El complejo caso del paciente ¨AA¨

Arnobio Acaudalado Araujo estaba hecho un diablo de puro bravo. Tuve uno de esos retrasos que de tiempo en tiempo un médico no puede evitar… Los visitadores médicos me dicen que soy un ¨profesional secuestrable¨, me sorprendo creyendo que es porque suponen que tengo mucho dinero, pero no, se me adelantan para decirme que siempre llego por la misma puerta y a la misma hora tanto en el hospital como en mi consulta privada. La puntualidad atenta tantas veces contra nuestro oficio… Por otra parte, hay pacientes que necesitan más tiempo que otros, bien por la complejidad de su problema, bien por la carga de ansiedad que traen sobre sí y que es necesario buscarle un desahogo; bien, por lo enrevesado de su condición patológica que hasta podría matarlo…

Se encontraba muy irritado y como un león enjaulado copiaba sus propios pasos una y otra vez, de aquí para allá y de allá para acá mirando continuamente su Rolex de oro macizo, como si las agujas fueran a moverse al acelerado ritmo que imprimía su prisa interna, ¡Prisa para nada…! Sacó su agenda electrónica y miró las citas de la tarde. En apretada secuencia mostraba más compromisos que horas del día.

Era una tarde mansa y soleada, en la que el Cerro Ávila en todo su esplendor, paciente y sin prisas, se exponía magnificente al través del amplio ventanal de la sala de espera. El pulmón vegetal, ese colirio refrescante para la vista y la mente de quienes por milagro de la relajación podemos transportarnos hasta él y percibir el suave aroma de sus hierbas, sus eucaliptos y la pacífica brisa que desprende de la mente esas tendencias tanáticas, tan dañinas… El escape del tráfago con sus arroyos rumorosos en caída libre peñascos abajo, el canto melodioso de pájaros silvestres y la Cruz de los Palmeros brillando allá arriba para consuelo del alma apesadumbrada…

Pero él no parecía ver el espectáculo que se desplegaba a pocos metros de su pujo; para él, cual miope imaginario, todo parecía borroso, como fuera de foco, pues hacía mucho tiempo que se había desinteresado por las cosas sencillas y verdaderas, por las bellezas de su propio entorno. ¡No había tiempo para esas necedades! – ¨¿Cómo es posible que este doctor me haga esperar? ¿Quién se creerá que es? En esta necia espera he perdido cientos de miles de bolívares fuertes, euros, dólares, por eso prefiero los médicos de Miami. Van al grano de los exámenes complementarios sin hablar tanta pendejada con el paciente…¨.

No imaginaba lo que me esperaba… Traspasó lívido el umbral de mi puerta; una ira pobremente disimulada lo embargaba, no fijaba la mirada en mis ojos y parpadeaba con insólita rapidez secándose la frente perlina y tragándose su boca seca. Me reiteró con el verbo la prisa que su aspecto traslucía. En sucesión y para comenzar profirió varias pesadeces que sin éxito trató de adornar ante mi cara acostumbrada. Casi no podía creer que yo le tomara algunos datos de filiación, que, a su manera de ver, bien hubieran podido ser tomados por mi secretaria para ganar tiempo e ir al grano y de inmediato.

Olvidaba que en la consulta médica todo tiene un sentido, un significado: conocer al otro al tiempo que se activa el contrato médico-paciente que propende a la sanación, de paso descubrir cuáles son las áreas de reparo donde aquél pueda indagar y luego ir a buscar al malandrín en su madriguera. Todo lo que el médico hace o deja de hacer tiene al unísono, una connotación diagnóstica y terapéutica mostrando calma ante la prisa del otro, trasluciendo sosiego ante las más crudas revelaciones del semejante, procediendo despacio cuando la propia prisa interna parece obligarnos a ir más rápido, escuchando con paciencia la impaciencia del entrevistado. En fin, hacer las cosas como deben ser realizadas. Tú y yo solos en humana comunión, como si no hubiera otros esperando….

Colocó tres teléfonos celulares en sucesión sobre mi escritorio… ¡Mala señal! –pensé-; se echó hacia atrás en el asiento, muy bien vestido: flux azul de tenues rayitas blancas, camisa beige de listas azules verticales y cuello de blanco impoluto, corbata con pintas modernas y nudo breve, suave perfume, uñas pulidas y esmaltadas, relucientes zapatos negros de moticas. No pudo mantener por mucho tiempo esa posición, se tiró hacia adelante sentándose en el borde de la silla y se vino hacia mí para apoyar un codo sobre mi escritorio, cuando con la otra mano golpeaba rítmicamente la madera simulando una cadencia de galope a media rienda. Así era él, un caballo echado al galope de la vida con su facies tiesa, moviendo los músculos de su cara al tiempo que músculos atávicos hacía que sus orejas también se movieran cuando fruncía el ceño.

Entre otros, alto ejecutivo bancario por no decir uno de sus dueños, ¡fiel creyente del Time is Money !, querido dinero que tendría que dejar atrás o de lado ante la urgencia de una enfermedad o cuando fuera llamado a definitivo juicio. ¡Qué lástima! Nada podría llevarse, ni tampoco presenciar las peleas a cuchillo de su familia por una tajada más grande.

Continuamente competía conmigo aún en momentos en los que le ofrecía consejos sobre su salud, siempre quería ganar demostrándome que el cigarrillo a él no le hacía daño, que el sobrepeso le daba un aire de vencedor y que no tenía tiempo para esa bobada que llaman ejercicio. Interrumpía la conversación a cada rato con un ¡perdón!, para oírse él mismo sus palabras… y cuando hablaba daba la impresión de encontrarse a kilómetros de distancia, pensando tal vez más en las citas perdidas que en su propia salud.

  Por cierto, Arnobio era un muestrario de enfermedades: ateroesclerosis coronaria complicada de infarto acaecido durante una discusión entre altos ejecutivos[1], triglicéridos y colesterol malo elevados, el colesterol bueno, muy bajo, hígado graso, ácido úrico elevado e hipertensión arterial mal controlada, porque desafiante me dijo, ¨yo no siento nada¨. Sus acompañantes electrónicos, no invitados e imprudentes, símbolos del estatus, chillaban desconsiderados en diversos timbres y a la vez: ¨Llámame más tarde que estoy con el médico¨ -decía- ignorando el aviso apagar el celular a la entrada del despacho. ¡Aquel hombre, en su grandeza inventada, movía a piedad y lástima! Arriesgaba su salud, su hogar y los pequeños placeres de la vida por ganar más dinero, por ser un hombre exitoso. Al examinarle no quiso quitarse los pantalones, aún menos se dejó realizar un tacto rectal, su índice de masa corporal y su circunferencia abdominal, tan sencillos en su búsqueda como son, gritaban de un malestar corporal no sintomático; por ahora, los 9/10 de su iceberg somático estaban sumergidos, y allí precisamente se cocinaba una tragedia…

Al escribir mis notas mostró una suprema impaciencia: casi quería saltar sobre mí, ocupar mi asiento y acelerar mis dedos sobre el teclado… Cuando le cobré, sonriendo en forma sarcástica extrajo unos pocos billetes de un fajo que traía en su bolsillo y al estricote los zumbó sin ninguna cortesía sobre mi escritorio; ¨Eso es para mí una propina¨ –masculló-.

Primera, única y última consulta… No hubo feeling, no hubo química, no hubo conexión, estaba muy defendido; en fin, minutos frustrantes para ambos; él los olvidaría de inmediato; a mí me harían meditar sobre mí mismo y mi circunstancia, porque podemos y debemos aprender de los pacientes, con sus triunfos, penas y dolores…

[1] Por cierto, el eminente cirujano escocés, John Hunter (1728-1793) era sufriente de una angina de pecho y hombre de pocas pulgas y por cualquier cosa se sulfuraba. Acaecióle que durante una discusión entre colegas estalló en cólera, se desplomó y murió en brazos de uno de ellos. Por cierto, que su caso trajo a la luz la fuerte influencia de las emociones sobre el corazón…

Arnobio era un fiel ejemplo de lo que Friedman y Rosenman[1] (1959) describieron como Personalidad tipo A, caracterizada por una intensa y desmedida ambición, fuerte competitividad, preocupación constante por las fechas límites, orientación decididamente competitiva, impaciencia, urgencia de tiempo, ira y hostilidad. Aquellas otras personas que carecían de esas taras, se les llamó de Personalidad tipo B; pues bien, de acuerdo a su estudio, en el tipo A, la incidencia de enfermedad coronaria era siete veces mayor que en los del tipo B. Desde entonces han aparecido artículos conflictivos sobre esta personalidad y su relación con enfermedad coronaria.

  En 1981 un panel auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud de USA[2] concluyeron que la personalidad tipo A constituía un factor de riesgo independiente, siendo de similar magnitud al correspondiente al tabaquismo, hipercolesterolemia o hipertensión arterial. En 1985 miembros del Multicenter Post-Infarction Research Group arguyeron que no había evidencia uniforme para sustentar la relación patógena de la personalidad tipo A o el efecto protector de la personalidad tipo B. La controversia creció en 1993 cuando Lachar[3] sugirió que el comportamiento propenso a enfermedad coronaria y el paciente tipo A, no eran sinónimos y no debían ser mirados como ¨orientados hacia el logro y considerados como trabajólicos (workaholic)¨; a la inversa, este tipo de comportamiento parecía incluir una reactividad fisiológica y emocional particular a situaciones desafiantes, especialmente aquellas que inducían a rabia, cinismo, desconfianza u hostilidad. En 1996, Denollet y cols.[4], introdujeron el tipo de personalidad tipo C como indicativo de fuerte factor de riesgo coronario y además relacionado con la eclosión de un cáncer al mostrar desesperanza, indefensión, sentimientos depresivos y respuesta al estrés con represión.

 Un nuevo tipo de personalidad denominada D, es aquella del paciente angustiado o ¨distressed¨, está marcada por las emociones negativas crónicas, el pesimismo y la inhibición social. Este perfil de personalidad se determina utilizando un cuestionario breve de 14 aspectos que mide la inhibición social y el estado global del ánimo. Los pacientes responden a frases como «soy una persona cerrada» y «me siento infeliz con frecuencia». Los investigadores descubrieron que los pacientes cardíacos Tipo D tienen tendencia a experimentar emociones negativas, a inhibir su expresión y un riesgo de muerte cuatro veces mayor  comparado con quien no la tiene y tres veces más de incidentes cardiovasculares como enfermedad arterial periférica, angioplastia o bypass, insuficiencia cardíaca, trasplante cardíaco, infarto del miocardio o muerte.

Asentaron, «Los pacientes Tipo D tienden a sufrir mayores niveles de ansiedad, irritación y estado depresivo en todas las situaciones y épocas y no comparten estas emociones con los otros por miedo a su desaprobación». Con independencia de los factores de riesgo médicos tradicionales, se halló que la personalidad Tipo D predice la mortalidad y la morbilidad en estos pacientes.

En 1999, Rozanski y cols.[5], revisaron en forma extensa el impacto de los factores psicológicos en la patogénesis de la enfermedad coronaria. Concluyeron que diversos estresores psicosociales mediaban la condición cardiovascular a través de un complejo de hiperactividad simpática que incrementaba la génesis de arritmias, actividad de procoagulantes además de favorecer una ateroesclerosis acelerada.

Por otra parte, Friedman y cols. ([6],[7]), sostuvieron que una modificación en estos rasgos de personalidad, podrían tener algún impacto en la recurrencia de un infarto. Sin embargo, en un editorial de The Lancet de 1981[8], se advierte que ¨realizar cambios sustanciales en pacientes con Personalidad tipo A, puede resultar en un descenso en su estatus personal, en el desempeño en el trabajo, en la estima de sus colegas y aún en el ingreso personal¨. Tal vez quiera todo esto decir que el tema aún necesita de alguna clarificación y que la personalidad tipo D ha desplazado al tipo A como factor dominante de riesgo para enfermedad coronaria.  

 

[1] Friedman M, Rosenman RH. Association of specific overt behavior pattern with blood and cardiovascular findings: Blood cholesterol level, blood clotting time, incidence of arcus senilis and clinical coronary artery disease. JAMA. 1959;169:1286-1296.

[2] Coronary-prone behavior and coronary heart disease: A critical review. The review panel on coronary-prone behavior and coronary heart disease. Circulation. 1981;63:1199-1215.

[3] Lachar BL. Coronary-prone behavior. Type A behavior revisited. Tex Heart Inst. 1993;20:143-151.

[4].  Denollet J, Sys SU, Stroobant N, Rombouts H, Cillebert TC, et al. Personality as independent predictor of longterm mortality in patients with coronary heart disease. Lancet. 1996;347:417-421.

[5]. Rozanski A, Blumenthal JA, Kaplan J. Impact of psychological factors on the pathogenesis of cardiovascular disease and implications for therapy. Circulation. 1999;99:2192-2217.

[6] Friedman M, Thorensen CE, Gill JJ, Powell LH, Ulmer D, Thompson L, et al. Alteration of type A behavior and reduction in cardiac recurrences in postmyocardial infarction patients. Am Heart J. 1984;108:237-248.

[7] Friedman M, Breal WS, Goodwin ML, Sparagon BJ, Ghandour G, Fleischmann N. Effect of type A behavioral counseling on frequency of episodes of silent myocardial ischemia in coronary patients. Am Hear J. 1996;132:933-937.

[8] Are we killing ourselves or not? Lancet. 1981; 2:669-670.

¿Y es que conocer toda esta gama de personalidades puede ayudar en la asistencia terapéutica de nuestros pacientes? La verdad es que como expresó el gran clínico francés Armand Trousseau (1801-1867), ¨No hay enfermedades, sólo enfermos¨, y que los modos de enfermar dependen de factores corporales, médicos, genéticos y epigenéticos, biopsicosociales y aunque a menudo se olvide o se niegue, del devenir patobiográficos de un sujeto en particular; por ello, aconsejo a mis alumnos elaborar sus historias clínicas teniendo en cuenta, además de los posibles hechos patológicos o intervenciones quirúrgicas, antecedentes familiares y personales patológicos, sus circunstancias personales. Buscar en detalles de la vida del enfermo las pistas que pudieran dar luces a la génesis de sus dolencias, premisa sin la cual no es posible conectarse con el enfermo tras la enfermedad y encontrar un tratamiento adecuado. En fin, adoptar una visión antropocéntrica de la medicina en la que todo gira en derredor del paciente y su circunstancia, una medicina personalizada que centra los diagnósticos y tratamientos en las particularidades biológicas, fisiológicas, metabólicas y patobiográficas de cada enfermo.

Ars médica y “horas nalga…”

“El mundo está lleno de cosas mágicas esperando pacientemente

 que nuestros sentidos crezcan”

― W.B. Yeats

En una sala de nuestro hospital, comenzábamos muy de mañana y a la usanza de nuestros maestros el consagrado ritual de la revista médica; no un ritual cualquiera, un ritual comprometido, trascendente y transformador, profundamente asentado en el core de la relación médico-paciente: oír, mirar y especialmente tocar “con manos perceptivas” como aconsejaba Lewis Thomas (1913-1993).

Haciendo un cerquillo alrededor de la cama del enfermo oyendo detalles de la historia de su enfermedad; luego, repreguntando más detalles nosotros mismos cuando ya desde lo lejos habíamos oteado en el lado derecho de su cuello y en la vena yugular que resaltaba distendida y lustrosa, una oleada vertical en vaivén que se extendía hasta, y elevaba el lóbulo de la oreja, indicativa de una insuficiencia de la válvula tricúspide: una onda V sistólica, positiva y gigante que contranatural cancelaba la suave depresión negativa del seno X normal.

Parecía propio de un arte de magia, mas no lo era; el examen clínico comenzaba así, con un vistazo al desgaire del enfermo total recogiendo aquí y allá pequeños datos casi inobservables pero muy significativos y en ocasiones –como en la presente-, de carácter diagnóstico.

O esa ptosis palpebral unilateral mínima, apenas perceptible en el ambiente iluminado de la sala en el paciente febricitante con un linfoma de Hodgkin y cuello proconsular y la casi invisible ausencia de sudoración ipsolateral, que invitaba a aproximarse y observar la miosis pupilar para diagnosticar una interferencia en la vía simpática preganglionar por un ganglio infiltrado, un pequeño gran signo a menudo soslayado.

 

 

O mirando, por ejemplo, la inadvertida detención de la respiración por algunos largos segundos, estando seguros de que vendrían en secuencia movimientos respiratorios de amplitud increscendo y hasta ruidosos al llegar al acmé, acompañados de algún movimiento sin objetivo alguno del paciente obnubilado y con un decrescendo hasta llegar nuevamente a la apnea. Observado en lejanía, todo este ciclo imprimía el sello de la respiración periódica descrita por John Cheyne y William Stokes en el siglo XIX y propia de la insuficiencia cardíaca, accidentes vasculares y contusiones cerebrales, en llegando al Memento postrero y aun en personas normales. Viene a mi memoria el caso de mi padre que en los últimos meses de la centena de su vida la mostraba ante mis ojos incrédulos cuando sentado el sueño le vencía… Al principio me inquietaba mucho y estuve tentado a despertarlo, luego lo interprete como el hastío de su bulbo raquídeo durante los estadios 1 y 2 del sueño no-REM cuando la ventilación se encontraba bajo control químico-metabólica. Le acompañó hasta el momento de su súbita muerte…

“El caos es simplemente orden esperando por ser descifrado”

― José Saramago, El Doble

Todos ellos eran signos recogidos desde los sentidos (Figura 1), con el aliciente de que habíamos aprendido a desplegarlos espontáneamente con inusitada precisión; eran el producto de años de intensa práctica, de intensa observación, de intenso estudio y siempre buscando la excelencia en la obtención de los hallazgos, pero además, siempre luchando contra la crítica destructiva de quienes consideraban que, como la experiencia clínica no podía mensurarse y mucho menos llevarse a un trazado o a una campana de Gauss, carecían de “rigor científico”, y debían condenarse al ostracismo y a su desaparición. El ataque venía desde la sofisticación de profesores y alumnos bien intencionados, y otros, de apostatas del arte, que no se percataban de que contribuían a la desaparición de una manera de ser y hacer, y a decretar la muerte de la clínica

Y fue así como ya nunca más los corrillos se hicieron en las salas de medicina interna alrededor de una cama con un paciente real yaciendo a lo largo y ancho de su dolor, con su objetividad y subjetividad real y lacerante, sino en algún cuartucho lejos del paciente, alrededor de una mesa donde ahora reposan orgullosos artilugios propios de la tecnología, computadores con imágenes radiológicas del paciente, iPads, tabletas electrónicas, mientras los alumnos “aprenden” mediante “seminarios” lo que sólo el íntimo contacto presta; todos conectados a la Internet, la máxima autoridad, la representación de la adoración del becerro de oro, el ícono de la nueva Diosa Tecnología ante cuya presencia todos nos inclinamos reverentes (Figura 2).

Su más reciente ejemplo proviene de los llamados Médicos Integrales Comunitarios que promueve el comunismo cubano cuando al saltarse a la torera el examen clínico y el contacto íntimo con el paciente pretenden realizar diagnósticos y aun acceder a especialidades. Pero todavía más grave y penoso es ver que sus defensores a ultranza provienen de las filas mismas de los que recibieron enseñanza tutorial a la cabecera del enfermo y traicionaron sus raíces y a su país…

Y no es que no me conmueva y maraville al mirar y admirar, al oír los sonidos y ver los colores de un ecoDoppler cardíaco, o al ver en iridiscente panoplia el colorido despliegue de las capas del ojo, básicamente de la retina, en una tomografía de coherencia óptica (OCT) que define en forma cada vez más real su histología y sus lesiones (Figura 3). O al ver el subyugante despliegue anatómico de una resonancia magnética cerebral aún atrayente sin conocer la anatomía cerebral ni dónde buscar cuando los hechos clínicos indican el locus donde se aposenta la enfermedad. Pero…, tantas veces se recurre a estos instrumentos creyendo que tienen un cerebro que diagnostica, desconociendo que carecen de él y que sin la adquisición de bases anatómicas y clínicas previas a su empleo, es muy probable que ocurran desaguisados y errores de diagnóstico y que la realidad se esconda ante los ojos impávidos de la ignorancia.

“Solo vemos aquello a lo que estamos entrenados para ver”

― Robert Anton Wilson, Las Mascaras de los Illuminati-

Muy poco sofisticada y hasta vulgar resultara tal vez para ustedes la designación de “horas nalga” (u ¨horas culo¨, como le designara el maestro Pedro Grases) que empleo ante mis alumnos para tratar de comunicar algo tan serio como el compromiso a ¨tiempo completo y a vida entera ¨al estudio y dedicación al trabajo con pacientes, sus temores y sus problemas para intentar llega a ser un buen clínico.

Ser un verdadero clínico no solamente requiere desear serlo, verdad de Perogrullo; es un camino largo e inacabable que muchos desean no transitar porque nuestros aparatos “lo han hecho innecesario”: más aún si lleno de abrojos –equívocos y confusiones-, terrones y pedregullales –tropiezos y rodillas sangrantes-, subidas escarpadas y agobiantes –aprender con dolor el arte de ser médico- y descensos abruptos –proclives al enredo, al apuro y al deseo de tomar atajos sin saber adónde conducen-.

No hay magia en el aprendizaje de la medicina aunque el nuevo aparataje tecnológico que parece simplificarlo todo así nos lo proclama, avanzando a un nivel que pretende borrar todo el bagaje aprendido a duras penas y con dolores de crecimiento y frustración desde los antiguos helenos y trasladado, ampliado y mejorado hasta nuestros días. En estos tiempos, gran compromiso y decisión hay que tener para aprenderla. En mi época no existían esos melosos impulsos representados por el instrumento de última generación, más impresionantes y cautivantes que los que mi ayer dejó atrás. Pero el médico cae en la trampa de amar lo objetivo, lo que puede medirse, lo que puede tocarse; lo subjetivo le angustia, le acongoja, le produce inusitada ansiedad, quizá porque teme encontrarse y colidir con su propio yo en el intento. Es un no quiero estrechar nuevas manos, solo quiero la frialdad del hecho impreso, visible, manoseable… y al paciente, mirarlo desde el frío de la distancia.

 

“Me he convertido en una suerte de máquina de observar hechos y sacar conclusiones”

Charles Darwin

 Todavía me causa impresión recordar como mi maestro de neurooftalmología, el doctor William F. Hoyt (1926- ), profesor emérito de la Universidad de California San Francisco, se sentaba en su humilde sala de examen con más espacio que instrumentos, en una simple silla verde de aluminio frente al paciente, no mediando un escritorio que diera la impresión de distancia o frialdad; a veces dando una suave palmadita en la rodilla de aquel, le decía con curiosidad, cortesía, y humilde y noble convencimiento,

Teach me…”. Como invitándose el mismo a meditar, a beber de la fuente de la verdad, ¿Quién más que tú puedes conocer lo que te inquieta, lo que te duele? –parecía decirle-.

 

Don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960), el llamado Hipócrates español preguntaba: –“¿Cuál es el objeto que más ha hecho progresar la medicina?”, y sin dar tiempo a la respuesta, el mismo se respondía convencido: “La silla”, significando que quizá dos sillas, una para el médico y otra para el paciente, embarcados ambos en un ritual transformador ancestral, habían sido apenas necesarias. La primera para que el sanador desde su perspectiva de compromiso con la dignidad humana, se dejara enseñar por quien lleno de temores y miedos más conocía de su propia dolencia, dándole un alto al prejuicio de aquel e invitándole a mirar desprejuiciado donde nadie antes había reparado y que en la singular percepción adquirida se elevaba a un rango protagónico; y la otra, para que se sentara el enfermo e iniciara el relato del hombre como ser dolido, mostrando su totalidad: mucho más que elementos objetivos; tanto más aún de elementos subjetivos tantas veces ocultos en la hojarasca del relato; y más tarde, para que el médico permaneciera todavía sentado, asentando en su mente las enseñanzas recién aprendidas y dejando sentando en un papel sus búsquedas, rumiaciones y criterios acerca del problema en cuestión y adelantando la posible solución.

Durante esas largas horas sentado… durante esas largas y penosas “horas nalga…”, meditando frente a libros y revistas, frente a la pantalla del computador, frente a  mentiras y verdades, frente a sus propios antojos, el médico va fraguando su imaginario de enfermedades, va aumentado su muestrario de dolencias con sus síntomas y signos –algunos de esos escasos llamados patognomónicos, otros como signos rectores o cardinales, otros como signos-señales inconfundibles y más aún, otros más peligrosos como signos confundidores-, con sus señales inequívocas y aquellas otras, inusuales o frustras, aprendiendo el enrevesado y hasta inextricable lenguaje de la enfermedad, porque como hemos asentado una y otra vez, cada enfermedad tiene voz tiene un lenguaje propio que se expresa a través de las palabras del  paciente, únicas como único es él, lo que hace difícil interpretarlo porque el dolor tiene tantas voces como pacientes que las profieran; pero debe haber un sentimiento común que las traduce y aglutina y ese es el conocimiento y el deseo de ser empático para poder comprender, diagnosticar y ayudar.

En medio de un ambiente tan austero fueron descritas nuevas condiciones patológicas, nuevos signos físicos de enfermedad, nuevas maneras de observar la capa de fibras ópticas de la retina, sin más ayuda que una aguda observación y un adecuado empleo de los sentidos.

El paciente contemporáneo yace en “el aquí y el ahora”…, medio  desnudo y calado de frio, escaneado por un transductor tan frío como el que lo lleva en su mano, o por un tubo de rayos catódicos, esperando en lo íntimo de su ser, poder ser tocado por el médico, a quien en su fantasía atribuye como a los antiguos reyes, personajes sagrados, el don taumatúrgico de curar las enfermedades mediante la imposición de sus manos; para la frustración del dolido, el médico se encuentra escondido por allá, sin ninguna proximidad o intimidad con el cuerpo del paciente, interpretando los fríos tonos grises que sus máquinas le proporcionan y elaborando un informe estandarizado, muchas veces una plantilla prefabricada en ausencia de datos clínicos significativos y sin ninguna resonancia afectiva.

El superespecialista de hoy día ha sido atraído, él mismo, por un similar “canto de sirenas”… En la mitología, las sirenas se refugiaron en el estrecho de Mesina, donde atraían a los navegantes con su canto y los hacían enfrentarse a los terribles monstruos Escila y Caribdis. Las sirenas, trocadas en los artilugios tecnológicos del hogaño, atraen al médico al embelesarlo con su elaborado discurso de palabras agradables y convincentes, de imágenes extraordinarias y reales que esconden alguna seducción o engaño. ¿Para qué entonces comunicarse con el paciente; para que tocarlo, si ellas le dicen “todo”?

El “canto de sirenas” fue un atractivo irresistible que llevaba a la perdición de los marinos de antaño, y ahora en el hogaño, a la perdición de los médicos en su relación con los pacientes. Con suerte, el paciente será diagnosticado en su parte física; con bastante mala suerte, habrá sido abandonado en su parte emocional. No habrá sido curado, mucho menos sanado…

 

Elogio del amor de pareja: El definitivo y solidario adiós de unos amantes…

¿Qué es la vida? Un frenesí.

 ¿Qué es la vida?  Una ilusión, una sombra, una ficción;

y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño,

 y los sueños, solo sueños son.

Calderón de la Barca  (1636-1673)

 

El siglo XIII desveló la triste historia del amor de Isabel de Segura y Diego Martínez de Marcilla, los Amantes de Teruel. Él, segundo hijo varón de su familia, joven de buenas prendas, no tenía derechos de herencia; ella, única hija de una de las casas más ricas de la ciudad. Bajo estas condiciones, su amor solo podía hacerse efectivo si era capaz de lograr las riquezas suficientes como para aportar la dote que la familia de Isabel demandaba. El padre de aquella le concedió a Diego un plazo de cinco años para lograr tal fin. Con la promesa de volver rico, Diego se unió como soldado de fortuna a las tropas cristianas que luchaban contra la invasión musulmana. En el ínterin, Isabel esperaba ansiosa en Teruel, rechazando las propuestas de los nobles de la ciudad y distrayendo los deseos de su padre de que contrajera matrimonio en el término de la distancia.

Hecho efectivo el plazo concedido y sin noticias de su amante, Isabel, presumiendo la muerte de Diego contrajo matrimonio sin saber que llegaría a la ciudad al día siguiente repleto de riquezas; peleando contra los moros, pasados cinco años habría ganado cien mil sueldos. Al conocer que su amada había sido desposada por otro, tan sólo se atrevió a pedirle un primer y último beso. Dada su condición de mujer casada, ella se lo negó, y él, ante tal desprecio, cayó fulminado al piso.

Al día siguiente y en sus funerales, rumiando su desgracia, Isabel se acercó al cuerpo sin vida de su amado y, como reza la tradición, «le dio en muerte el beso que le había negado en vida», para morir de inmediato a su lado. Conocida su historia, los restos de los amantes fueron enterrados juntos en una de las capillas de la Iglesia de San Pedro. En la actualidad, los restos de los Amantes de Teruel son honrados en el Mausoleo del mismo nombre, en un espacio museístico y de interpretación anexo a la Iglesia. Como recordatorio de la tradición, desde 1996 se celebra en Teruel, la festividad de Las Bodas de Isabel de Segura.

Don Aziz Muci Abraham, mi tío Aziz, nació en Rammah, Akkar, Monte Líbano norte bajo los auspicios de milenarios cedros y la suave brisa del Mediterráneo; partió muy joven y lleno de ilusiones al Nuevo Mundo para juntarse con sus hermanos mayores José y Salomón y radicarse en Valencia, Venezuela. Llegó a esta tierra de gracia en 1921 cuando contaba 21 años. A diferencia de sus hermanos, que no tuvieron ninguna, obtuvo educación gracias a la solidaridad y el apoyo económico que aquellos le brindaron. Estudió con ahínco y seriedad, y alcanzó tanta estatura cultural como para que se le conociese y apreciase en las repúblicas de Centro y Sur América en razón de ser el Fundador y director de la ¨Revista Oriente¨, que ¨sostenía como ideal y como lema la divulgación de la historia y cultura árabes, en una labor de acercamiento hacia los pueblos latinoamericanos¨. De ella se editaban mensualmente cerca de mil ejemplares, la mayoría distribuidos gratuitamente y otros podían obtenerse por subscripción. En ella podían hallarse medulosos trabajos literarios[1] algunos de los cuales tuvieron gran resonancia entre la colonia líbano-siria de aquél entonces. También ideó y condujo un programa radial dominical de una hora de duración por Radio Valencia, llamado ¨Melodías Orientales¨, en la cual se dedicó a la difusión de asuntos orientales, música árabe, poemarios, pensamientos de Gibran Jalil Gibran (1883-1930)[2], noticias de la colonia libanesa y presentación de prominentes figuras del mundo árabe que le visitaban. Los costes de esas actividades eran cubiertas de su peculio particular obtenido por virtud de su esfuerzo y de su fina intuición comercial.

Sirva este preámbulo como introito a la verídica anécdota que narro a continuación.

[1] Curiosamente, mi tío dedicó algunos artículos a la contribución de los árabes en la Historia de la Medicina, por ejemplo, Averroes, Rhazes, Avenzóar y Maimónides.

[2] También conocido como Khalil Gibran (1883-1930) fue un libanés de América, artista, poeta y escritor. Nacido en la ciudad de Bisharri hoy día  El Líbano (entonces parte del Imperio Otomano Monte Líbano Mutasarrifate ); siendo un hombre joven emigró con su familia a los Estados Unidos, donde estudió arte y comenzó su carrera literaria.  Es sobre todo conocido en el mundo de habla inglesa a través de su libro El Profeta,  1923, uno de los primeros ejemplos de ficción inspirada, incluyendo una serie de ensayos filosóficos escritos en poética prosa inglesa. El libro se vendió bien a pesar de la fría recepción de la crítica, y se hizo muy popular en la en la década de 1960, de la contracultura . Gibran es el tercer poeta más vendido de todos los tiempos, detrás de Shakespeare  y de Lao-Tsé.

Siendo mi día muy largo, me encontraba al mediodía recostado en cama tratando de descansar antes de comenzar mi segunda faena, mi consulta privada vespertina. En la consulta matutina del Hospital Vargas, atendiendo desde muy temprano pacientes neurooftalmológicos con oftalmólogos y fellows, y luego, discutiendo los problemas de mis pacientes con problemas sistémicos en la Sala 3 del Servicio de Medicina 2 del Hospital Vargas de Caracas con mis alumnos de pregrado, residentes de medicina interna y adjuntos. Ese ajetreo que me hacía pensar en esos otros que tienen un segundo frente al cual tienen que atender y en otra casa… y al llegar a la propia con los cartuchos quemados, no tienen nada que ofrecer a la verdadera. Estaba en una plácida y reparadora siesta, cuando sonó el teléfono con aire implorante; mi esposa tomó el auricular y me lo llevó para decirme que mi único tío paterno sobreviviente, me llamaba con urgencia. A través del auricular su voz era tremulosa, sollozante e indecisa, muy diferente a la suya habitual, fuerte, decidida y enérgica.

– “Algo le ha pasado a su tía… no logro despertarla, le ruego que venga de inmediato a verla…”.

En vista de que ya era la hora del comienzo de mi consulta y presintiendo algo grave, le pedí a Graciela mi esposa que me acompañara. A pesar de la hora del día, nos tomó poco tiempo en llegar a Los Naranjos de Las Mercedes donde asentaba el edificio de su residencia. La criada que los acompañaba desde hacía largos años había salido a hacer una diligencia, así que en esos momentos estaban solos los dos. Mi tío nos abrió la puerta con aire de gran penuria y confusión. Dormían en habitaciones separadas.

–“Nos recostamos después del almuerzo, sentí algo extraño y entré a su cuarto, parecía pedirme algo. Le traje un vaso de agua y al levantarle la cabeza no logró beberlo…¨

Entré a la estancia. Compartiendo espacio con santos cristianos pude observar cuadros con temas budistas y una lámpara votiva ardiendo… Lo que me había temido; mi tía estaba tendida boca arriba, el cutis alabastrino, los labios pálidos, la nariz perfilada, iniciando la lividez de la muerte…

– “¿¡Cómo está mijo…!? ¿¡Por qué no me responde…!?, repetía mi tío, una y otra vez desde el dintel de la puerta apurando una respuesta. Tragué grueso y le dije con lágrimas en los ojos y voz entrecortada,

 – “Tío, no nos responde porque está muerta…”

-“¿¡Cómo que muerta!? ¡Eso no puede ser… -me repetía una y otra vez muy alterado apagándose cada vez más entre sollozos el timbre de su voz-, yo tenía que morir primero, teníamos un compromiso, eso no puede ser…, eso no puede ser…, ella no debió hacerme eso!”.

-“Lo lamento mucho, tío, pero mi tía está muerta…”

Nunca le había visto así, llorando como un niño, perdida su proverbial compostura, destrozado, acabado, caminando de un lado a otro, desbaratado, sin dirección ni destino, como un pájaro con un ala rota, tal vez sintiendo que no solo sufría por su muerte, sino también por la pérdida de la garante de su autoestima y de su propia identidad, de la privación de su amistad, de su soporte y sus mimos…

Mi tío Aziz era el menor de los hermanos varones de mi papá. Su vida era frugal y la honestidad y recio carácter eran su emblema…, vestía sobria y correctamente; a pesar de sus ochenta y pico caminaba erguido todos los días con ágiles trancos, llevando consigo un elegante bastón cuya empuñadura era una cabeza de perro de marfil adosada a una grácil caña terminada en una contera de goma. Había sido un regalo de mi padre cierta vez que mi tío tuvo una afección en una rodilla. Todo él con muy poca o ninguna enfermedad conocida a cuestas, se mantenía en muy buena forma. Nada hacía pensar que su vida estuviera en riesgo y hasta una longevidad aún más fértil podía serle asegurada…

Llamé a mi consultorio para cancelar la consulta, pero mi secretaria me dijo que había dos pacientes que habían viajado desde el interior, uno de Ciudad Bolívar y otro desde Carúpano en el Estado Sucre y a los cuales no podía dejar de ver. Le ordené que cancelara los enfermos locales que yo iría luego de solucionada la emergencia. Le pedí a Graciela que le acompañara y llamara a Balkis su única hija, que vivía en Maracay. Me comunicaba con ella a cada rato y al cabo de una hora ya había llegado su hija. En algún momento aquella me llamó para decirme que notaba que el pulso de su papá se había tornado rápido, irregular y con largas pausas.

– “Tráelo de inmediato a la Clínica, -le dije-, en la casa muy poco o nada puedo hacer por él”.

Minutos más tarde me llamó de nuevo para decirme que consultado mi tío acerca de mi deseo, él le dijo no quería ser movido del lado de Chichí –como cariñosamente llamaba a su esposa-, que ¨él moriría allí… a su lado…¨.

–“Ya salgo para allá…” -le respondí-.

Mientras me preparaba para abandonar mi consultorio recibí una nueva llamada,

-“No te apures primo, mi papá acaba de fallecer…”

En la funeraria esa noche, lado a lado, cuerpo a cuerpo, como siempre habían estado, como Los Amantes de Teruel, como siempre había sido, reposaban en dos féretros similares: dos catafalcos con sus cuerpos yertos, mi tío Aziz y a su diestra, su amada Chichí…

¿Qué había pasado? Algunos decían que mi tía se lo había llevado…, otros que una simple coincidencia, otros, en fin, que le había llegado su momento. Por mi parte, pienso que efectivamente se encontraban tan amalgamados el uno al otro, que eran una sola carne y que la suya no fue otra cosa que una hermosa forma de morir, repentinamente, sin dolor físico y al lado del objeto por siempre amado…

 

Utilizando la ¨Escala de Reajuste Social¨ elaborada por Thomas Holmes y Richard Rahe[1], es posible detectar el grado de severidad del estrés que sufre un ser humano. A través de ella se pueden consultar los cambios significativos que una persona ha experimentado en los últimos 12 meses de su vida y que han podido incidir en su situación mental o física. Como puede verse, la muerte del cónyuge ocupa el primer lugar… ¿Cómo extrañarse de tan súbito, severo y tan desbocado estrés…?

La pérdida del cónyuge amado es una de las experiencias más trágicas, dolorosas y conmovedoras por las que un ser humano pueda transitar; es la detención del mundo alrededor, es la nada, más aún si ocurre en forma imprevista, impensada y súbita… El impacto de la pérdida, deja al otro completamente entumecido, paralizado, en estado de choque… La pérdida de un ser querido, pero particularmente de la pareja, cambia toda la vida, sobre todo cuando ese ser querido también era el mejor amigo, el fiable confidente, el único amante, el que anticipaba tus deseos y estaba siempre presto a complacerlos. Desde ese momento ya todo será diferente, ya nada será igual, una bruma de espesa tristeza invadirá tu ambiente y tu ser total, puedes sentirte perdido, atascado e incómodo al momento de tomar decisiones, incluso las más insignificantes. La muerte de tu cónyuge te dejará preguntándote, ¿quién y qué soy yo ahora? ¿qué voy a hacer? ¿por qué siento que dos menos uno es igual a cero? El enojo y la culpa serán emociones comunes, enojado con Dios, con el cónyuge ido, con la familia o con todas las demás personas. También el enojo se volverá contra ti mismo. Retumban en la cabeza el “si solo…”, y los “si yo hubiera…”, produciendo un gran dolor y manojos de agrias dudas e incertidumbres. Luego, el sentimiento de culpa acompañará o seguirá al enojo. Sentirás deseos de apartarte de los demás y solo buscarás la soledad. Pero debemos saber que, así como una herida cura con el tiempo, el dolor emocional a la larga, también sana y aunque sus imborrables cicatrices permanecerán siempre dolorosas, te dejarán seguir viviendo. La mayoría de las personas que experimentan una gran pérdida, después de un tiempo, y en cualquier caso, encuentran una manera de retomar sus vidas, y de nuevo llevar vidas intensas, plenas y significativas,

[1]  Available in: URL: http://en.wikipedia.org/wiki/Holmes_and_Rahe_stress_scale. Accessed, april 16, 2016.

 

¡Qué pena, el amor siamés de mi tío nunca habría de permitírselo…!

 

 “La dama más celebrada,
lazo en que todos cayeron,
ella y ellos, di, ¿qué fueron
sino tierra, polvo y nada?
¡Oh limitada jornada,
oh frágil naturaleza!
La humildad y la grandeza
todo en nada se resuelve:
es de tierra y a ella vuelve,
y así, acaba en lo que empieza”.

Calderón de la Barca (1636-1673)

 

La pérdida de nuestra esencia… oración para un estudiante de medicina (redivivo)

DR. RAFAEL MUCI-MENDOZA §

Unidad de Neurooftalmología del Hospital Vargas de Caracas. Profesor titular, Cátedra de Clínica Médica B. Escuela de Medicina José María Vargas. Universidad Central de Venezuela.

Profesor de Medicina Interna, Neurooftalmología y Neurología. Unidad de Neurooftalmología del

   Hospital Vargas de Caracas. Escuela de Medicina José María Vargas. Universidad Central de Venezuela.

 

 

Atribuye el viejo anecdotario de las glorias médicas, que al médico árabe de Bagdad, Hakim Ibn-E-Sina, también llamado Avicena (980-1.037 d.C.), se le pidió examinar en Buhara, al único y bien amado hijo del Sultán Nuh-bn-Mansur. Siendo que aquel se encontraba taciturno y ensimismado y no era capaz de intercambiar palabra alguna, a los ojos del sabio, el muchacho se había precipitado en el umbroso reino de la melancolía. Mientras le escrutaba a profundidad con sus sentidos exacerbados, tomó su muñeca para percibir el enigmático ‘lenguaje‘ de sus pulsaciones, al tiempo que le interrogaba inteligentemente.

-¿Está pensando Su Majestad en algo que ocurrió aquí en Palacio, o afuera, en la Ciudad? El príncipe nada respondió, sin embargo el Hakim percibió que la frecuencia del pulso, inmediatamente después de oír decir ‘afuera en la ciudad’, se encrespó como las ondas tempestuosas de la mar -¿Está pensando Su Alteza Real en algo de este lado del río, o en la ribera opuesta? De nuevo, el joven no pronunció palabra, pero al escuchar pronunciar la frase, ‘en la rivera opuesta’, su pulso inmediatamente se aceleró y martilló con contundencia los dedos del sabio. Siguiendo esta misma táctica, el erudito facultativo continuó interrogando al taciturno enfermo e interpretando el impacto de sus preguntas, en las variaciones de la amplitud y frecuencia de su pulso

   Publicado en Archivos del Hospital Vargas. 1999:41:87-92.

Descubrió, de esta forma, que una joven allá en la Ciudad, habiendo birlado el corazón del mozalbete, parecía no haberle dado esperanzas. Fue inclusive capaz de determinar, la exacta localización de la casa de aquella, aun cuando el príncipe no le ofreciera señal verbal alguna. Una vez enterado del veredicto del médico, el Sultán ordenó a su guardia real, traer la joven a Palacio. Tan pronto como la mujer de sus desvelos le fuera presentada en su aposento, el Príncipe experimentó una milagrosa recuperación. El sabio, que para el momento apenas contaba diecisiete años, recibió desde ese momento, permiso para utilizar la biblioteca de Palacio y adicionalmente, una generosa retribución en oro y joyas; pero se cuenta, que mucho mayor fue la recompensa de haberle proporcionado felicidad al muchacho y alivio al conturbado espíritu de su padre…

Observa ahora, cómo la anécdota precedente, encierra innúmeras lecciones… (1)

«El pasado es tan sólo el prólogo«, puede leerse en la fachada del Archivo Nacional en Washington, D.C. Dime, por tanto, querido estudiante ¿Qué conoces acerca del «prólogo» de esa medicina que escogiste como compañera para toda la vida?, ¿Cómo pretendes entender lo que ella es y significa sin siquiera acercarte, humilde, a su prefacio?, ¿Te han enseñado tus profesores quiénes fueron tus «ascendientes», esos que construyeron las pétreas bases en la que descansa nuestro oficio? ¿Sabes por casualidad quién fue el Hakím Avicena, el héroe de nuestro relato?

En su «Historia Universal de la Medicina», don Pedro Laín Entralgo (2) nos dice, «La verdad es que los médicos de los siglos XIX y XX… han solido mirar con despego, cuando no con irónica aversión, el conocimiento de la historia de su propio saber…» y más adelante comenta, «Imaginemos el caso de un buen técnico de la auscultación. Si además de saber auscultar, ese médico sabe con agradecimiento quién fue Laennec (1781-1826) y qué hizo para inventar la auscultación mediata, y por qué y cómo hizo eso que hizo, sólo con esto se elevará a la decorosa condición de médico y hombre ‘bien nacido’. Procediendo de otro modo, no pasará de ser un puro logrero de la técnica, un sujeto que explota en beneficio suyo la invención de Laennec sin haber tributado a éste el mínimo homenaje a que por su preciosa hazaña tiene derecho; ese homenaje que rinden al creador quienes se acercan a él con resuelta voluntad de conocimiento y reconocimiento».

Hasta reciente fecha se ha considerado a Avicena, el Príncipe de los Médicos, como el representante clásico de la medicina árabe y a su código de la medicina (Canon Medicinae), la quinta esencia de la ciencia médica greco-oriental, obra inmensa, que contiene un millón de palabras árabes en más de mil folios, donde el sabio Hakím (palabra árabe para médico), expresa una madura unión de la teoría con los principios de la praxis, esa, que proporcionó a la medicina su firme posición en el sistema de las ciencias. Tal es así, que se cuenta de un maestro de medicina de París, empleó más de 50 años en leer y explicar a sus discípulos sus comentarios a sólo el primer libro del Canon de Avicena… (3).

Por ello, cuan tristes y desalentados nos sentimos, cuando al preguntar a nuestros alumnos de pre o posgrado quienes fueron Luis Razetti, Francisco Antonio Rísquez, Pablo Acosta Ortiz, William Osler, Galeno, Paracelso o Hipócrates por sólo mencionar a unos pocos locales o universales, sólo recibimos por respuesta la vacía sonrisa de su ignorancia. Apresúrate pues, conoce y enorgullécete de esos titanes que conformaron en la solitud de sus desvelos, piedra a piedra, las aceradas bases de esta excelsa profesión y recibe de sus manos el orgulloso blasón que ostentarás y que será fuente de perpetua inspiración. Además, conocer a los maestros que les siguieron y a tus propios maestros, te enseñará mucho más acerca de ti mismo y el camino que has de seguir…

La anécdota también nos muestra que los médicos podemos, con sabiduría y humana compresión, aprender y perfeccionar el arte de curar, debiendo saber que aun cuando no podamos hacerlo, existimos para ayudar, confortar y aliviar; pues, ese alivio del dolor, bien se trate de dolor físico, psíquico o espiritual, es nuestra única, especial, sublime y principalísima prerrogativa. En algún caso, como el precedente, se tratará de algún paciente importante u opulento que pueda recompensarte económicamente con creces; pero en las más de las ocasiones, nuestros enfermos provendrán de los escaños más bajos y olvidados de nuestra trama social; serán sociópatas, vale decir, enfermos creados por nosotros mismos o con la ayuda de nuestra indiferencia, desheredados de toda esperanza, desposeídos de todo bien y fortuna y víctimas propiciatorias de la injusticia social. A estos últimos, de quienes hemos extraído en los hospitales públicos y en nuestros años mozos, el zumo de sus enseñanzas desinteresadas, debemos muy especialmente dirigir nuestros más afectuosos cuidados, esfuerzos y mejores intenciones, derivando también de la atención que les prestemos, nuestra más profunda gratificación.

De ese pendulante deambular entre pobres y poderosos, del justiprecio obtenido al comparar sus fortunas y sus miserias, sus anhelos y frustraciones, sus sobrantes y faltantes, si así genuinamente lo deseamos, entenderemos el sentido cabal de nuestra vida transitoria y descubriremos la verdadera e intangible riqueza, esa que yace profunda en nuestros corazones y se transparenta cual cristal, al través de nuestros actos. Pues debes saber que durante nuestro proceso de crecimiento como médicos, insensiblemente, vamos perdiendo la capacidad de sorprendernos ante los enigmas que nos ofrece la vida y los procesos de enfermar y curar. Se habitúa uno tanto al mundo del enfermo y sus pesares, que ya no dejamos lugar para el asombro o la compasión, pues todo termina por parecernos llano y homogéneo; tal significa, que vamos lenta e insensiblemente hundiéndonos en el tremedal de la rutina, ese indeseable efecto colateral del ejercicio médico, que termina por secarnos las entrañas pero también el alma.

Pero a diferencia de la narración, no todo es gratificación en nuestra diaria misión. Más pronto de lo que imaginas, conocerás sobre el dolor culposo, ese que inmisericorde taladrará sin pausas tu pecho casi que en la forma de un ‘status dolorosus, cuando te equivoques al diagnosticar o al tratar;  o cuando  hagas daño de palabra o hecho sin la intención de hacerlo, o cuando veas al paciente agravarse porque el hospital, inexplicablemente, carece de los recursos necesarios para atenderlo, o él,  para costear su propio tratamiento; o cuando muera aquel a quien has dedicado tus mejores esfuerzos y cuidados, arrojando sobre ti pesados fardos de culpabilidad. Deberás entonces comprender que no eres omnipotente y que la propia muerte y la de tus pacientes forma parte y da sentido a la vida. Y como si ello no fuera suficiente, conocerás también la pena al través de la irracionalidad e ingratitud de tus pacientes y la palabra maledicente de tus colegas, cuando tergiversen tus acciones para que sirvan a los efectos de su mezquindad y al daño a tu posesión más sagrada: ¡Tu reputación! Peor aún, tal vez nunca aprendas a ignorar esos injustos ataques, que mediatizados por la mediocridad y la envidia, te harán hasta dudar de tus procederes y a los que habrás de sobreponerte para que puedas seguir tu camino sin fracturas ni dobleces…

De la misma manera, la historia nos hace ver cómo las reacciones totales del enfermo importan, y más aún, aquellas no expresadas mediante el lenguaje de las palabras, sino al través del diáfano decir del silencio o de las reticencias, o terciadas por el enrevesado dialecto de las actitudes, gestos y modificaciones de ciertas respuestas corporales; por ello, reserva tiempo, energía y esfuerzos para entrenarte en el reconocimiento y ponderación de esa forma tan elocuente de decir, que constituye la llamada comunicación no-verbal o preverbal, importante variante del comportamiento, que bien, refuerza o niega lo que las palabras del enfermo dicen o parecen decir.

La comunicación verbal es parte del currículo de las escuelas de medicina; desafortunadamente, la importancia de la comunicación preverbal o “verdadera”, curiosamente, es rara vez mencionada: Incluye la reveladora forma en que empleamos nuestro cuerpo para comunicarnos (expresión corporal y visceral): El ejemplo del Hakim Avicena es tangible muestra de ello, pero también, atiende e integra en el contexto de la visita médica, unas manos frías y sudosas o calientes y húmedas, unas pupilas dilatadas, una mirada  huidiza que ve en otra dirección y se resiste a mirar directamente a los ojos del otro, un parpadeo exagerado, unos párpados retraídos, suspiros profundos y prolongados, un duelo tan reprimido que apenas se atreve a humedecer levemente los ojos ante la pregunta que lo hace aflorar, un trago grueso difícil de pasar, una respiración superficial limitada a movimientos de los hombros, un sentarse en el borde de la silla, nos dirán quizá mucho más, que lo que el paciente se atreva o quiera decirnos…

No porque ella o él así lo quieran, sino porque detrás de un motivo de consulta cualesquiera, se agolpan tensiones sepultadas en las profundidades insondables del inconsciente, que hacen esfuerzos y pulsan por hacerse oír, para decirnos sobre los sentimientos del otro, y así, tan igual como le surge al paciente inadvertido desde su interioridad, debe ser obvia para nuestros sentidos. Por tanto, no será difícil percibir cuándo una persona miente: Involuntariamente se sonroja, titubea, se mueve en la silla, aclara la garganta, hace pausas y evita el contacto visual. Utiliza este conocimiento únicamente para tu propio consumo, para entenderle y ayudarle, nunca para hacerle quedar mal. De consiguiente, cuando el enfermo se exprese, pon atención a la vertiente para – lingüística de su relato, por ejemplo, a los «actos fallidos« originados en su inconsciente, como ese tan frecuente de confundir «Dolor» por «Doctor«, o «Padre» por «Doctor«. En el primero de los casos, quizá quiera decirte, que tiene inmenso temor al dolor que puedas infligirle, tal vez porque otros médicos antes que tú, ya se lo hicieron padecer, o tal vez, porque percibe la consulta como un acto penoso o punitivo; en el otro, puedas a lo mejor percibir, la profunda connotación pecaminosa que, para él o ella, tiene el síntoma y la necesidad de que tú le absuelvas…

Pero una moneda siempre tiene dos caras; recuerda a tu vez, que de la misma manera, te comunicas preverbalmente con él y que durante la entrevista, continuamente estás enviándole mensajes de diversa connotación, coherentes o confundidores, de afecto o de rechazo, de respeto o de burla, de interés genuino o de desafecto, de credibilidad o incredulidad y que estos mensajes, son diáfanamente percibidos a un nivel preconsciente. Hacer consciente y emplear positivamente el conocimiento de esta forma de comportamiento, tiene mucho que ver con esa madurez a la que el médico debe aspirar con vehemencia y es un importante aspecto de la relación médico-paciente, indispensable para nuestra comprensión de él, su alivio y satisfacción. Ofrécele pues a tu enfermo, la perspicacia y empatía de una mente libre y desprejuiciada, ecuánime y equilibrada, que antes que juzgar, sugiera fórmulas que no adicionen más castigo al que él o ella se han infligido o soportan, frases que sirvan para aliviarle y orientarle o amortigüen el impacto de sus conflictos…

Decía el famoso neurocirujano inglés, Wilfred Trotter, que en el decurso de la entrevista médica, «el paciente o la enfermedad a menudo revela sus secretos en un paréntesis causal«, y no por raridad, verás ese enfermo que al socaire de la despedida, se voltea para decirte que «olvidó lo más importante«, o suelta al aire con «inocente» desgano, una frase que a no dudar, será siempre mucho más preciosa y decidora que todo lo que te haya referido en los minutos precedentes… En aquel momento, los conflictos represados en los abismos insondables de su inconsciente, al través de la magia de una brecha abierta por tu actitud comprensiva, ganarán por un instante, acceso a la superficie del consciente y se mostrarán abiertamente. Mantén pues, tu oído alerta y tu corazón dispuesto para no dejar pasar por alto ese «paréntesis casual» revelador…

 Pero si además, utilizas el diálogo como manera de conocer «como habla y se expresa« la enfermedad particular de ese paciente, si empleas la anamnesis de forma inteligente, ella se te revelará como un indicador fiel de cuál dirección tomar para hacer un examen físico provechoso, orientado hacia la disfunción particular de algún sistema u órgano. Para ello, deberás aprender qué, cómo, cuándo, dónde y en presencia o ausencia de quién, preguntar. ¡Tarea nada fácil y ejercicio para toda una vida! Requerirá de extenso conocimiento de materia médica, atención para evitar el prejuicio e ingenuidad para escuchar e interpretar lo conocido, pero también, sabiduría para interpretar lo nunca oído o visto. Es axiomático que una pregunta que insinúe la respuesta, debe evitarse a todo coste. Un médico experimentado tendrá la habilidad para hacer ‘esa’ pregunta reveladora, en el momento más oportuno, presentándola en términos opuestos a lo que espera oír, así, que pueda interpretarla lúcidamente y sin interferencias.

El famoso cardiólogo Paul Wood (1907-1962) (1963) (4) decía, que «un historiador cabal es aquel capaz de interpretar mejor la respuesta a una pregunta insinuadora». Sir William Ogilvie (1887-1971) (1948) (5) expresó alguna vez, que «un síntoma engañoso, es engañoso sólo para aquel proclive a ser engañado«.  El Profesor Samuel Levine (1891-1966) (6), quien en 1962 describiera la compresión y masaje del seno carotídeo como prueba diagnóstica de cabecera para identificar cuándo un dolor retroesternal era o no expresión de ángor péctoris, nos ofrece un clásico ejemplo del cómo preguntar. Recomendaba que mientras se realizaba la maniobra en el sujeto adolorido, se empleara una pregunta que no sugiriera la respuesta, tal como, «¿Está empeorando el dolor?». Comentaba que si la respuesta era «¡No… está mejorando», la prueba habría sido positiva para identificar el estirpe coronario del síntoma («signo de Levine«).

El desiderátum del antiguo Hakím era obtener una preparación universal, no sólo en materia médica sino también en filosofía; la resultante era la de un técnico imbuido de profundo humanismo (3). Necesitas entonces adornar la técnica con virtudes como la nobleza de espíritu y la lealtad hacia el más débil. El tercer año de tu carrera te acercará a la técnica, nunca lo hagas a la ligera o deficitario, y si al finalizarlo tienes dudas de tu capacidad y preparación, ¡Repítelo! La semiótica o el arte de la búsqueda e interpretación de los síntomas y signos, constituye la piedra fundamental, las sólidas pilastras del andamiaje sobre el cual que habrás de erigir el conocimiento para toda la vida, y por supuesto, querrás tener una base sólida donde puedas erigirlo orgulloso y confiado…

Al dominio de la semiología y de la semiotecnia, deberás dedicar tu mayor atención, ingenio y esfuerzo, pues son un medio idóneo, acrisolado con el paso de las generaciones para arrancar los secretos a la enfermedad invisible e interiorizada; dicho de otra manera, la forma para traer hacia el «Afuera«, al enemigo agazapado en algún lugar del « Adentro«… No por raridad, el estudiante transita por esta etapa sin saber cuán importante es, y hasta pareciera que sus instructores también lo ignoraran. Al favor de una instrucción de «aula» de lo que debería ser de «sala» o de «ambulatorio«, se desvirtúan su esencia y su valor, pues la enseñanza a la cabecera del enfermo que preconizara el genio de Sydenham y que combina hermosamente la teoría con la praxis, ha sido sustituida por una tediosa sucesión de «síndromes». En la penumbra y con la ayuda de diapositivas o acetatos, el instructor «enseña cómo examinar enfermos en ausencia« a un grupo de somnolientos e inmotivados alumnos, con la resultante de que el único que aprende es él; el enfermo y sus problemas son los grandes ausentes y la imposibilidad para conjugar saber con hacer, es el deletéreo resultado.

Será únicamente conjugando psiquis, espiritualidad, soma y ambiente, como te habrás adentrado en la medicina de la persona total, en la comprensión antropológica del hombre enfermo, esa forma del quehacer del médico que entiende e imbrica la enfermedad con la biografía del que la sufre y el medio en el que se desenvuelve; que tomando en cuenta su dignidad, comprende las innumerables maneras de enfermar, tan  particulares de cada quién y tan ignoradas por la medicina contemporánea que ve sucesiones homogéneas de enfermedades, enorgulleciéndose de su miope y prejuiciada perspectiva, de su actitud evasiva, cuando con desparpajo sondea aisladamente mediante complejos aparatos y abundosos exámenes complementarios, tantas veces de errático rumbo o innecesarios, la arista somática del individuo en flagrante prescindencia de su ser total. Tal ha generado un novedoso escenario donde el médico es un esclavo de la técnica, el hospital funciona como un taller de reparaciones, o en el mejor de los casos como una fábrica de curaciones, y el paciente y por lo tanto el hombre, el objeto propiamente dicho de la medicina humanizada resulta siendo el perdedor del sistema. Comenzarás por esta vía, a ser un médico de la persona y para la persona, un verdadero humanista, que en el concepto de Cicerón (106-43 a. C.), consistiría en aquel que coloca al individuo como centro, y no un técnico deshumanizado que únicamente mira al través de sus instrumentos computadorizados, dejando al hombre de lado y solazándose sólo con la enfermedad interesante’. No quiero decir con esto que la técnica excluye la humanidad, pues la técnica en sí misma no es inhumana, únicamente, que puede manejarse en forma inhumana: Un médico inhumano lo sería, aun en ausencia de la técnica. Es más, a la penetración de la tecnología en medicina, debemos agradecerle la obtención de infinitos beneficios y como médicos, tenemos la obligación de conocerla, gobernarla y saber aplicarla en su justo momento en beneficio del paciente.

En fin, alcanzarás un rango superior al través de amalgamar, una bien cimentada preparación científica lograda mediante el conocimiento profundo de la materia médica y el racional uso de los recursos técnicos más avanzados y maravillosos, con aquellos atributos tales como la bondad, la comprensión, la simpatía, la lealtad y la vocación de ayuda… Pero, la tarea no será en nada fácil, además de requerir una gran adhesión a la verdad y un terco afán por alcanzar la madurez, muchos necios te zaherirán por lo que haces o por cómo lo haces. Será la exteriorización de su poquedad y envidia lo que les impulse a descalificar ‘a priori’ tu forma de ser y hacer. Déjalos de lado con sus mezquindades y sigue convencido tu camino, afianzado con el decir del Quijote, “los perros ladran… la caravana pasa”.

Otra gran enseñanza derivada del relato, es que no siempre los pacientes necesitan de un medicamento, pues luego de examinarles cabalmente constatarás que la mayoría están sanos, necesitan ser tocados y sólo quieren oír por ejemplo, que sus síntomas no son el producto de un cáncer, de una enfermedad cardíaca o demencia.  Las drogas pues, nunca deben ser empleadas como manera de escamotear el tiempo que pertenece al enfermo y de suplantar nuestra obligación de comprenderlo, reconfortarlo y enseñarlo a encontrarse sano, y nunca pero nunca, a sentirse más enfermo. El médico en sí -y tu mismo por supuesto-, es la droga de mayor potencia sanadora que alguna vez podrás encontrar: ¡Cuántos lo ignoramos! Su capacidad curativa se expresa mediante su presencia, su actitud y sus palabras; pero, como cualesquier otro “medicamento”, cuando se maneja impropiamente, también posee enorme potencial para producir efectos nocivos. Escoge pues conscientemente, con inteligencia y esmero, cada gesto o palabra que pronuncies o dejes de pronunciar, y aún, la forma en que la digas: Relaja la musculatura facial y todo tu cuerpo, mira directamente a sus ojos, atiende cuidadosamente a la suavidad, entonación, velocidad e intensidad de tu voz y gesticula sin aspavientos. Recuerda una vez más, que también él está leyendo en el libro abierto de tus actitudes. Nunca permitas que abandone tu consultorio sin ese semblante risueño que denote una esperanza, aun cuando hayas tenido que expresarle dolorosas verdades.

Y hablando de verdades, no olvides jamás, que la “verdad” del médico es siempre relativa y engañosa. Por tanto, aprende a dudar de “tus verdades” … no siempre se adaptan al caso del otro y pueden ser el producto de tu prejuicio o de la nada rara, ‘ilusión de conocimiento’. ¿Por qué? Vuelve por un momento tu mirada hacia el pasado… estudia y analiza las hipótesis esgrimidas para explicar las enfermedades o los tratamientos otrora empleados. Sonreirás y hasta sentirás estupefacción y bochorno al comprobar cuánta ignorancia se desvelará ante tus ojos.

Mira ahora, en lontananza y asiste al juicio de las generaciones que han de sucedernos ¿Crees qué harán lo propio con nosotros? Muy probablemente, pues en materia médica no hay verdades inmutables ni absolutas y sólo los necios pueden creer seriamente en sus ‘verdades’. Por tanto, modérate cuando utilices “tu verdad”; nunca la uses con pedantería para devastar al más débil con un diagnóstico lapidario, o para  anticiparle un futuro miserable y lleno de limitaciones o dolores, pues si quieres que te diga una dolorosa verdad que resentirá tu narcisismo, sabes muy poco acerca de su ser individual, mucho menos sobre la enfermedad que padece, comprendes insuficientemente las drogas que empleas para curarle y peor aún, desconoces del todo su potencial de vida y de lucha.  Cultívate entonces, para recelar siempre sobre lo que creas que sabes, encuentres o anticipes, pero además, si alcanzaras el privilegio de tener alumnos, sé consecuente con ellos recordando con el filósofo español, Don José Ortega y Gasset (1883-1955): “Siempre que enseñes, enseña también a dudar de lo que enseñas…”.

Observa cómo el Sultán pagó por la cura de su amado hijo e inicialmente, sólo a él y no al paciente, le fue comunicado el veredicto. Ello te muestra la orientación paternalista del antiguo Asclepíades, que al favor de una sociedad no evolucionada, violaba el derecho a la libre expresión de la voluntad personal y negaba el concepto de “autonomía” del paciente, basado en los derechos del hombre, hoy día absoluto y que debe privar en el enfermo, permitiéndole demandar el conocimiento de su diagnóstico y participar, seleccionar y hasta  rehusar un tratamiento. Di entonces la verdad, pero sólo aquella que pueda ser asimilada. Sin embargo, no ignores cómo el advenimiento del Tercer Milenio está signado por el materialismo a ultranza, situación antipódica al ideal hipocrático de la medicina, donde lo bello, lo justo, lo bueno y lo recto tenían una raíz común emparentada con los principios para lograr la curación del enfermo; estos, colmados de idealismo humanitario incluían, el “favorecer, no perjudicar” o como dirían después los hipocratistas latinizados, “Primum non nocere”: Hacer beneficencia (el bien a los demás) y no maleficencia (el mal a los demás); el “abstenerse de lo imposible”; y el “atacar la causa del daño”. El poder moral y ético de estos preceptos, ha sufrido el embate abrasivo de los vientos del ‘progreso’ que amenazan con hacerlos polvo, pues han querido mezclar conceptos no miscibles, como lo son comercio y medicina, siendo que el “ethos” de los mercachifles de la salud, es la ganancia pecuniaria, en tanto que el de la medicina, procurar el bien, curar, aliviar o consolar.  A resultas, el médico tendría dividida su lealtad entre “quien le da de comer” (el empleador) y el que busca su ayuda (el enfermo), no siendo extraño que el fiel de la balanza se incline del lado del primero. Por consiguiente, el médico no debe perder su honestidad personal e intelectual, debe responder por la ayuda que su investidura ofrece al paciente, siempre enmarcada en la prudencia, competencia y compasión.

De la misma forma, el ejemplo quiere enseñarte cuán difícil será guardar los secretos de tus pacientes, particularmente en el hospital o en los requerimientos de las compañías aseguradoras, donde la individualidad  se pierde para convertirse en fría cifra y donde cualesquiera, puede hacerse de las  verdades del otro, destruyendo así, uno de los pilares más importante de la relación médico-paciente, como lo son la confidencialidad y el secreto médico, consagrados en la Ley de Ejercicio de la Medicina (Título I, Capítulo VI) y en el Código de Deontología Médica (Título IV, Capítulo I). La intimidad es quizá una de las posesiones más sagradas que los seres humanos tenemos y una de las más difíciles de compartir: Aprendamos a ser buenos y leales recipientes de las confidencias de los otros y particularmente de nuestros pacientes, tanto como quisiéramos que otros fueran de las nuestras.

 La práctica de la medicina en esta menguada hora, ha cambiado su ¨ethos” y parece tener por norte el lucro antes que el servicio. Basta observar los anuncios en los medios de comunicación, donde violándose normas éticas y morales, algunos intentan atraer incautos ofreciendo curaciones por lo menos improbables. Adicionalmente, al favor de un pobre control por parte de los entes responsables, han hecho su aparición como plagas de langostas que ocultan la luz del humanismo, voraces instituciones de la llamada “medicina prepagada”, a las cuales poco les importa la salud de sus clientes y mucho más, lo que puedan extraer de sus bolsillos para afectar positivamente el balance final de sus estados de cuenta. A espaldas del paciente, con el aval de un Estado débil y alcahueta y en alianza con colegas desnaturalizados, con sucias artimañas, les regatearán la ayuda comprometida y hasta les segregarán y estigmatizarán, como en efecto ya lo hacen, para negarles el óptimo cuidado a que tienen derecho por sus pagos.

Mira pues, cómo el binomio de la relación médico-paciente, ha sido trocado y mediatizado por el nuevo elemento de distorsión, siendo ahora más propiamente, médico-empleador-paciente. El empleador te dirá cómo debes ejercer tu arte y reclamará para sí, todos los secretos que el enfermo te ha confiado y de acuerdo a su propia conveniencia, los usará, más para dejarles de lado que para apoyarle. Por ello, permanece siempre al lado de tus pacientes, defiéndeles a ultranza, tú eres el garante de sus derechos y el suavizante de sus desdichas. ¡Ya idearás cómo hacerlo…!

 

El concepto original de un Hakím significaba «ser sabio, tener experiencia, ser culto». Al-hakim, es decir el médico, sería entonces un sabio, un maestro por excelencia y también un filósofo; la ignorancia sería una enfermedad y el ignorante, tratado como enfermo por el médico sabio. El discípulo era elegido para desempeñar una ciencia que mejorara el corazón y limpiara el alma (3).

Esto ha sido también el desiderátum de la medicina a lo largo de los siglos; entre nosotros, y en la Declaración de Principios del Código de Deontología Médica Venezolano (1985), el «Ethos médico« traduce la calidad de miembro de una profesión entendida como una vocación en el sentido de un servicio irrevocable a la comunidad y una dedicación a «valores» más que a «ganancia financiera«. ¿Cómo entender entonces el comportamiento inhumano de un Hakím…? Las huelga médica llevada al extremo de la perversión con la llamada «Hora Cero”, puesta en práctica en 1996 y no obstante su fracaso, reproducida con frialdad inaudita en 1998, negó atención de emergencia por muchos días al sector más pobre, desprotegido y vulnerable de la población venezolana.

Cualesquiera que hubieran sido sus razones, se ignoró que los derechos de los médicos, por más naturales y legítimos que sean –como en efecto siempre hemos creído que lo son-, son subalternos a sus deberes en pro del bien común. Este hecho es sintomático de la profunda descomposición moral de un país y de una sociedad y con ella, de su clase médica a quienes Whitby llamara, Hombres de primera clase para una tarea de primera clase. Por su intermedio, uno de los fundamentos pétreos e inamovibles de la moral y ética médicas, aquel que requiere que los doctores den lo mejor de sí en provecho de sus pacientes y nunca les den la espalda o les ocasionen perjuicio, fue vaporizado por el antojo irracional de unos pocos desviados y lo peor, para a la final sólo arrojar lodo al oficio y a sus oficiantes.

La esencia es lo permanente e invariable en la naturaleza de las cosas. La medicina tiene y debe adecuarse con valor y decisión al paso de los tiempos y al progreso de la ciencia. Es su deber ineludible. Pero al mismo tiempo y por todos los medios, debe procurar mantener incólume su esencia, cual es, su deber de respetar y defender la dignidad del hombre…

REFERENCIAS

 

[1]. Sapira JD. The Art and Science of Bedside Diagnosis.  First Edition.

Williams & Wilkins. Baltimore. 1990:11.

[2]. Laín Entralgo P. Historia Universal de la Medicina. Tomo 1: Era Pretécnica. Salvat Editores. Barcelona. 1972:1-5.

[3]. Schipperges H. Medicina en el Medioevo Arabe. En, Laín Entralgo P. “Historia Universal de la Medicina”. Tomo 3: Edad Media. Salvat Editores. Barcelona.1972:77-98.

[4]. Wood P. Diseases of the Heart and Circulation. Eyre & Spottiswoode. London. 1963:245.

[5]. Ogilvie WH. Surgery, Orthodox and Heterodox. Blackwell Scientific Publications. London. 1948:119.

[6]. Levine SA. Carotid sinus massage: new diagnostic test for angina pectoris. JAMA. 1962;182:1332.