Ars médica y “horas nalga…”

“El mundo está lleno de cosas mágicas esperando pacientemente

 que nuestros sentidos crezcan”

― W.B. Yeats

En una sala de nuestro hospital, comenzábamos muy de mañana y a la usanza de nuestros maestros el consagrado ritual de la revista médica; no un ritual cualquiera, un ritual comprometido, trascendente y transformador, profundamente asentado en el core de la relación médico-paciente: oír, mirar y especialmente tocar “con manos perceptivas” como aconsejaba Lewis Thomas (1913-1993).

Haciendo un cerquillo alrededor de la cama del enfermo oyendo detalles de la historia de su enfermedad; luego, repreguntando más detalles nosotros mismos cuando ya desde lo lejos habíamos oteado en el lado derecho de su cuello y en la vena yugular que resaltaba distendida y lustrosa, una oleada vertical en vaivén que se extendía hasta, y elevaba el lóbulo de la oreja, indicativa de una insuficiencia de la válvula tricúspide: una onda V sistólica, positiva y gigante que contranatural cancelaba la suave depresión negativa del seno X normal.

Parecía propio de un arte de magia, mas no lo era; el examen clínico comenzaba así, con un vistazo al desgaire del enfermo total recogiendo aquí y allá pequeños datos casi inobservables pero muy significativos y en ocasiones –como en la presente-, de carácter diagnóstico.

O esa ptosis palpebral unilateral mínima, apenas perceptible en el ambiente iluminado de la sala en el paciente febricitante con un linfoma de Hodgkin y cuello proconsular y la casi invisible ausencia de sudoración ipsolateral, que invitaba a aproximarse y observar la miosis pupilar para diagnosticar una interferencia en la vía simpática preganglionar por un ganglio infiltrado, un pequeño gran signo a menudo soslayado.

 

 

O mirando, por ejemplo, la inadvertida detención de la respiración por algunos largos segundos, estando seguros de que vendrían en secuencia movimientos respiratorios de amplitud increscendo y hasta ruidosos al llegar al acmé, acompañados de algún movimiento sin objetivo alguno del paciente obnubilado y con un decrescendo hasta llegar nuevamente a la apnea. Observado en lejanía, todo este ciclo imprimía el sello de la respiración periódica descrita por John Cheyne y William Stokes en el siglo XIX y propia de la insuficiencia cardíaca, accidentes vasculares y contusiones cerebrales, en llegando al Memento postrero y aun en personas normales. Viene a mi memoria el caso de mi padre que en los últimos meses de la centena de su vida la mostraba ante mis ojos incrédulos cuando sentado el sueño le vencía… Al principio me inquietaba mucho y estuve tentado a despertarlo, luego lo interprete como el hastío de su bulbo raquídeo durante los estadios 1 y 2 del sueño no-REM cuando la ventilación se encontraba bajo control químico-metabólica. Le acompañó hasta el momento de su súbita muerte…

“El caos es simplemente orden esperando por ser descifrado”

― José Saramago, El Doble

Todos ellos eran signos recogidos desde los sentidos (Figura 1), con el aliciente de que habíamos aprendido a desplegarlos espontáneamente con inusitada precisión; eran el producto de años de intensa práctica, de intensa observación, de intenso estudio y siempre buscando la excelencia en la obtención de los hallazgos, pero además, siempre luchando contra la crítica destructiva de quienes consideraban que, como la experiencia clínica no podía mensurarse y mucho menos llevarse a un trazado o a una campana de Gauss, carecían de “rigor científico”, y debían condenarse al ostracismo y a su desaparición. El ataque venía desde la sofisticación de profesores y alumnos bien intencionados, y otros, de apostatas del arte, que no se percataban de que contribuían a la desaparición de una manera de ser y hacer, y a decretar la muerte de la clínica

Y fue así como ya nunca más los corrillos se hicieron en las salas de medicina interna alrededor de una cama con un paciente real yaciendo a lo largo y ancho de su dolor, con su objetividad y subjetividad real y lacerante, sino en algún cuartucho lejos del paciente, alrededor de una mesa donde ahora reposan orgullosos artilugios propios de la tecnología, computadores con imágenes radiológicas del paciente, iPads, tabletas electrónicas, mientras los alumnos “aprenden” mediante “seminarios” lo que sólo el íntimo contacto presta; todos conectados a la Internet, la máxima autoridad, la representación de la adoración del becerro de oro, el ícono de la nueva Diosa Tecnología ante cuya presencia todos nos inclinamos reverentes (Figura 2).

Su más reciente ejemplo proviene de los llamados Médicos Integrales Comunitarios que promueve el comunismo cubano cuando al saltarse a la torera el examen clínico y el contacto íntimo con el paciente pretenden realizar diagnósticos y aun acceder a especialidades. Pero todavía más grave y penoso es ver que sus defensores a ultranza provienen de las filas mismas de los que recibieron enseñanza tutorial a la cabecera del enfermo y traicionaron sus raíces y a su país…

Y no es que no me conmueva y maraville al mirar y admirar, al oír los sonidos y ver los colores de un ecoDoppler cardíaco, o al ver en iridiscente panoplia el colorido despliegue de las capas del ojo, básicamente de la retina, en una tomografía de coherencia óptica (OCT) que define en forma cada vez más real su histología y sus lesiones (Figura 3). O al ver el subyugante despliegue anatómico de una resonancia magnética cerebral aún atrayente sin conocer la anatomía cerebral ni dónde buscar cuando los hechos clínicos indican el locus donde se aposenta la enfermedad. Pero…, tantas veces se recurre a estos instrumentos creyendo que tienen un cerebro que diagnostica, desconociendo que carecen de él y que sin la adquisición de bases anatómicas y clínicas previas a su empleo, es muy probable que ocurran desaguisados y errores de diagnóstico y que la realidad se esconda ante los ojos impávidos de la ignorancia.

“Solo vemos aquello a lo que estamos entrenados para ver”

― Robert Anton Wilson, Las Mascaras de los Illuminati-

Muy poco sofisticada y hasta vulgar resultara tal vez para ustedes la designación de “horas nalga” (u ¨horas culo¨, como le designara el maestro Pedro Grases) que empleo ante mis alumnos para tratar de comunicar algo tan serio como el compromiso a ¨tiempo completo y a vida entera ¨al estudio y dedicación al trabajo con pacientes, sus temores y sus problemas para intentar llega a ser un buen clínico.

Ser un verdadero clínico no solamente requiere desear serlo, verdad de Perogrullo; es un camino largo e inacabable que muchos desean no transitar porque nuestros aparatos “lo han hecho innecesario”: más aún si lleno de abrojos –equívocos y confusiones-, terrones y pedregullales –tropiezos y rodillas sangrantes-, subidas escarpadas y agobiantes –aprender con dolor el arte de ser médico- y descensos abruptos –proclives al enredo, al apuro y al deseo de tomar atajos sin saber adónde conducen-.

No hay magia en el aprendizaje de la medicina aunque el nuevo aparataje tecnológico que parece simplificarlo todo así nos lo proclama, avanzando a un nivel que pretende borrar todo el bagaje aprendido a duras penas y con dolores de crecimiento y frustración desde los antiguos helenos y trasladado, ampliado y mejorado hasta nuestros días. En estos tiempos, gran compromiso y decisión hay que tener para aprenderla. En mi época no existían esos melosos impulsos representados por el instrumento de última generación, más impresionantes y cautivantes que los que mi ayer dejó atrás. Pero el médico cae en la trampa de amar lo objetivo, lo que puede medirse, lo que puede tocarse; lo subjetivo le angustia, le acongoja, le produce inusitada ansiedad, quizá porque teme encontrarse y colidir con su propio yo en el intento. Es un no quiero estrechar nuevas manos, solo quiero la frialdad del hecho impreso, visible, manoseable… y al paciente, mirarlo desde el frío de la distancia.

 

“Me he convertido en una suerte de máquina de observar hechos y sacar conclusiones”

Charles Darwin

 Todavía me causa impresión recordar como mi maestro de neurooftalmología, el doctor William F. Hoyt (1926- ), profesor emérito de la Universidad de California San Francisco, se sentaba en su humilde sala de examen con más espacio que instrumentos, en una simple silla verde de aluminio frente al paciente, no mediando un escritorio que diera la impresión de distancia o frialdad; a veces dando una suave palmadita en la rodilla de aquel, le decía con curiosidad, cortesía, y humilde y noble convencimiento,

Teach me…”. Como invitándose el mismo a meditar, a beber de la fuente de la verdad, ¿Quién más que tú puedes conocer lo que te inquieta, lo que te duele? –parecía decirle-.

 

Don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), el llamado Hipócrates español preguntaba: –“¿Cuál es el objeto que más ha hecho progresar la medicina?”, y sin dar tiempo a la respuesta, el mismo se respondía convencido: “La silla”, significando que quizá dos sillas, una para el médico y otra para el paciente, embarcados ambos en un ritual transformador ancestral, habían sido apenas necesarias. La primera para que el sanador desde su perspectiva de compromiso con la dignidad humana, se dejara enseñar por quien lleno de temores y miedos más conocía de su propia dolencia, dándole un alto al prejuicio de aquel e invitándole a mirar desprejuiciado donde nadie antes había reparado y que en la singular percepción adquirida se elevaba a un rango protagónico; y la otra, para que se sentara el enfermo e iniciara el relato del hombre como ser dolido, mostrando su totalidad: mucho más que elementos objetivos; tanto más aún de elementos subjetivos tantas veces ocultos en la hojarasca del relato; y más tarde, para que el médico permaneciera todavía sentado, asentando en su mente las enseñanzas recién aprendidas y dejando sentando en un papel sus búsquedas, rumiaciones y criterios acerca del problema en cuestión y adelantando la posible solución.

Durante esas largas horas sentado… durante esas largas y penosas “horas nalga…”, meditando frente a libros y revistas, frente a la pantalla del computador, frente a  mentiras y verdades, frente a sus propios antojos, el médico va fraguando su imaginario de enfermedades, va aumentado su muestrario de dolencias con sus síntomas y signos –algunos de esos escasos llamados patognomónicos, otros como signos rectores o cardinales, otros como signos-señales inconfundibles y más aún, otros más peligrosos como signos confundidores-, con sus señales inequívocas y aquellas otras, inusuales o frustras, aprendiendo el enrevesado y hasta inextricable lenguaje de la enfermedad, porque como hemos asentado una y otra vez, cada enfermedad tiene voz tiene un lenguaje propio que se expresa a través de las palabras del  paciente, únicas como único es él, lo que hace difícil interpretarlo porque el dolor tiene tantas voces como pacientes que las profieran; pero debe haber un sentimiento común que las traduce y aglutina y ese es el conocimiento y el deseo de ser empático para poder comprender, diagnosticar y ayudar.

En medio de un ambiente tan austero fueron descritas nuevas condiciones patológicas, nuevos signos físicos de enfermedad, nuevas maneras de observar la capa de fibras ópticas de la retina, sin más ayuda que una aguda observación y un adecuado empleo de los sentidos.

El paciente contemporáneo yace en “el aquí y el ahora”…, medio  desnudo y calado de frio, escaneado por un transductor tan frío como el que lo lleva en su mano, o por un tubo de rayos catódicos, esperando en lo íntimo de su ser, poder ser tocado por el médico, a quien en su fantasía atribuye como a los antiguos reyes, personajes sagrados, el don taumatúrgico de curar las enfermedades mediante la imposición de sus manos; para la frustración del dolido, el médico se encuentra escondido por allá, sin ninguna proximidad o intimidad con el cuerpo del paciente, interpretando los fríos tonos grises que sus máquinas le proporcionan y elaborando un informe estandarizado, muchas veces una plantilla prefabricada en ausencia de datos clínicos significativos y sin ninguna resonancia afectiva.

El superespecialista de hoy día ha sido atraído, él mismo, por un similar “canto de sirenas”… En la mitología, las sirenas se refugiaron en el estrecho de Mesina, donde atraían a los navegantes con su canto y los hacían enfrentarse a los terribles monstruos Escila y Caribdis. Las sirenas, trocadas en los artilugios tecnológicos del hogaño, atraen al médico al embelesarlo con su elaborado discurso de palabras agradables y convincentes, de imágenes extraordinarias y reales que esconden alguna seducción o engaño. ¿Para qué entonces comunicarse con el paciente; para que tocarlo, si ellas le dicen “todo”?

El “canto de sirenas” fue un atractivo irresistible que llevaba a la perdición de los marinos de antaño, y ahora en el hogaño, a la perdición de los médicos en su relación con los pacientes. Con suerte, el paciente será diagnosticado en su parte física; con bastante mala suerte, habrá sido abandonado en su parte emocional. No habrá sido curado, mucho menos sanado…

 

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