Elogio de la amputación…

…Les recordamos  hijos–como alguien dijo-, que regresar es el motivo de todo viaje…

Somos tantos los amputados… Alguien diría que es inmemorial a la humanidad. Los pueblos derrotados e invadidos crean la mayor cantidad de amputados, pero no esos que usted supone, sin brazos ni piernas, sin un ojo… sino aquellos a quienes les han sido amputados sus afectos, las raíces y las ramas de un árbol vigoroso para volverlo débil y tiñoso, especialmente cuando la edad cuenta…

Mostraba mi padre en su espalda pequeñas cicatrices lineales dispersas. Eran tiempos de la dominación otomana en su amado Líbano. Las magras cosechas que podían serle reclamadas a la tierra agreste, eran escondidas bajo la tierra para preservarlas de los zorros y especialmente de la rapiña invasora. Los más jóvenes eran torturados para que revelaran los escondidos sitios de acopio. Apretó los dientes, nada reveló cuándo el ferrete incandescente cimbró su cuerpo y quemó su carne inocente.

Desesperados los padres buscaban cómo aventar a sus hijos, como disecar la carne de su carne en aquel dolorosísimo proceso de separar lo inseparable, para enviarlos allende los mares y salvarlos así de la barbarie. Jóvenes promisorios que en amplia y dolorosa diáspora se diseminaron por campos afectuosos o mezquinos, y muchos como mi padre llegaron a esta tierra de gracia, besaron su suelo y se hicieron tierra de la generosa tierra conjuntándose con su gente y sus costumbres. No supieron de la muerte de sus padres ni de la suerte de sus hermanos.

Las comunicaciones eran tan exiguas que las separaciones eran verdaderas amputaciones harto traumáticas. Traían en sus alforjas deseos de trabajar, de hacer patria en patria ajena, de ayudar a su familia lejana. Los de su raza eran gente sana, industriosa, inteligente, duros y dispuestos para el trabajo sin pausa y de vida austera, que venían al país sin un centavo en el bolsillo pero con cinco mil años de ventaja en el arte del comercio, ese legado de antiguos navegantes fenicios, arriesgados y batalladores, y en razón de ello, pronto eclipsaban a los nativos.

Su vocación de trabajo y sus vidas sobrias permitió a esos como mi padre ahorrar y financiar, no sólo los estudios de sus hijos, sino los de sus sobrinos que habían quedado en ¨su tierra¨ y de innumerables ahijados que adquirieron mi mamá y él, entre sus paisanos, inmigrantes europeos, y nativos, a quienes dieron y mucho, sin intereses malsanos y sin ser requeridos.

Lágrimas de amargura pujaban por brotar de sus curtidos ojos cuando nos contaba que salió a escondidas al puerto evitando la guardia otomana para abordar un barco como polizón y no pudo despedirse de sus hermanas ni recibir la bendición de sus padres en el puerto de Trípoli que en la antigüedad había sido centro de la confederación fenicia que conformaba con otros distritos: Tiro, Sidón y Ruad. Mucho tiempo después se enteró con dolor que cayeron víctimas de esa pandemia que fue la gripe española de 1918 que solo en un año mató entre 50 y 100 millones de personas. Después vendría el batallar en tierra, costumbres y lenguaje extraños, todo, facilitado por la acogida bondadosa y desinteresada de los habitantes de un pueblecito casi que no reseñado en el mapa, Guayabal del Estado Guárico, donde encontró una mujer insigne y fiel que le acompañó por más de sesenta años y que fue mi admirada madre.

Pero además de todas esas virtudes que adornaban a los libaneses, aunque tenían fama de avaros, eran por lo contrario, también muy caritativos. Lo que muchos ignoran es que venían de una cultura de carencias en la que aprendían a guardar un equilibrio entre la abundancia y la escasez: Durante la cosecha se consumía lo necesario y se guardaba el excedente. Era la cultura de pueblos semíticos como árabes, judíos y fenicios. Allí adquirieron un alto sentido del ahorro, que como dijimos era visto como codicia, sin que se llegase a comprender que su sistema metódico en el aspecto económico obedecía más a la necesidad de mantener un respaldo monetario en un país desconocido, que un puro afán de lucro.

Quizá por eso mi padre clamaba en sentido figurado que le dieran a Venezuela para gobernarla ¨un año¨, para hacerla productiva y ordenada, para sembrar doquier seriedad, felicidad, prosperidad y justicia para todos; y especialmente honestidad y compromiso. A Dios gracias se fue hace muchos lustros y no alcanzó a atisbar los negros nubarrones que se arremolinaban en el poniente debido a la incuria de muchos venezolanos y que finalmente desembocó en la borrasca comunista de nuestros días… que, borrasca al fin, con absoluta seguridad se extinguirá en su propio accionar… ¡Quién sabe cuándo!

Ahora somos nosotros, sus hijos, los que vivimos la invasión extranjera, suerte de ocupación otomana agavillada donde se conjugan cubanos, rusos y chinos aupada por Chávez y sus sucesores, que dispendiosos y sin consentimiento traicionaron y regalaron la patria y malbarataron sus riquezas. Hemos sido echados de lado, perseguidos por no pensar igual, por aspirar al mérito y a la excelencia, por ser fieles a la palabra empeñada y al juramento prestado. Legiones de mal vivientes han sido lanzados a las calles para secuestrarnos y matarnos, para hacer el país invivible, para sobre la base de amputaciones forzarnos a abandonar el país en nueva diáspora de jóvenes íntegros, bien formados, inteligentes que, a su vez, echarán raíces en predios desconocidos. Deseamos para ellos la mayor suerte y el mejor de los éxitos, pero al mismo tiempo les recordamos –como alguien dijo- que regresar es el motivo de todo viaje…

En el hogaño se repiten tiempos de ocupación extrajera, cubana para más señas, regalado el país a traidores, de sapos, ladrones y asesinos y sus métodos de amedrentamiento del colectivo para hacerse del poder omnímodo, y que les han sido útiles por más de medio siglo en aquella isla de la infamia, injertados en esta tierra que mi padre admiró y nunca se cansó de agradecerle, para que la triste diáspora se repita en sentido inverso.

Ahora perdemos parte de nuestros cuerpos, se nos amputa la carne por desgarramiento, nuestros hijos huyen con nuestra aprobación cuando temen cada segundo por sus vidas y por la culminación de sus metas, y de paso nuestros nietos se llevan parte de nuestro corazón desecho sin que sepamos cuándo será el último encuentro, el último abrazo, la última caricia, el último beso… Pero al menos sabemos que en tierras extrañas sus derechos humanos y ciudadanos les serán respetados y podrán –como mi padre-, echar fuertes raíces y emprenderán una nueva vida llevando las enseñanzas de su hogar bajo su piel y transparentándolas en sus acciones.

Por tanto, nos conforta el poema  de la Hermana Teresa de Calcuta:

Pero no se crean que esto se queda así… Ustedes, traidores, ya son ¨periódico de ayer¨. Les derrotaremos sin armas, con la verdad, con el deseo sincero de hacer una Venezuela digna y próspera para todos los venezolanos sin ningún distingo, donde se respete y se promueva la excelencia, la jerarquía del espíritu y el poder del intelecto en beneficio del bien común, seremos como el mito del ave Fénix que renacerá de sus cenizas con toda su gloria y será símbolo del renacimiento físico y espiritual, del poder del fuego, de la purificación y la inmortalidad con la virtud de sus lágrimas curativas.

Por ello muchachos tengan fe, ustedes regresarán a un país decente, nos encargaremos de que así sea…

 

 

 

 

 

 

 

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Un comentario

  1. Rafael, eso que narras de las lesiones en la espalda a tu padre, fue en la época del dominio de los turcos sobre Libano y Siria: el Imperio Otomano que finalizo en 1916. En 1918, Francia tomo al Gran Libano bajo su protección y le cedió tierras libanesas a Siria. Tu padre, al igual que el mío, debió haber nacido en 1906/1908 y emigro a Venezuela en 1920. El nos contaba de la crueldad y rapiña de los soldados turcos. Esa resiliencia de los libaneses hacia los turcos, a pesar del tiempo transcurrido, aun se mantiene, gracias a las narraciones de generación en generación. Nayib Salomon

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