicenter Post-Infarction Research Group arguyeron que no había evidencia uniforme para sustentar la relación patógena de la personalidad tipo A o el efecto protector de la personalidad tipo B. La controversia creció en 1993 cuando Lachar[3] sugirió que el comportamiento propenso a enfermedad coronaria y el paciente tipo A, no eran sinónimos y no debían ser mirados como ¨orientados hacia el logro y considerados como trabajólicos (workaholic)¨; a la inversa, este tipo de comportamiento parecía incluir una reactividad fisiológica y emocional particular a situaciones desafiantes, especialmente aquellas que inducían a rabia, cinismo, desconfianza u hostilidad. En 1996, Denollet y cols.[4], introdujeron el tipo de personalidad tipo C como indicativo de fuerte factor de riesgo coronario y además relacionado con la eclosión de un cáncer al mostrar desesperanza, indefensión, sentimientos depresivos y respuesta al estrés con represión.

 Un nuevo tipo de personalidad denominada D, es aquella del paciente angustiado o ¨distressed¨, está marcada por las emociones negativas crónicas, el pesimismo y la inhibición social. Este perfil de personalidad se determina utilizando un cuestionario breve de 14 aspectos que mide la inhibición social y el estado global del ánimo. Los pacientes responden a frases como «soy una persona cerrada» y «me siento infeliz con frecuencia». Los investigadores descubrieron que los pacientes cardíacos Tipo D tienen tendencia a experimentar emociones negativas, a inhibir su expresión y un riesgo de muerte cuatro veces mayor  comparado con quien no la tiene y tres veces más de incidentes cardiovasculares como enfermedad arterial periférica, angioplastia o bypass, insuficiencia cardíaca, trasplante cardíaco, infarto del miocardio o muerte.

Asentaron, «Los pacientes Tipo D tienden a sufrir mayores niveles de ansiedad, irritación y estado depresivo en todas las situaciones y épocas y no comparten estas emociones con los otros por miedo a su desaprobación». Con independencia de los factores de riesgo médicos tradicionales, se halló que la personalidad Tipo D predice la mortalidad y la morbilidad en estos pacientes.

En 1999, Rozanski y cols.[5], revisaron en forma extensa el impacto de los factores psicológicos en la patogénesis de la enfermedad coronaria. Concluyeron que diversos estresores psicosociales mediaban la condición cardiovascular a través de un complejo de hiperactividad simpática que incrementaba la génesis de arritmias, actividad de procoagulantes además de favorecer una ateroesclerosis acelerada.

Por otra parte, Friedman y cols. ([6],[7]), sostuvieron que una modificación en estos rasgos de personalidad, podrían tener algún impacto en la recurrencia de un infarto. Sin embargo, en un editorial de The Lancet de 1981[8], se advierte que ¨realizar cambios sustanciales en pacientes con Personalidad tipo A, puede resultar en un descenso en su estatus personal, en el desempeño en el trabajo, en la estima de sus colegas y aún en el ingreso personal¨. Tal vez quiera todo esto decir que el tema aún necesita de alguna clarificación y que la personalidad tipo D ha desplazado al tipo A como factor dominante de riesgo para enfermedad coronaria.  

 

[1] Friedman M, Rosenman RH. Association of specific overt behavior pattern with blood and cardiovascular findings: Blood cholesterol level, blood clotting time, incidence of arcus senilis and clinical coronary artery disease. JAMA. 1959;169:1286-1296.

[2] Coronary-prone behavior and coronary heart disease: A critical review. The review panel on coronary-prone behavior and coronary heart disease. Circulation. 1981;63:1199-1215.

[3] Lachar BL. Coronary-prone behavior. Type A behavior revisited. Tex Heart Inst. 1993;20:143-151.

[4].  Denollet J, Sys SU, Stroobant N, Rombouts H, Cillebert TC, et al. Personality as independent predictor of longterm mortality in patients with coronary heart disease. Lancet. 1996;347:417-421.

[5]. Rozanski A, Blumenthal JA, Kaplan J. Impact of psychological factors on the pathogenesis of cardiovascular disease and implications for therapy. Circulation. 1999;99:2192-2217.

[6] Friedman M, Thorensen CE, Gill JJ, Powell LH, Ulmer D, Thompson L, et al. Alteration of type A behavior and reduction in cardiac recurrences in postmyocardial infarction patients. Am Heart J. 1984;108:237-248.

[7] Friedman M, Breal WS, Goodwin ML, Sparagon BJ, Ghandour G, Fleischmann N. Effect of type A behavioral counseling on frequency of episodes of silent myocardial ischemia in coronary patients. Am Hear J. 1996;132:933-937.

[8] Are we killing ourselves or not? Lancet. 1981; 2:669-670.

¿Y es que conocer toda esta gama de personalidades puede ayudar en la asistencia terapéutica de nuestros pacientes? La verdad es que como expresó el gran clínico francés Armand Trousseau (1801-1867), ¨No hay enfermedades, sólo enfermos¨, y que los modos de enfermar dependen de factores corporales, médicos, genéticos y epigenéticos, biopsicosociales y aunque a menudo se olvide o se niegue, del devenir patobiográficos de un sujeto en particular; por ello, aconsejo a mis alumnos elaborar sus historias clínicas teniendo en cuenta, además de los posibles hechos patológicos o intervenciones quirúrgicas, antecedentes familiares y personales patológicos, sus circunstancias personales. Buscar en detalles de la vida del enfermo las pistas que pudieran dar luces a la génesis de sus dolencias, premisa sin la cual no es posible conectarse con el enfermo tras la enfermedad y encontrar un tratamiento adecuado. En fin, adoptar una visión antropocéntrica de la medicina en la que todo gira en derredor del paciente y su circunstancia, una medicina personalizada que centra los diagnósticos y tratamientos en las particularidades biológicas, fisiológicas, metabólicas y patobiográficas de cada enfermo.