Zadig, Mentor y William F. Hoyt, M.D. (1926-2019) Obituario


Proemio
 
Y llegó el día final…, recibí las malas nuevas que esperaba con pesar y tristeza adelantadas. Así fue como partió mi querido maestro y cercano amigo, el doctor William Fletcher Hoyt (1926-2019), profesor emérito de la Universidad de California San Francisco, el neurooftalmólogo más reputado del mundo, fallecido hace apenas dos días. Una amistad basada en el cariño, el respeto y la admiración que ya rondaba los 41 años… Falleció el 20 de marzo en su casa de Sausalito. Es penoso decirlo, pero ya había muerto hacía 6 años: la peor muerte, una muerte biográfica expresada en una demencia de tipo Alzheimer, una desaparición en vida, una entrada en la región de la muerte cuando aun estaba vivo. Su hijo Kristian lo atendió en su casa de Sausalito –más allá del Golden Gate Bridge con su idílico panorama-. Siendo que los médicos americanos suelen cambiar de ciudad cuando les ofrecen mejores condiciones de trabajo, nunca se alejó de San Francisco; en Berkeley, California, nació en 1926; su padre era médico general y él, oftalmólogo, aunque nadie podría creer que no fuera también neurólogo o internista o polímata, tal era su peso específico en cuestiones atinentes a esas especialidades. Recibió su grado de médico en la Escuela de Medicina de la Universidad de California San Francisco (UCSF) en 1950. Completó su entrenamiento en oftalmología en la misma casa de estudios en 1956 y luego de ganar una beca Fullbright viajó a Viena entre 1956-1957 a estudiar neurooftalmología. A su regreso completó un año con el fundador de la neurooftalmología norteamericana y a quien consideró como su mentor, el doctor Frank B. Walsh en la Johns Hopkins University. En 1960 fue coautor con el mismo doctor Walsh del libro Clinical Neuro-Ophthalmology, 3d edition. Volvió a la UCSF para dirigir la Neuro-Ophthalmology Unit en los Departamentos de Neurocirugía y Oftalmología, cargos que detentó hasta su jubilación. En 1983 fue nombrado Doctor Honorario en Medicina del Instituto Karolinska en Suecia por ¨sus extraordinarios aportes a la medicina¨. Sus compañeros de curso le designaron como el Alumno del Año y en una entrevista entonces, él recordó como su amigo el neurocirujano doctor Charles Wilson, comparó el rol de un neurooftalmólogo con un arpista, diciendo, -¨Toda orquesta de prestigio debe tener uno, pero no para que ejecute todo el tiempo¨. En su largo trajinar docente entrenó 71 fellows, 48 de los cuales se transformaron en profesores de neurooftalmología diseminados por todo el mundo.
 
Mi aceptación en su famosa Unidad en 1978 fue curiosa e inusual, una muestra de su amplitud y bondad. Yo no tenía las credenciales académicas necesarias para ser admitido en un medio de tan elevada exigencia y excelencia, tampoco era oftalmólogo, neurólogo o neucirujano como la mayoría de sus fellows. Era un simple internista suramericano interesado en aprender las relaciones entre el cerebro y el órgano visual y, siendo mi pasión la oftalmoscopia o examen del fondo ocular, deseaba con intensidad el poder aprender con él a escudriñar la capa de fibras ópticas de la retina que tanto había trajinado y cuanto había desvelado de sus secretos… Una carta de recomendación de su amigo personal, el doctor y académico Rafael Cordero Moreno (1917-2010) y mi currículo fue decisorio, y así contestó, ¨No veo por qué un internista no pueda aprender las técnicas que enseño a oftalmólogos y neurólogos¨. Él buscó un subterfugio para que fuera aceptado por el Dean de la escuela de medicina, y no barajó otra posibilidad como no fuera ¨visiting professor¨, esas fueron las palabras claves que me abrieron las puertas para estar a su lado durante dos años, aunque, ¿cómo enseñar lo que no sabía…? ¡Qué afortunado que fui…!

Me introducía con orgullo ante sus conocidos como un ¨real doctor¨, es decir como una persona que en su criterio, mucho conocía de materia médica y no estando apegado a una sola especialidad, un verdadero médico pues; y así, me presentó a muchos médicos famosos que le visitaban en su oficina o en congresos internacionales. Fue huésped en nuestra casa en Caracas en 7 ocasiones, la mayoría de ellas durante navidades; él pagaba su boleto y siempre venía con una pequeña maleta y cargado de libros para mí y de primorosos detalles para Graciela a quien quería mucho: se metía en la cocina para ver como preparaba los alimentos, y todo lo que ella hacía le gustaba: las arepas y hallacas reclamaban ante él, su presencia. Fue muy especial con mis tres hijos celebrando, que, a diferencia mía, hablaban un perfecto inglés sin acento…

¨Bill entrenó a 72 becarios de año completo, con innumerables más que vinieron por períodos más cortos. Algunos se quedaron más tiempo o hicieron múltiples becas si pudieron. Rafael Muci-Mendoza, un internista con experiencia desarrollada en oftalmología de Venezuela, vino con su familia para pasar dos años en entrenamiento con Bill. Él y su esposa, Graciela, no solo se convirtieron en algunos de sus amigos más cercanos (Figura 15), sino que Muci, luego de su estada, regresó a Caracas para crear el principal programa de entrenamiento neurooftalmológico de toda América del Sur. «La colocación de un neuro-oftalmólogo realmente bien educado en un país como Venezuela fue un logro mayor para mí que colocar a diez personas en los Estados Unidos», comentaría Bill años más tarde¨.

Agudo observador, amante de la anamnesis o diálogo diagnóstico escuchaba a sus pacientes con recogimiento luego de darles la bienvenida diciéndoles: ¨teach me¨; luego vendrían preguntas justas y esclarecedoras para establecer el diagnóstico y saber cómo y dónde desnudar la enfermedad; oído refinado de un gran escucha para interpretar el lenguaje de la enfermedad -auditus eruditus-; ojos entrenados para ver lo minúsculo en las insondables verdades de la enigmática retina y la motilidad ocular –visus eruditus-; poseedor de una memoria extraordinaria para recordar hasta la página donde se encontraba una descripción en su libro de tres enjundiosos tomos o en la literatura especializada; maestro severo era llamado por sus cercanos ¨toughy Bill¨ por ser muy a menudo, simplemente inaguantable y rígido con la ignorancia, pero aún más con la falta de compromiso; sus llamadas de atención eran crudas y a veces ofensivas; descriptor de condiciones patológicas y signos clínicos novedosos; enamorado de la técnica únicamente para confirmar la localización de una lesión que previamente conocía él mediante  la anamnesis y el examen dirigidos a un objetivo: siempre se adelantó a las máquinas de diagnóstico y nunca fue esclavo de ellas. Nuestra relación maestro-alumno no tardó en convertirse en maestro-amigo. Fuimos cercanos amigos, ¨Llámame Bill¨ me dijo en una ocasión lo que nunca hice en la Unidad delante de mis compañeros para no crear roces y envidias innecesarios… Mi experiencia psicoanalítica personal adquirida en el diván durante once años, me ayudó a lidiar con él y pude hacerlo más flexible y comprensivo, y así, cuando hablábamos de temas que concernían a su intimidad me decía, -¨Ya vienes otra vez con tu psicoterapia de pacotilla…¨, a lo cual yo respondía, -¡Tienes que conformarte, es la única que tienes…!

Sentía especial afecto por Australia y sus médicos; así que adopto al canguro como como emblema de su Unidad: aquellos alumnos que consideraba destacados  y dignos de su afecto recibían una corbata con el singular animal que lucíamos orgullosos durante congresos y reuniones médicas. Yo recibí varias de ellas…
  • De complexión atlética-pícnica, había incursionado en su juventud en la danza artística sobre hielo; además, era un entusiasta y hábil esquiador, hobby que mantuvo hasta años recientes a pesar de portar un marcapasos cardíaco y un reemplazo de cadera. Coleccionaba diapositivas clínicas de sus pacientes–facies, fondos del ojo-[1], igualmente, atesoraba pequeñas tarjetas amarillas o fichas con identificación de los enfermos que veíamos cada día lo que constituía suerte de casuística personal a la mano que desplegaba cuando veíamos un paciente con una inusual condición, p.ej., un papiledema unilateral…, también coleccionaba armas blancas: navajas, espadas… y hasta estuvo a punto de adquirir una espada o sable curvo samurái, de las llamadas katanas, usadas para la lucha o en su versión corta – wakizashi -, para el harakiri… Luego, le ayudé a desistir de su antojo: gastarse diez mil dólares en una de ellas: son forjadas a mano por un artesano reverenciado y bienamado protegido por el estado…

Echaré de menos a mi mentor y amigo por enseñarme el camino hacia la excelencia –que se me antoja resbaladizo, inasible e inalcanzable-. Ha estado presente cada día en mi mente, en mi práctica y en mis enseñanzas… Por años estimulé a mis alumnos a enviarle una felicitación de cumpleaños… Al final de este recuento, una foto y un texto para recordar la veneración por su persona  que sembré en todos sus ¨nietos¨ intelectuales.  


[1] Ejemplos de sus fascinantes fotos del fondo del ojo pueden ser vistas gratuitamente en: http://novel.utah.edu/hoyt/collection.php.

  • Inspirado en la traducción francesa de «Las mil y una noches«, Voltaire (François Marie Arouet, 1694-1778), escribió entre muchos otros, una serie de cuentos llamados filosóficos; algunas veces, nada más que un apólogo con su moraleja incluida.

Uno de sus personajes, Zadig, a pesar de ser rico y joven, sabía moderar sus pasiones, no aparentaba ser lo que no era, no quería tener siempre la razón y sabía comprender las debilidades de los hombres. Era generoso y no temía dar a los ingratos. Agraviado por las injusticias de sus iguales, se retiró a una casa en las riberas del Eúfrates donde buscó la felicidad en el estudio de la Naturaleza, ese libro que Dios ha desplegado ante nuestros ojos para que descubramos su grandeza. Estudió las propiedades de los animales y de las plantas, y muy pronto, adquirió una sagacidad que descubría mil diferencias, allí donde los hombres no veían nada que no fuese uniforme.

En el capítulo III, “El perro y el caballo”, se da cuenta del portento observacional de Zadig, quien fuera capaz, basándose en rastros ignorados por todos, dejados en el polvo y en la arena del camino describir claramente, como si los tuviera frente a sus ojos, al caballo del rey y la perra de la reina. El método Zadig ha sido empleado a lo largo de la historia médica por clínicos de filigrana de la talla de Joseph Bell, preceptor de Sir Conan Doyle quien volcó las dotes de diagnosticador de su mentor en su personaje de ficción, el detective aficionado Sherlock Holmes. Decía Bell, “La importancia de lo infinitamente minúsculo es incalculable”.  Sir William Osler, padre de la moderna medicina interna, fue también un gran entusiasta del método observacional de Zadig que bondadoso, transmitía a sus alumnos.

Y la historia sigue así: «Se retiró a una quinta a orillas del Eúfrates, donde no se ocupaba en calcular cuantas pulgadas de agua pasan cada segundo bajo los arcos de un puente, ni si el mes del ratón llueve una línea cúbica de agua más que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telarañas, o porcelana con botellas quebradas; estudiaba, sí, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo granjeó una sagacidad que le hacía tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad veían.

Paseándose un día junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, acompañado de varios empleados de palacio: todos parecían llenos de zozobra, y corrían a todas partes como locos que andan buscando lo más precioso que han perdido. Mancebo, le dijo el eunuco principal, ¿visteis al perro de la reina? Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido poco ha, coja del pie izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ¿Con que la habéis visto? dijo el primer eunuco fuera de sí. No, por cierto, respondió Zadig; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna.

Aconteció que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de él el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra. Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dijo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de vara y cuarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ¿Y por donde ha ido? ¿Dónde está? preguntó el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído nunca hablar de él.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que Zadig había robado el caballo del rey y la perra de la reina; condujéronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio. No bien hubieron dado la sentencia, cuando aparecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, porque había dicho que no había visto habiendo visto. Primero pagó la multa, y luego se le permitió defender su pleito ante el consejo del gran Desterham, donde dijo así:

Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido pocos días hacía. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina.

En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que, paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia. Este caballo, dije, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene más de dos varas y media de ancho, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y cuarta, que con sus movimientos a derecha y a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recién caídas las hojas de las ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía dos varas de altura. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.

Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictamen de quemarle como hechicero. Fueron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas do oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, ¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, ¡qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perrita de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!»

 

 

  • El término mentor tiene una historia sobresaliente: François de Salignac de la Mothe-Fénelon (1651-1715), Arzobispo de Cambrai, escribió en 16 un libro para ayudar a la educación de sus alumnos intitulado, «Aventures de Télémaque» (Las Aventuras de Telémaco). Siendo entonces tutor de Luis, Duque de Burgundy, nieto de Luis XIV y heredero del trono de Francia, el Arzobispo crea una continuación de «La Odisea» en la cual el joven Telémaco viaja en la búsqueda de su padre Ulises (Odiseo), quien no había retornado a su reino de Ítaca al finalizar la guerra de Troya.

El joven no viaja solo, tiene un acompañante, un venerable sabio llamado Mentor. En realidad, Mentor era la transfiguración de la Diosa Minerva (Palas Atenea), hija de Júpiter (Zeus)–a quien igualaba en sabiduría- y de Metis, personificación de la astucia. Se le atribuía la invención de las ciencias, del arte y de la agricultura. Mentor le proporciona a Telémaco juiciosa protección sobrenatural y sabios consejos. Por su influencia, madura el alma del joven, así que puede crecer y transformarse en un rey fuerte y justo. Poco antes de que Telémaco encuentre a su padre, Mentor percibe que su función está por terminar… A su partida, Minerva se revela a sí misma, diciéndole, «Te dejo, hijo de Ulises, pero mi sabiduría nunca te abandonará hasta tanto percibas que tienes poderes sin ella. Es tiempo de que inicies el camino solo… «.

¿Qué es pues un mentor? El término proviene del latín, «mens«, mente, alma, mente divina. El mentor es aquel que la Biblia define como «un dador feliz«, un maestro que no regurgita el conocimiento, que muestra con su praxis un modelo con el cual el pupilo pueda identificarse para sobre su calco, pueda construir su propia identidad; pero, además, también proporciona a su protegido la facultad para que piense, para que aprenda por sí mismo, modifique el modelo presentado y, por ende, crezca en lo humano, en lo espiritual y en lo científico. Durante este proceso, tantas veces doloroso – ¡si lo sabré yo! -, el mentor acompaña y protege a su pupilo.

Una vez completada su misión, lo deja solo para que enraíce, florezca y de hermosos y nutritivos frutos. A su partida, y desde lo lejos, el mentor mirará a sus alumnos con ojos atentos, solícitos y afectuosos, y estará siempre presto a dar la ayuda, sea espontánea o solicitada. La sabiduría del mentor permeará la vida de su pupilo, quien más tarde, él mismo también, tiene del deber de devenir en mentor. Los principios básicos de educación, honestidad ciudadana y científica, densidad moral y ética, disciplina y respeto, propenderán al crecimiento, y mediante su repetición, se perpetuará al través de las generaciones.

Bill Hoyt, o “Bill“, a secas, como atrevidos todos quisimos llamarle, ha sido un sólido maestro y un respetable mentor. Tantos que han entrado en contacto con su recia personalidad, nunca más han sido lo que fueron. Todo cuanto toca, reluce con la ciencia que inspira y se transforma positivamente. Modestamente, él contesta que nada hizo, que cada uno de sus alumnos trajo su inteligencia y sus potencialidades. Pero realmente disiento de su humildad. Así como mi vida personal y familiar cambió para bien al influjo de su presencia, no tengo la menor duda de que sucedió igual con otros muchos que le han conocido y le tratan, e inclusive con tantos otros que nunca han sido sus alumnos o le conocen personalmente.



Encuentro similitudes entre Zadig, el personaje de Voltaire, y Bill Hoyt. Bill es la transfiguración del método Zadig. Como aquél, ha buscado la sabiduría y felicidad en el estudio de la naturaleza humana enferma, encontrando verdades a otros vedadas que son suyas, adquiriendo una sagacidad que le descubre mil diferencias, allí, donde los demás no ven nada que no sea uniforme. El desciframiento de jeroglíficos ha sido su pasión. El oído erudito y la pregunta apropiada que lleva al diagnóstico, la maniobra semiológica simple que se adelanta a la fina tecnología, la indicación precisa del examen que desvela la enfermedad en su escondrijo, su plegaria e insistencia a una búsqueda del diagnóstico que es pasado por alto por el examen neurorradiológico, nos lleva a su definición del paciente neuroftalmólogico: «Aquél, que, teniendo una enfermedad real, muestra exámenes neurorradiológicos normales».
 
Nos advierte así, la necesidad de refinar la simple profundidad, la pulcritud de nuestro examen, con especial énfasis en los detalles. Recuerdo me decía, «Cuida los detalles, pueden arruinar el todo». Nada extraño Bill, se dice que «Dios está en los detalles». La obra construida por Hoyt, a través de sus enseñanzas y sus numerosísimos artículos científicos que tocan cualquiera área clínica de la neurooftalmología, nos ha enseñado, además, que los conocimientos humanos son casi siempre provisionales, simples hipótesis expuestas a la reflexión, a la crítica y a la modificación si fuera necesario.
 
Recuerdo el libro de tres tomos por él escrito en colaboración con el doctor Frank B. Walsh -su mentor- que reposa en su oficina, la tercera edición de «Clinical Neuro-Ophthalmology«, o simplemente «The Book«, como con reverente admiración le llaman sus alumnos, lleno de tachaduras y enmiendas, de llamadas de corrección ante el descubrimiento de que lo que allí se asentó alguna vez, no era correcto. Parece rememorar al filósofo español, Don José Ortega y Gasset (1883-1955) quien decía, “Siempre que enseñes, enseña también a dudar de lo que enseñas«.

A lo largo de 40 años, Bill ha sido para mí un cálido y comprensivo Mentor y Amigo, que ha sabido sobreponer su comprensión y su amistad sincera a las siderales distancias que separan su ciencia de la mía..

¡Saludemos agradecidos a Bill Hoyt, un emblema luminoso!

 

Muchas gracias…

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