Echando al vuelo mi imaginario aventurero creo que puedo intentar recrear una imagen en la que muchas veces he pensado: mi padre campesino, José Muci Abraham, 20 años, como quiera llamársele, inmigrante o colonizador libanés, sentado en el suelo con un palito a la diestra, el oído alerta y el corazón dispuesto garabateando en la tierra seca del ardiente llano guariqueño, en ese mismo trocito propicio de Venezuela que le era regalado sin exigir nada a cambio; su mano titubeante conducida por la bondad de otro, tal como se lleva de la mano a un párvulo… ¿Perdía acaso su tiempo…? ¿Jugaba para matar el tiempo? Noo, estaba demasiado urgido de conocer para ser y hacer, de saber, de emprender la gesta de conquistar un país y dos idiomas… ¿Dos idiomas dije…? Sí, así fue, el español y el árabe. ¿Y es que no disponía de recursos para hacerse de un pinche cuaderno y un lápiz? No, la pobreza de un inmigrante puede ser soberanamente crítica pero su voluntad suele ser inquebrantable, pues cuando sobra corazón, los obstáculos se allanan por arte de la voluntad y la decisión. Con el tiempo, única dignidad de que podría envanecerse mi padre era el trabajo sin fatiga hasta que la muerte le llamó a los 91 años…Leer más