Elogio de las rosas rojas: Todas para una, y de cada uno de ellos, todas para ella…

Elogio de las rosas rojas: Todas para una, y de cada uno de ellos, todas para ella…

El simbolismo de las rosas rojas es la alegoría de la pasión; una flor roja no se ofrece a cualquier mujer sino a la dama de nuestros sueños, aquella que amamos y queremos conquistar. Aunque existen diversas versiones míticas, luce grandiosa la del sacerdote romano Valentín. Se asegura que el emperador Claudio II, había prohibido casarse a los jóvenes guerreros, convencido de que al no tener vínculos familiares, se alistarían en su ejército con mayor facilidad y no teniendo un amor que perder, se aprestarían fieros a la lucha.

Sin embargo, San Valentín, ferviente devoto del amor y el matrimonio, celebraba en secreto matrimonios para las jóvenes parejas que acudían a él. Cuando el emperador se enteró del desacato, como san Valentín gozaba de gran prestigio en Roma, lo llamo a palacio y lo puso entre rejas; el ejército y el gobernador lo persuadieron de condenarlo a muerte. El oficial Asterius, encargado de hacer efectiva la orden quiso ridiculizarle pidiéndole que devolviese la visión a Julia, una hija suya ciega de nacimiento.

Guiado por la mano de Dios y en nombre del Señor, la vista le fue devuelta. El milagro conmovió sobremanera a Asterius quien con su familia se convirtió al cristianismo. No obstante, Valentín continuó preso y el emperador ordenó su martirio y ejecución el 14 de febrero del año 270. Julia plantó un almendro de flores rosadas junto a su tumba, y desde entonces el almendro se constituyó en símbolo de amor y amistad duraderos. Otra versión reza que mientras esperaba se hiciera efectiva su sentencia, Valentín se enamoró de la hija del carcelero a la que antes de morir declaró su amor con una nota y una rosa roja.

En 1382, el escritor inglés, Geoffrey Chaucer (1368-1426), escribió un poema titulado, ¨El parlamento de los pájaros¨ en el que menciona por primera vez al Día de San Valentín como un día de festejo para los enamorados. Desde entonces el amor verdadero está encarnado en su nombre y en esta bella flor.

Graciela mi esposa ha sido el amor de mi vida. A decir verdad, no sé cómo la encontré, o mejor dicho, no sé cómo nos encontramos el uno al otro… No es fácil encontrar reunidos en una mujer tantas virtudes y escasos vicios –el afán por la limpieza-. Tiene extraordinario sentido del humor, es amorosa, complaciente, amigable, muy bondadosa, diligente e ilumina los ambientes donde llega inundándolos con su esplendente aura. Cocina delicioso y tiene oído musical para el baile, así que hacemos una compenetrada pareja. Tengo la firme sospecha de que nos habíamos conocido en otra vida…

Había picoteado en muchas flores pero su néctar no me había agradado del todo y a poco de la degustación, me había aburrido. Fui a un Congreso Nacional de Urología en Valencia en 1964 –¿urología  conmigo?-. Pues bien, llamémoslo un accidente feliz… Había ido a presentar un trabajo sobre un nuevo procedimiento para la evaluación de muestras de orina, ¨El recuento minutado¨ o cálculo del débito-minuto, donde se hace un recuento de los elementos celulares contenidos en una muestra de orina centrifugada. No me pertenecía, me lo había encomendado el doctor Gastón Vargas quien estaba impedido de asistir, y quien a su vez, lo había aprendido en París en la escuela nefrológica del Profesor Jean Hamburger (1909-1992). Fue mi primera presentación ante un público médico, para más, desconocido y acerca de una materia aún más ignorada pero que para la presentación había puesto especial empeño; estaba muy nervioso y una frialdad ártica me arropaba. Como siempre me ha ocurrido, la calidad de mi presentación superó a la ansiedad premonitoria… Por fortuna, no hubo preguntas de la audiencia…

El presidente del Congreso, el doctor Luís Fernando Wadskier (1921-1973) respetado y afamado urólogo de la región–por cierto muy amigo de la familia de Graciela-, invitó a un grupo de los asistentes a una reunión en su casa de habitación. Estaba yo acompañado del doctor Oswaldo Pérez Arvelo, entonces urólogo en ciernes, hoy afamado y muy competente especialista. Inmediatamente que hicimos acto de presencia fuimos prácticamente secuestrados por un par de viejorras de conversación muy aburrida y que versaba sobre hechizos, exorcismos y trabajos de magia negra y no sabíamos cómo salir del tercio de muerte, ese lugar donde se da la faena de muleta del torero…

Graciela Wadskier, esposa del presidente, mujer muy linda, simpática y extraordinaria anfitriona se movía de mesa en mesa procurando que todos los invitados se sintieran agradados, y viéndonos en tan ingrata compañía y en tan calamitosa situación, ejecutivamente, nos levantó de la mesa para presentarnos a unas jóvenes asistentes; entre ellas estaba Graciela Facchin Barreto. Bailamos y conversamos un rato y no pasó nada más.

Algunos días más tarde, en un viaje a Valencia indagué su dirección y teléfono a través de mi hermana Josefina; la llamé y un fin de semana fui a visitarla. Mis visitas semanales se hicieron continuadas y siempre le llevaba un ramo de rosas rojas. Recuerda ella que una vez llegó su abuelita materna, ¨Misia Magala¨ -por Magdalena Arocha de Barreto– y vio las flores dispuestas en el suelo del porche -había llegado muy temprano de Caracas y antes de ir a mi casa las había dejado allí como sorpresa-, le dijo:

 -¡Ay mija… esas flores significan amor ardiente!

Luego en un baile en el Círculo Militar de Maracay le declaré mi amor y 53 años después permanecemos juntos… Y así ha sido… Le llevaba una vez por semana, los días viernes, 36 rosas rojas. Una docena por cada hermoso hijo que me dio: Todas para una, y de cada uno de ellos, todas para ella, era el lema…

Dios nos dio tres buenos hijos a quienes educamos bajo normas estrictas, aunque nunca tan severas como en el hogar de mis padres. Estamos muy orgullosos de ellos; todos han sido honestos, estudiosos, responsables y excelentes ciudadanos y profesionales, y a su vez nos han dado 6 hermosos nietos…

Pero los tiempos han cambiado, ¡y cómo han cambiado! Cada semana el florista portugués curiosamente llamado José, comenzó a subir el precio hasta que se me hizo imposible hacerle a Graciela mi homenaje semanal…

Ella dice que no le importa, que el «portu» José me estaba vendiendo flores refrigeradas y viejas que duraban muy poco, así que el martes 14 de febrero pasado a las 5.00 am le subí su cafecito habitual de la mañana adornada con sendas azáleas como tributo de admiración y amor…

 

 

 

Elogio del callar: Sobre la rehabilitación del verbo y el sagrado momento de guardar silencio…

 

¡Se los aseguro! ¡Cuarenta y ocho horas de guardia continuada en un servicio de emergencias, no es una experiencia que me agradara o deseara volver a repetir…! Por eso admiro y me maravillan los médicos de emergencias y los intensivistas y su pasión por la guardia perenne. Tenía 22 jojotos años… era mi último año de internado permanente en el Hospital de la Cruz Roja Venezolana en Caracas y era yo el Jefe de la Guardia 5. Sería como a eso de las tres y media de la madrugada cuando creí desfallecer del cansancio… estaba a punto de completar dos días y medio en vigilia, sumergido en una tormentosa secuencia de heridos, baleados, crisis de histeria mayor, intervenciones quirúrgicas qué ayudar, historias clínicas qué realizar, puntos de sutura qué tomar, partos qué atender, situaciones inigualables, compañeros qué enseñar, tiempo apretujado para forjar la experiencia y una relativa seguridad…; sin embargo…, parecía que el frescor que traía la Quebrada de Anauco desde el cerro arriba, había amainado la borrasca de aquel día y la quietud propiciaba una tregua.  Al subir a descansar al Cuarto de Internos, envidié el desentonado concierto de mis compañeros: Los ronquidos de los discretos, las acompasadas burbujas de los de profundo sueño y las lenguaradas incoherentes de los somnílocuos.

El jefe de guardia era el jefe…, el jefe de guardia era yo, el responsable durante la noche de todo un hospital, el más esclavo de los “esclavos” —como entonces se llamaba a los noveles de primer año que se suponía podíamos mandar a gusto y disgusto—, a pesar del disfraz del honroso nombrecito. Sin quitarme la bata blanca ni los zapatos, me recosté en el camastro dejando una pierna del lado afuera, apoyada en el piso. Puse una mano en mi occipucio y de inmediato me acogió Morfeo, hijo de Hipnos (el Sueño) y de Nix (la Noche). Me pareció haber soñado por largo rato. Soñé con un Ávila luminoso, de rumorosas quebradas cristalinas despeñándose entre las piedras en dirección del Valle con un retintín placentero, cerro de glorioso verdor, de volar de silenciosas mariposas y trinar de pájaros multicolores… y a lo lejos, entreveía la figura de una rusa despampanante de espaldas al naciente, grácil y blonda como ricitos de oro, con una túnica de tul transparente que descubría el perfil de Venus de su desnudo cuerpo al que me acercaba lentamente. Volviendo la mirada, con gestos insinuantes y voz canora me invitó hacia ella… Su voz se fue haciendo más y más grave y perturbadora…

 “¡Bachilleg… bachi-lleg!” ¡Estaba a punto de…! Tumbaban la puerta… ¡Me chorrearon el sueño! Desperté de súbito y abrí. En las tinieblas, percibí el rostro añoso y sonrosado de la Jefa de Enfermeras, policía insomne y alerta, que entre tantos títulos ostentaba el de guardiana de la honra de las alumnas de enfermería, asediadas por tanto buitre birriondo que por aquellos predios enchumbados de hormonas y feromonas volaban en círculos…

“Bachilleg —me dijo—, baje de inmediato a la emeggencia”. Mientras frotaba mis cansados ojos tratando de olvidar a la otra rusa, a tientas bajé la escalera, bostezando tan ampliamente como mis quijadas me lo permitían, cuando mis ojos se inundaban de lágrimas de cocodrilo… Enjugándome las cuencas, al fin arribé al recinto y la luz me cegó por segundos. Sacudí la batiente puerta de vidrio esmerilado y vi, ante mis ojos, a un casal de portuguesitos, un hombre y una mujer, tan jóvenes como yo. Muy angustiados… no hallaban qué decir. Él con sus ojitos azulitos y visiblemente alarmados; ella, ruborizada y rehuyendo la mirada… En su media lengua creí adivinar que ella estaba sangrando «por sus partes» y balbuceante me dijo, ‘teño um dolorecito ala abaixo’. Sacudiéndome el sueño y suavizando al máximo mis maneras, la hice poner en posición ginecológica: avergonzada y tremulosa, arisca y conturbada, entrelazaba sus piernas como tijeras; pero al fin pudo más la confianza que le brindé que pudo abrirlas y su monte de Venus suplantó al otro de mi sueño… Un hilito de sangre decidora se colaba desde el introito vaginal rodando hacia el periné. La enfermera me extendió el espéculo vaginal infantil que le pedí. Frotándolo entre mis guantes, lo calenté cuidadosamente. Ella vertió una generosa cantidad de glicerina estéril sobre las plateadas valvas. Antes de introducirlo, separé con mis dedos los labios mayores y noté que había sido desvirgada: El himen estaba desgarrado, y de allí el sangrado… Introduje el espéculo en la misma forma en que los puercoespines hacen el amor: ¡Con mucho cuidadito…! Cuando al fin pude abrir las valvas del espéculo, aprecié una cosa rojo-cremosa y arrugada en el fondo de saco posterior de la vagina. ¿Qué clase de tumor cerebriforme era aquél? –me pregunté-. Nunca había visto nada igual en mi pasantía por ginecología, ni al vérmelas como improvisado partero en la Maternidad Concepción Palacios. Mis maestros -pozos de ciencia que eran-, nunca me advirtieron de tan exótica ginecopatía. La experimentada enfermera posicionó mejor la luz emitida por una linterna de mano, y así pude introducir una larga pinza de Crile. Tanteé ¨aquella cosa¨ para saber si se trataba de un anfractuoso tumor, de un organismo vivo o de un ente inanimado, y entonces, lo pincé entre las dos largas ramas del instrumento. Tironeé suavemente, y ¨aquello¨ fue saliendo suavemente y sin dolor… ¡Por el amor de Dios, si es que es… un condón! —exclamé para mis adentros-. ¡Era su noche de bodas!

 El portuguesito, más primerizo que su consorte, había tenido un problema de aforo, de medidas, de calzado, de excesivo arrebato tal vez… ¡Qué sé yo! Cuando cabizbaja y con motas de rubor resplandeciendo en sus mejillas y sendos lagrimones descendiendo por sus mejillas, bajó de la mesa exploratoria, no cruzamos palabra alguna: Ninguno de los dos me exigió explicación cierta y yo tampoco intenté dársela. Se fueron agarraditos de las manos, mientras él, con indecible ternura la consolaba… Me quité los guantes, me lavé las manos y salí al pasillo. Allí estaba ella, la vieja rusa, erguida, toda de blanco, con su cofia puntiaguda y los brazos cruzados, con sus ojitos escrutadores mirándome como quién no quiere la cosa… No me dijo nada, inclinó su cabeza en gesto de reconocimiento, y me sonrió pícaramente como diciéndome: -“¡No tegmina una nunca de aprrendeg…!”

La experiencia recién vivida había sacudido mi cansancio, y yo también sonreía feliz sintiendo la gratificación del deber cumplido, mientras en mi cabeza se agolpaban en sucesión esos trozos vivenciales que forjan la vida de un médico, y trataba de recordar aquello que siempre me fascinó, todo ese muestrario de leyes, postulados, preceptos, reglas, admoniciones, axiomas y constantes que hablan llanamente de ese ensayo…, ¡de ese ensayo que es la vida…!, ¡de ese ensayo que es también la vida de un médico…!

¿Cuál debería aplicar a este caso particular? –me interrogaba-, ¿El axioma de Cahn, el postulado de Zahner, la ley de Allen o la de su esposa, Agnes Allen? Quizás, le referiría al axioma de Cahn: ¨Cuando todo falle, lea las instrucciones…¨ o tal vez, a la Ley de Agnes Allen: ¨Casi todo es más fácil de meter que de sacar…¨. Esta inteligente dama era la esposa del famoso historiador norteamericano Frederick Lewis Allen.

Enseñando él en la Universidad de Yale, conoció a un estudiante muy ambicioso llamado Louis Zahner, quien quería inventar una ley y ser recordado por ella para siempre. Se devanó el seso en el asunto y al final parió un postulado que enunció: ¨Si usted juega con algo por el tiempo suficiente, terminará por romperlo…¨. —¿Aplicaba mejor a nuestro caso?- . Allen, inspirado por su estudiante, craneó la suya propia: ¨Para la mayoría de las personas, cualquier cosa es más complicada de lo que a simple vista parece…¨. ¿Sería esta la correcta? -¡La noche de bodas lo es -yo se los aseguro-, esa en que está en juego la vida o la muerte del matrimonio!- A estas alturas de las invenciones, Agnes no quiso quedarse atrás, y echando tierra en los ojos de Zahner y su marido, se lanzó con la mencionada ley que ostenta su nombre. El orgulloso marido escribió alabándola: ¨De un solo golpe, la sabiduría humana avanzó a grados sin precedentes…¨.

  • Los médicos debemos hablar con nuestros pacientes, aunque hay situaciones como el tragicómico incidente de aquella noche de agotamiento y julepe en que las palabras huelgan…

Entonces, no hay nada que deba ser dicho… No chanzas, no sonrisas, no explicaciones técnicas… Sólo silencio respetuoso. Al otro, al paciente común, hay que enfrentarlo en forma diferente. No con nuestros aparatos, prodigiosos hijos de la cibernética que son, tentaciones quiméricas que invitan a abandonar la clínica que nos legaron nuestros maestros, que nos compelen a no estudiar pues los portentos de la técnica harán los diagnósticos, entes animados que nos han transformado en clínicos mecanicistas, en ignorantes burócratas, en tecnólogos deshumanizados, en mudos hacedores de errores… Siendo verdad que nuestros aparatos son increíbles y maravillosos descubrimientos, recordemos que inmensamente más sobrecogedor y asombroso es el ser humano que tenemos que enfrentar cada día, e infinitamente más sublime, esclarecedor y sanador el instrumento que nos hace hombres: ¡La palabra!

Sócrates (470-399 a.C.), en su Cármides nos dice: ¨Pero el alma, buen amigo, hay que tratarla con ciertos conjuros, y estos conjuros son los discursos bellos. Pues con tales discursos se produce en el alma la serenidad, y cuando esta se ha producido y está presente, se hace fácil procurar la salud a la cabeza y al resto del cuerpo¨. Forjados en medio la atomizante fragmentación del cuerpo humano, idolatrando la especialización precoz antes que curtirnos un poco con la experiencia del día a día del internista, convencidos en el maquinismo a ultranza, en la dualidad cartesiana mente-cuerpo, hemos llegado a creer que no existe curación sin cirugía, ni alivio sin pastilla milagrosa, ignorando que el arte de curar, por los siglos de los siglos, desde la antigua Grecia ha sido materializado a través del verbo, de la palabra sanadora y que esa palabra, lleva siempre implícito el silencio…

Al padre Bernard Lamy (1640-1715), que le hacía entrega de su ¨Arte de hablar¨-Ars Bene Dicendi-, el Cardenal Étienne Le Camus (1632-1707) le habría hecho a modo de agradecimiento la siguiente pregunta, ¨Es sin duda, un arte excelente; ¿pero quién nos escribirá ¨El arte de callar¨? Tal es el origen de la idea que llevó al abate Joseph Dinouart a publicar en 1771, su arte de callar, principalmente en materia de religión pero que, por añadidura, puede ser extendida a cualquier circunstancia de la vida, y más aún de la vida de un médico.

Del silencio en medicina poco se habla, sacan de él provecho los psicoanalistas…, ese silencio exasperante que hace en el analizado emerger las fantasías y los dolores más profundos del inconsciente, que como la apertura de un lancinante absceso purulento al ser drenado, deja salir el material insano de tantos traumas acumulados promoviendo el alivio y la cura; pero también nosotros, médicos del montón que somos, al callar intencionalmente ante nuestro paciente –ese silencio prolongado, empático, solidario y tenso- promovemos la catarsis y el drenaje de emociones a través del llanto incontenible, esa milagrosa medicina tan fácil para la mujer, tan difícil para el hombre que sólo sabe pujar…

El arte de callar es una paradójica faceta del arte de hablar: el arte de ese silencio que tiene un significado que expresa, que comunica, que toca muy de cerca al otro.

Yo tan dado a hablar y comunicarme, ¿Por qué en aquel lejano momento del inicio de mi transitar médico no hablé…?; tal vez porque el silencio tocaba en una hondura a la que mis palabras no podían alcanzar; quizá porque intuía que el arte de callar era un arte del corazón: ¨lo esencial –se ha dicho- es indecible; sólo se habla y se escucha bien con el corazón¨. Lo inenarrable, lo difícil de decir, puede expresarse simplemente callando respetuosamente. El silencio no es un amordazar nuestra lengua sino un liberarnos del ego y de la necesidad compulsiva de decir algo, o decir para no decir nada, de manifestar algo sobre nosotros o sobre el mundo que consideramos ¨propio¨…

Es por ello que, en el siglo XVII, el abate Dinouart escribió: ¨Hay formas de callar sin cerrar el corazón; de ser discreto, sin ser sombrío y taciturno; de ocultar algunas verdades, sin cubrirlas de mentiras¨. Y en la escala de la sabiduría, el grado más bajo sería ¨hablar mucho, sin hablar mal ni demasiado¨; el segundo grado consistiría en ¨saber hablar poco y moderarse en el discurso¨; y el primer grado de la sabiduría haría referencia al ¨saber callar¨

¡Aprendamos pues, médicos computarizados, cuándo y cómo hablar, y cuándo y cómo… callar!

 

 

Carta al alumno que nos deja…

En solo una veintena de años han cambiado tanto los tiempos en Venezuela, que apenas se percibe una tenue silueta de lo robusta que fue… La Universidad Central de Venezuela y su facultad de medicina, el Hospital Vargas de Caracas, tu Alma Mater, la mía, ha querido ser destruida en momentos de mengua nacional, y lo han logrado en su aspecto físico, pero aún mantiene incólume su moral y sus luces… y eso, debemos mantenerlo, porque sobre estas bases, como antaño, se erigirá la nueva universidad de Vargas y Razetti, una gran universidad que tenga la doble función que tenía, la de enseñar y pensar, donde el estudiante aprenda la ciencia y el arte de la medicina, pues el médico sin anatomía, fisiología, química y semiótica vacila, se encuentra sin norte, incapaz de alcanzar ninguna concepción precisa de la enfermedad, practicando una especie de profesión a palos de ciego, golpeando ya, la enfermedad, ya al paciente sin saber a quién da.

Si bien, la función primaria de la facultad es instruir jóvenes estudiantes acerca de la enfermedad: qué es, cuáles sus manifestaciones, cómo puede prevenirse, y cómo puede curarse, y para aprender todo eso, se necesita tiempo y disposición, pues los procesos de la enfermedad son tan complejos que es excepcionalmente difícil desvelar las leyes que las controlan, y aunque hemos presenciado una total revolución de nuestras ideas apenas es una primicia de lo que el futuro nos reserva. Éramos orgullosos de nuestra alma mater. El odio, terrible mal, parecido a la peor, más virulenta y más trasmisible enfermedad infecciosa, ha infiltrado sus bases y a muchos de sus hombres y mujeres. Han regresado endemias controladas en forma de hiperepidemias sin control, pero, además, siempre están surgiendo otras nuevas y más furiosas porque el ser humano ha facilitado su eclosión al descubrir, invadir y destruir sus hábitats.

Todavía en la década de los sesenta diagnosticábamos fiebre tifoidea o una infección paratífica con perforación intestinal a punta de clínica y la insegura tecnología de los antígenos febriles; luego se hizo cada vez más inusual el encontrarse con estos enfermos en razón del drenaje y tratamiento de aguas residuales y de distribución de agua potable, no contaminada…  pero, ¿será que estamos a las puertas de tenerla nuevamente con nosotros como la difteria, el sarampión o la malaria…? ¿Quién puede medir y pesar la suma de dolor y sufrimiento que esta generación ha soportado, y aun ha de soportar, desde su nacimiento –la generación del bajo peso al nacer, la del cerebro corto- hasta su muerte –miserable y sin siquiera una urna que acoja sus restos-?

Todavía en la década de los sesenta diagnosticábamos fiebre tifoidea o una infección paratífica con perforación intestinal a punta de clínica y la insegura tecnología de los antígenos febriles; luego se hizo cada vez más inusual el encontrarse con estos enfermos en razón del drenaje y tratamiento de aguas residuales y de distribución de agua potable, no contaminada…  pero, ¿será que estamos a las puertas de tenerla nuevamente con nosotros como la difteria, el sarampión o la malaria…? ¿Quién puede medir y pesar la suma de dolor y sufrimiento que esta generación ha soportado, y aun ha de soportar, desde su nacimiento –la generación del bajo peso al nacer, la del cerebro corto- hasta su muerte –miserable y sin siquiera una urna que acoja sus restos-?

 Nuestra Alma Mater ha sido cambiada por otras cuyos nombres les queda grande, unas con malos profesores que nunca les aportarán aquella impronta mental que es, con mucho, el factor más importante en la educación y, además, les deformarán para creer que ya lo saben todo, perdiéndose la verdadera esencia de toda experiencia, y morirán siendo más ignorantes, si cabe, que cuando comenzaron. Pero, además, la ideologización de su formación se antepondrá a la adquisición de una cabeza de pensar libre y lúcido, y de un corazón bondadoso, porque para ello se requiere el ejercicio de las más elevadas facultadas de la mente que a un tiempo apela constantemente a emociones y a los más finos sentimientos del ser, acrecentando los límites del pensamiento humano, y es eso, precisamente lo que hace grande una universidad. Con galpones repletos de jóvenes de formación fraudulenta, no lo tendrán. Puede parecer descorazonador que después que tanto se ha hecho y que tanto ha sido donado en forma tan generosa tengamos que levantarnos e iniciar con decisión un nuevo camino con gran espíritu universitario, un algo que puede no tener una institución rica y del que una pobre puede estar saturada, un algo que se asocia con los hombres y no con el dinero, con el coraje y no con el poder, que no puede comprarse en el mercado, o crecer por una orden sino que viene imperceptiblemente con la entrega leal al

Momentos luminosos que quedarán inscritos en tu ser y que de vez en cuando surgirán, y entonces sonreirás al recordar a tu viejo profesor; aquel que estampó jubiloso su firma en tu diploma de médico-cirujano. Desde lo lejos sentiremos la satisfacción de haber influido en algo en tu formación, y que ser recordado es no morir, aunque ya estemos muertos… Pero ten cuidado, el progreso tecnológico que ha experimentado la medicina en lo que siento como de muy recientes décadas –apenas cincuenta, desde que me gradué y entré jubiloso en su maravilloso mundo-, parece casi de fábula. Se siente uno abrumado y a la vez asombrado de las nuevas técnicas de diagnóstico y tratamiento, pero la tecnología sin el arte es una falacia…

Y te marcharás a tierras desconocidas, de otras lenguas e idiosincrasias donde no siempre serás tratado con simpatía o benevolencia. Allá deberás ejercer tu arte sencillo en pro de quien te necesite, pues los médicos no conocemos de fronteras ni murallas, sin estridencias ni posturas inventadas, orgulloso de tu alma mater, te tus maestros, de tus mentores que, como Mentor, el de la mitología griega, trasfiguración de la diosa de la sabiduría Palas Atenea, siempre mirará por ti y por tu desempeño, y siempre estará allí para ti y tus necesidades, tu valer neto po

Momentos luminosos que quedarán inscritos en tu ser y que de vez en cuando surgirán, y entonces sonreirás al recordar a tu viejo profesor; aquel que estampó jubiloso su firma en tu diploma de médico-cirujano. Desde lo lejos sentiremos la satisfacción de haber influido en algo en tu formación, y que ser recordado es no morir, aunque ya estemos muertos… Pero ten cuidado, el progreso tecnológico que ha experimentado la medicina en lo que siento como de muy recientes décadas –apenas cincuenta, desde que me gradué y entré jubiloso en su maravilloso mundo-, parece casi de fábula. Se siente uno abrumado y a la vez asombrado de las nuevas técnicas de diagnóstico y tratamiento, pero la tecnología sin el arte es una falacia…

Y te marcharás a tierras desconocidas, de otras lenguas e idiosincrasias donde no siempre serás tratado con simpatía o benevolencia. Allá deberás ejercer tu arte sencillo en pro de quien te necesite, pues los médicos no conocemos de fronteras ni murallas, sin estridencias ni posturas inventadas, orgulloso de tu alma mater, te tus maestros, de tus mentores que, como Mentor, el de la mitología griega, trasfiguración de la diosa de la sabiduría Palas Atenea, siempre mirará por ti y por tu desempeño, y siempre estará allí para ti y tus necesidades, tu valer neto por lo que tendrás que ser firme y resistente como el cuero crudo…

deber y a los elevados ideales…

¿Quieres que te diga algo…? Contigo se va una parte mía y conmigo queda una parte tuya, pues los profesores prodigamos enseñanza y formación con la esperanza de que en algún lugar de tu corazón puedas albergar nuestra prédica de bien hacer, de bien querer al minusválido, de bien servir y de bien recordar agradecido quienes te guiaron en medio de guijarros y pedrejones en el camino de la medicina.¿Quien iba a pensarlo? Y de veras te digo que me siento muy feliz del momento en que nací y el haber podido vivir para estar presente y ser partícipe de tanto cambio y progreso. En algunos casos he podido acercarme a ellos no sin mucho temor –te lo confieso-, tragando grueso y sobreponiéndome a mi ¨ineptitud tecnológica¨, o mejor llamémosla, ¨terror tecnológico¨, ese que me incitaba a retirarme prudentemente de un computador para evitar ser engullido por él… En otros tantos he podido arrimarme, pero he sentido que la complejidad me supera y el tiempo necesario para entender e introyectar a ciencia cierta de qué se trata esa novedosa ciencia que me seduce y me atrae como el amor de la primera novia, es ya muy corto…

Pero, así como me fascina este nuevo conocimiento, entiende por favor, que también me embelesa la ¨vieja medicina¨, los ¨viejos procederes¨, los ¨viejos médicos¨, que, empleando su intelecto y sus suaves maneras, pensando y meditando a la vera del enfermo, echaron las profundas bases del oficio con gran sentido común, compromiso humano solidario y empeño por buscar la verdad…

Fueron ellos quienes nos legaron el disfrute del cercano contacto con el paciente, el placer del ejercicio intelectual atado al proceso del diagnóstico, la experiencia única del contacto real; y cuando te digo contacto, a eso me refiero, a tocar y ser tocado en una íntima comunión del que sana y el que quiere ser sanado, tal como se refleja en la pintura de Frans Van Mieris, el Viejo (1631-1681), ¨La Visita del Doctor¨: El médico, de denso ropaje a la usanza, con la mirada volando en lontananza, palpa con delicada suavidad el pulso de la paciente melancólica cuando todavía no había reloj con minutero, y así, transmitiendo seguridad con su arte sencillo; o la confianza ganada expresada en la obra del pintor Norman Rockwell (1894-1978), idealista y sentimental, ¨El médico de cabecera¨, donde la bonhomía trasluce en las maneras del viejo doctor ganando la creencia de su pequeño paciente.

Verás que ahora los enfermos no se tocan, todo el proceso del extraer la enfermedad desde el adentro hacia el afuera con el método semiológico, ahora lo hace una máquina sin el toque mágico de las manos y la actitud del médico… Pero ten cuidado, pues además corren tiempos cuando el enfermo se toca por pura rutina, sin que el tocamiento tenga ningún sentido, ninguna finalidad, ni muestre ninguna alianza entre el que toca y el que se deja tocar.

¿Sabes? Imagina al feto en su cálido aposento, sumergido sin ahogarse en el agua milagrosa del vientre de su progenitora, percibiendo los monótonos ruidos de su entorno que tendrá por compañeros durante su nuevemesina reclusión: El acompasado ritmo de corazón de su madre; el atropellado murmullo en vaivén de la sangre inundando los lagos placentarios; el rítmico pulsar de la arteria aorta; el zumbido continuo de la sangre de retorno, ahí mismito, ascendiendo imponente y majestuosa hacia el corazón por las grandes venas cava superior e inferior … y de repente, perturbado por los incómodos gruñidos de las tripas en plena digestión. Y cuando alcanza la madurez fetal, de pronto su tranquilidad es sacudida, su cuerpo comprimido aquí y allá en sucesión de contracciones, los huesos de su cráneo se solapan y su cuerpo se estrecha; y hasta a lo lejos, puede percibir los quejidos de dolor de su madre a una frecuencia cada vez más implorante…

 

De pronto su cuerpo es echado fuera del acogedor claustro materno y lanzado por el canal del parto. El niño siente por vez primera una primitiva sensación de amenaza y finitud, el terror le invade sin saber por qué ni de dónde proviene; inerme y desvalido debe sentir, tal vez, alguna noción de serio peligro cuando transcurre el imborrable trauma del alumbramiento… Si pudiera verbalizar el momento gritaría, ¡Mi Dios, sálvenme que me muero!, pero sólo alcanza a llorar sus primeras lágrimas…

Ese ¨lloró al nacer¨ qué recogemos en las historias clínicas como evidencia de que en sus diez primeros segundos llenó sus pulmones de oxígeno y ocurrió felizmente el complejo y milagroso cambio en su circulación… Pero mira quien lo recibe con ojos esplendentes: una suave y armoniosa voz de bienvenida que le llena de besos y caricias, las manos delicadas y cálidas de su madre que le soban todo el cuerpo insuflándole lo que es percibido como una primigenia pero segura noción de protección. Su madre es pues, su única vinculación con la nueva vida, su refugio, su esperanza, su salvación pues sin ella o su substituto, moriría cruel e irremisiblemente como en la alegoría ¨La Matanza de los Santos Inocentes¨ de Nicolás Poussin (1594-1666); pero a la inversa, estaría el caso de Samuel Armas (1999), cuando en manos competentes de sus médicos es interrumpido su descanso pero con significado de vida: in útero le corrigen un mielomeningocele, y él toma con su manita agradecida, el dedo enguantado  del cirujano.

Pues bien, aprende que los médicos somos padre y madre a la vez. La enfermedad despierta ese niño asustado y temeroso que nunca dejó de existir y que muy adentro todavía llevamos conjuntado al terror sobrecogedor como lo fue al inicio de la vida; sería pues demasiado pedirle a un ecógrafo, a un tomógrafo o a un resonador que le hiciera evocar esas mismas experiencias de esperanza

El distanciamiento entre el médico y su paciente, quizá no sea nada nuevo. Tal vez en épocas pretéritas se quejaron muchos enfermos de lo mismo, de la frialdad del trato, del desprendimiento afectivo, del trato rudo, de la metalización del oficio, en fin, de la desnaturalización de la profesión.

Hay enfermos que son sanos para las máquinas, pero cuyo semblante es trasunto de remordimientos de conciencia, de penas y frustraciones, de duelos no elaborados y su ansiedad, es sólo ansiedad por falta del contacto humano… Toda esa cantidad de procedimientos tecnológicos y pruebas bioquímicas están diseñadas para ser usadas en la parte animal del paciente tantas veces en ausencia de un criterio clínico, tan sólo para que produzcan dólares a los fabricantes, y con muy poco esfuerzo, pingües ganancias a nosotros, los médicos.

¿Cómo prepararnos para ver y sentir esa otra, la afectiva, sin la cual no habrá de existir un alivio ni una verdadera sanación? La diferencia es quizá que él no fue tocado o comprendido con esas ¨manos perceptivas¨, a las que se refiriera Lewis Thomas, M.D. (1913-1933), al decir que, ¨La más antigua pericia del clínico es recorrer con sus manos el cuerpo del paciente…¨, pues mediante ese tocamiento el enfermo establece un vínculo con la buena madre protectora que él y todos los médicos llevamos introyectada muy adentro.

 

Existe creciente evidencia de que la medicina de últimas década en vez de preservar la salud y la dignidad humanas, cada vez perjudica a más personas sanas a través de la detección más temprana de supuestas ¨enfermedades¨ cuya definición es cada vez más amplia para englobar a más personas; veamos, en mi época se consideraba una cifra de colesterol de 250 mg/dL como normal; ahora, se aterroriza a una persona cuando es superior a 200 mg/dL; la epidemia de osteoporosis parece una invención: la causa más frecuente de fracturas en viejos es la falta de ejercicio que conduce a sarcopenia, atrofias musculares y pérdida del balance, así que una caída hace el resto; más que tratar la supuesta condición e indicar medicación por cualquier síntoma, motivemos a

nuestros viejos a que hagan una caminata vigorosa. Surge ahora igualmente el multimillonario negocio de la «pre-hipertensión». Con él, un creciente número de pacientes sanos serán conminados a recibir tratamiento so pena de morir de un conflicto vascular… y más dinero para para las arcas de quienes le han enfermado estando sanos.

Ya no se habla de hábitos saludables como los que preconizaba el Regimen Sanitatis Salernitanum entre los siglos XI y XII, ¨Si te faltan médicos, sean tus médicos estas tres cosas: mente alegre, descanso y dieta moderada¨. ¡Puras pamplinas…! Afortunadamente y a contrafilo, una creciente literatura científica está mostrando preocupación porque demasiadas personas están siendo medicadas en exceso, tratadas en exceso y diagnosticadas en exceso: Programas de pesquisa para detectar cánceres tempranos que nunca provocarían síntomas o muerte, tecnologías de diagnóstico tan sensibles que identifican «anormalidades» tan minúsculas cuya presencia haría menos daño que el tratamiento para eliminarlas.

Ampliar las definiciones de enfermedad trae aparejado que personas a riesgos cada vez más bajos sean etiquetados de enfermos a permanencia y sometidos a tratamientos a permanencia sin beneficio cuando no dañinos. Es un gran negocio ese de hacer creer a las personas sanas que están enfermas… Pero, ¨Time is money¨. Se estima que cada año en los Estados Unidos, más de $200 billones son ganados por la industria farmacéutica, de aparatos de diagnóstico y desperdiciados en tratamientos innecesarios por lo que la carga acumulada de diagnóstico de enfermedad en personas sanas plantea una amenaza significativa para la salud humana. ¿Puedes intuir que no te será fácil ejercer? Serás movido como títere de un guiñol ante la aprobación de la sociedad que te rodea.

Esa vieja medicina que verás despreciar hasta por muchos de tus admirados profesores, que ahora rinden adoración a la máquina y a la droga terapéutica como en su momento los judíos en olvido de El Señor, adoraron al Becerro de Oro construido por Aarón cuando Moisés remontaba el Monte Sinaí…, que mirarán a sus pacientes en exclusión de su parte humana y espiritual, de su biografía hecha de penas y alegrías, de éxitos y de fracasos; olvido que quizá no hará demasiado bien ni a ti ni a tus futuros pacientes.

No permitas pues, que nosotros tus maestros con nuestras equivocadas enseñanzas fundadas en técnicas frías y terapéuticas de moda, borremos de tu corazón el por qué se hace uno médico. No es para amasar riquezas o recibir prebendas de la industria farmacéutica, o para atomizar el cuerpo del paciente, o para tratarle como un bien de consumo que se negocia; es simplemente para ayudarlo en lo físico y espiritual tendiéndoles la mano para mitigar su soledad y sus dolores ayudándolo, por supuesto y ¨en su momento¨ con lo mejor que la tecnología tanto exploratoria como curativa pueda aportar, y recodando que no somos dioses y que nuevas formas de enfermar están siendo creadas por la sociedad misma.

El buen camino se encuentra en preservar la unidad del enfermo, el micro y el macrocosmos universal al cual se encuentra atado, y esto, sin duda será tu responsabilidad de médico al intentar la relación armónica entre la parte y el todo, siguiendo la regla dorada, la proporción áurea, la divina proporción de Leonardo. Con ello, por supuesto, no quiero insinuarte que descuides los aspectos técnicos y científicos del oficio que son piezas que debes a aprender a engranar perfectamente con aquellas otras, las humanísticas y espirituales.

De no ser así, progresivamente te envolverá esa ceguera y agnosia espirituales… signos de estos tiempos turbulentos…

 

  Te bendigo, pues luego de conocerte, ya no fui más el mismo…