Elogio de mis relaciones con, ¡Ahh! la obstetricia…

¡Ahh! La obstetricia…

Mis  relaciones  con  la  obstetricia en general y los partos en  particular parece que siempre fueron calamitosas… Debo felicitar a todos aquellos parteros y obstetras que han traído niños al mundo… aquellos que yo nunca hubiera traído…

Recuerdo mi “bautizo” como Interno Permanente de la Cruz Roja Venezolana por allá en 1959, cuando terminaba mi cuarto año de medicina. En dicha infamante celebración, los  más antiguos,  en  connivencia  con  algunos  médicos  adjuntos  de mayor  edad jugaban malas pasadas a los inocentes y siempre asustados novatos o ¨esclavos¨.  A decir verdad, después de pasar estos agrios ratos, las relaciones entre “amos” y “esclavos”, se hacía más  destemplada, más  llevadera, más amistosa… Desde ese mismo momento, éramos  ahora  parte  de  la  gran familia.

En mi caso, la cosa fue más o menos benigna… Me llamaron hacia las 12.00 P.M. para que ayudara a un adjunto a realizar una cesárea. Ya sabía lavar mis manos en forma adecuada y calzarme los guantes de látex, rituales que había aprendido desde mis visitas al viejo Puesto de Socorro de Salas donde solía asistir desde mi primer año de  medicina a coger  puntos de sutura,  generalmente  a  maledicentes ¨borrachitos¨ o perdedores de las refriegas de barrios marginales. Entré al pabellón donde un grupo de ¨galenos¨ vistiendo de ¨monos¨ verdes, el atuendo para la ocasión, se reunían en corrillo alrededor de una presunta “paciente”. En la mesa quirúrgica yacía un cuerpo de proporciones voluminosas y de abdomen muy protuberante. Me pidieron pues que procediera a hacer la asepsia del campo quirúrgico; con una torunda de gasa sostenida por una pinza e impregnada en solución yodada, debía ir aplicando el antiséptico desde el centro a la periferia haciendo movimientos circulares cada vez más amplios. Hice saber a mis “superiores” que no podría hacerlo porque ese abdomen, excesivamente piloso, no había sido rasurado. Denuestos y palabras duras me fueron ofrecidas, insultos con palabras altisonantes y adjetivos groseros, pues según ellos, yo ignoraba que ahora no solía afeitarse a las pacientes… ¡que eso era cosa del pasado…! La pasé mal, tragué gordo, tal vez me puse pálido, las gotas de sudor me corrían por la cara y las axilas al no saber qué hacer, hasta que la supuesta embarazada a término, se alzó de la camilla en medio de sonoras carcajadas… era el gordito (doctor) Pedro Cardier, de ánimo muy festivo, quien, dadas las similitudes de su panza con el abdomen de una gestante, había fungido de embarazada…

Pero no pasó mucho tiempo antes de que de veras atendiera mi primer parto. Las clases del ¨viejito¨, doctor Cruz Lepage García (1886-1966), nuestro eximio profesor de Patología Obstétrica -de baja estatura y pícnico- y su segundo de abordo, el doctor Antonio Smith –muy serio y parco, sentado a la diestra del Maestro-, nos habían preparado en teoría para acometer el hermoso cometido de acompàñar a la gestante durante su embarazo y en acto del parto y alumbramiento; además y en mi favor, estaría asistido por un estudiante adjunto al Servicio de Obstetricia, mi compañero y jefe de guardia 5 en la Cruz Roja Venezolana, el Doctor Manuel Silva Córdova que seguramente me iría llevando paso a paso y de la mano, a través de aquel hermoso proceso; si se quiere, atravesaría conmigo las estrecheces del túnel del parto con el niño por venir. La parturienta era una negra barloventeña de una treintena de años, voluminosa, gritona y escandalosa. Aquella mujer pegaba sonoros gritos de dolor cuando el feto coronaba. Al voltearme en busca de la ayuda de mi amigo, me percaté de que mi mentor no estaba más en la sala de parto y que yo solito estaba con mi insipiencia, mis escalofríos y mi susto. Los gritos aumentaban en marea ascendente y yo no sabía qué hacer para consolarla… Le dije entonces a aquella masa de carne con las piernas abiertas que dejara de gritar, que  “eso”  no  podía  doler  tanto…  La  dama  en  cuestión  detuvo  su  quejantina  y mirándome a los ojos con rabia devastadora me dijo,

-“¡Cómo se ve bachiller que usted nunca ha cagado una patilla…!”

Posteriormente me sonreiría al imaginarme que aquel ¨niño-patilla¨había sido el primero que atendería a la barloventeña de mi viñeta

Buena lección de vida, lección de médico, lección humana, nunca juzgar el dolor que no nos duele, el dolor de los semejantes…

Y vino el sexto año de medicina y mi pasantía por la Maternidad Concepción Palacios. Para poder aprobar la materia debía tener un acumulado de 25 partos atendidos. A decir verdad, no era de mi agrado el asunto de atender partos y dejé el asunto de un lado. Ya terminando la pasantia, decidí que me internaría por dos días seguidos en aquella gran sala de partos y completaría la cifra que se me exigía. Fueron dos largas jornadas donde todo yo era hedor a líquido amniótico, sangre reciente y hasta fétidos loquios 49. A cada momento se escuchaba el grito de una enfermera que a todo gañote gritaba,

-“¡Mujer en expulsión… Un bachilleeer… en expulsión… un bachilleeer…!”,

Y corría uno a atajar el niño antes de que cayera dentro del tobo ubicado bajo las piernas de la mujer, y a observar de paso, cómo para atender un parto normal, no había que hacer mucho o nada. El por nacer parecía que también había asistido a las clases del ¨viejito¨ Lepage, porque él mismo sabía cómo rotar, cómo nacer y cómo gritar para activar su novel aparato cardiocirculatorio. Al final de esas dos jornadas tan drenadoras de energía, había atendido 29 partos y ayudado en tres cesáreas. ¡Misión cumplida…! Ya no tendría que volver más…

49 En obstetricia, loquio es el término que se le da a una secreción vaginal normal durante el puerperio, es decir, después del parto, que contien sangre, moco y tejido placentario.

Pero esta anécdota que a continuación contaré, realmente no se refiere a mi persona. Teníamos un compañero de curso a quien apodábamos “Tripudio”, por aquel sobrino maligno de ¨Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia¨ –una tira cómica argentina de Lino Palacios que en mi infancia se publicaba en el Diario El Nacional de Caracas-. Desconozco el porqué de su apelativo, siempre totalmente despistado, humilde y con modales de buena gente. Era un sujeto muy hirsuto de muy pequeña talla, barba muy cerrada, ojos hundidos y huidizos, hablar atropellado y quien se había resistido a abandonar el claustro universitario al cual se decía, amaba en demasía, exhibiendo como credencial el haber permanecido en él, y para ese momento, cerca de 12 años en la Facultad de Medicina sin haber podido graduarse. Como sucede con esos espíritus tozudos, al fin estaba en sexto año donde había llegado casi que arrastrándose, y parecía, que no sé si para beneficencia o maleficencia de la humanidad, al fin terminaría por graduarse.

En mis correrías de un lado a otro por entre parturientas en expulsión, le veía de continuo entre las piernas abiertas de una misma parturienta, casi cubierto por la sábana impoluta y estéril que tapaba “las partes” íntimas; la bata quirúrgica que debíamos vestir, le quedaba enorme y la arrastrba por el suelo, el gorro grandote, atapuzado hasta los ojos, y el tapaboca casi en contacto con el anterior, apenas si le dejaban una rendijita por donde podía ver… Con los dedos de su mano derecha en actitud de tocólogo o de predicador, los introducía repetidamente en la vagina de la infeliz mujer. En una de esas, sorprendido por su permanencia en el sitio, le pregunté al verle tantas veces realizar la misma operación.

-“¿Qué haces “fulano”? –no diré su nombre por razones obvias-.¿Cómo qué un parto difícil? ¿Nooo? ¨ A lo que él me contestó:

-“No Muci, ya tiene 9 centímetros de dilatación del cuello uterino y pronto parirá…”.

La mujer, luego de 10 partos previos y ya entendida en esas lides, largó una carcajada compasiva y exclamó,

-“Adiós carajo bachiller, yo parí hace como dos horas…”

Bueno, “Tripudio” parece que al fin se graduó… Sólo deseo que la Divina Providencia y su furiosa determinación ante lo imposible, haya protegido a sus pacientes…

Años transcurrieron y yo, muy alejado de ese asunto de salas de partos y gritos destemplados donde nada tenía que buscar… ocurrió pues que en 1990 cuando asistía los días sábados al Hospital Militar de Caracas a instruir a los residente de oftalmología en temas básicos de la neurooftalmología, fui invitado para que con un grupo de médicos constituyentes del hospital, el doctor Andrés Gómez Fagúndez (el primero que realizó en Venezuela en pacientes del hospital Vargas de Caracas, fenestración de la vaina del nervio óptico para tratamiento del papiledema por hipertensión intracraneal), el doctor Herbert Stegemann, psiquiatra y mejor amigo e integrantes de la Sociedad de Amigos de San Francisco Javier (padre Jon San Juan) y mi hijo mayor Rafael Guillermo, fuéramos a hacer un operativo en una remota comarca en el Estado Trujillo, el Páramo de las Siete Lagunas. Viajamos en un avión de las fuerzas armadas hasta Trujillo. Un sitio idílico y muy frío por cierto, detenido en el tiempo, aunque algo corrompido por el ¨desarrollo¨ ya que ascendía montaña arriba sin que nada le detuviera, constituido por casitas primorosas de techos de láminas de zinc, aromosas a fogones de leña, asentadas en pequeñas mesetas, todas abundosas en gallinas correteando y hermosas flores silvestres del páramo. Todos aquellos niños con cachetes de arrebol, mocosos y mirada curiosa en preparación para imitar a sus padres, por corto tiempo tal vez, pues la ciudad allá abajo, con sus novedades y estridencias muy ciertamente les seducirían y arrebatarían dentro de poco de aquellas pacíficas alturas. Era nuestra primera visita en compañía de esos colegas de tan grande y generoso corazón. Una vez que llegamos se regó por aquellos caseríos esparcidos entre las montañas y un intenso cielo azul, la noticia  de  que  los  médicos  de  Caracas  habían  llegado  portando esperanzas  y medicinas. Nos dividimos en grupos y nos fuimos caminando a visitar casa por casa. Yo iba con el doctor Andrés Gómez Fagúndez, un buen hombre, excelente oftalmólogo, mejor amigo y experto en montañismo. Al llegar a una casa preguntamos si había trabajo para nosotros. Un hombre de unos 45 años, ensombrerado, alto y de tez tostada por el sol rodeado de 6 chiquillos nos dijo amablemente al tiempo que nos daba  la bienvenida,

-“Sí, precisamente mi esposa está revuelta y ahorita en trance de parto…”-

Ambos nos miramos las caras y Andrés sin dilación me espetó,

-“Rafael, esto es tarea para un internista…” –me dijo sin titubear con cierto dejo de sorna

¡Perroo! No sé si él notó el pánico que me invadió, y por mi mente desfiló, como en tantas ocasiones en mi vida, el grueso folleto mimeografiado de Patología  Obstétrica del ¨viejito¨ Lepage, –¡otra vez carajo…!-, con sus grandes hojas de tamaño oficio, donde parrafeado de la “A” hasta la “Z”, se encontraban todos los hechos, procedimientos y datos que él pensaba que debíamos memorizar con todo y letras, pero además, con todos aquellos los temas divididos con más letras, desde la “a” hasta la “h” y a veces hasta la “m”, y todavía hasta la “z”, que había que aprenderse de memoria para poder aprobar la materia.  Con sus voz atiplada, cuando nos examinaba decía chillando, ante nuestra flaqueza de memoria,  ¨le faltó la F bachiller, le faltó la F¨ ¡Una  ladilla para  los  que  no  éramos  muy  amantes  de  la  obstetricia que digamos!  Mas ello no tranquilizó mi ansiedad, sentía un nudo en la garganta y creo que me puse pálido, se me alborotaron mariposas en el epigastrio y hasta sentí algunos de esos gruñidos de tripas que acompañan la cobardía y decidoras que algo muy pronto abandonaría el morcillaje intestinal… Afortunadamente, mis esfínteres se mantuvieron firmes y continentes. En su intuición montañera y andina, el sujeto pareció darse cuenta de mi terror, y de inmediato me ofreció un bálsamo tranquilo al decirme,

-“No se preocupen doctores que el niño viene bien, no habrá problemas, que se lo digo yo que ya le he parteado todos los nacimientos de los 6 hijos que tenemos…”

Baste decir que asomamos nuestras cabezas al recinto de un solo ambiente, saludamos cariñosamente a la señora y le felicitamos por su nuevo hijo, y ya volviéndome la sangre a la cara, le deseamos suerte e hipócritamente le advertimos que nos avisara “si las cosas no marchaban bien”; seguimos nuestro camino canturreando una melodía de moda de esas que cantábamos cuando pequeños al entrar en un cuarto oscuro y del cual saldríamos corriendo, espitados, sin mirar hacia atrás...

Iríamos pues, en busca de cosas más sencillas que tratar como gripes, picazones, catarros, flujos vaginales, diarreas, cochochos o sabañones…

En aquel viaje a a tierra de habitantes sencillos nos dimos cuenta que,¨ la persona más rica no es la que tiene más, sino la que necesita menos¨

¡Qué hermosura de recuerdo de noviembre de 1986!; estamos el doctor Gómez Fagúndez, Jon San Juan, Herbert Stegemann y mi persona

ya pintado de canas y otros que no identifico…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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