Zadig, Mentor y William F. Hoyt, M.D. (1926-2019) Obituario


Proemio
 
Y llegó el día final…, recibí las malas nuevas que esperaba con pesar y tristeza adelantadas. Así fue como partió mi querido maestro y cercano amigo, el doctor William Fletcher Hoyt (1926-2019), profesor emérito de la Universidad de California San Francisco, el neurooftalmólogo más reputado del mundo, fallecido hace apenas dos días. Una amistad basada en el cariño, el respeto y la admiración que ya rondaba los 41 años… Falleció el 20 de marzo en su casa de Sausalito. Es penoso decirlo, pero ya había muerto hacía 6 años: la peor muerte, una muerte biográfica expresada en una demencia de tipo Alzheimer, una desaparición en vida, una entrada en la región de la muerte cuando aun estaba vivo. Su hijo Kristian lo atendió en su casa de Sausalito –más allá del Golden Gate Bridge con su idílico panorama-. Siendo que los médicos americanos suelen cambiar de ciudad cuando les ofrecen mejores condiciones de trabajo, nunca se alejó de San Francisco; en Berkeley, California, nació en 1926; su padre era médico general y él, oftalmólogo, aunque nadie podría creer que no fuera también neurólogo o internista o polímata, tal era su peso específico en cuestiones atinentes a esas especialidades. Recibió su grado de médico en la Escuela de Medicina de la Universidad de California San Francisco (UCSF) en 1950. Completó su entrenamiento en oftalmología en la misma casa de estudios en 1956 y luego de ganar una beca Fullbright viajó a Viena entre 1956-1957 a estudiar neurooftalmología. A su regreso completó un año con el fundador de la neurooftalmología norteamericana y a quien consideró como su mentor, el doctor Frank B. Walsh en la Johns Hopkins University. En 1960 fue coautor con el mismo doctor Walsh del libro Clinical Neuro-Ophthalmology, 3d edition. Volvió a la UCSF para dirigir la Neuro-Ophthalmology Unit en los Departamentos de Neurocirugía y Oftalmología, cargos que detentó hasta su jubilación. En 1983 fue nombrado Doctor Honorario en Medicina del Instituto Karolinska en Suecia por ¨sus extraordinarios aportes a la medicina¨. Sus compañeros de curso le designaron como el Alumno del Año y en una entrevista entonces, él recordó como su amigo el neurocirujano doctor Charles Wilson, comparó el rol de un neurooftalmólogo con un arpista, diciendo, -¨Toda orquesta de prestigio debe tener uno, pero no para que ejecute todo el tiempo¨. En su largo trajinar docente entrenó 71 fellows, 48 de los cuales se transformaron en profesores de neurooftalmología diseminados por todo el mundo.
 
Mi aceptación en su famosa Unidad en 1978 fue curiosa e inusual, una muestra de su amplitud y bondad. Yo no tenía las credenciales académicas necesarias para ser admitido en un medio de tan elevada exigencia y excelencia, tampoco era oftalmólogo, neurólogo o neucirujano como la mayoría de sus fellows. Era un simple internista suramericano interesado en aprender las relaciones entre el cerebro y el órgano visual y, siendo mi pasión la oftalmoscopia o examen del fondo ocular, deseaba con intensidad el poder aprender con él a escudriñar la capa de fibras ópticas de la retina que tanto había trajinado y cuanto había desvelado de sus secretos… Una carta de recomendación de su amigo personal, el doctor y académico Rafael Cordero Moreno (1917-2010) y mi currículo fue decisorio, y así contestó, ¨No veo por qué un internista no pueda aprender las técnicas que enseño a oftalmólogos y neurólogos¨. Él buscó un subterfugio para que fuera aceptado por el Dean de la escuela de medicina, y no barajó otra posibilidad como no fuera ¨visiting professor¨, esas fueron las palabras claves que me abrieron las puertas para estar a su lado durante dos años, aunque, ¿cómo enseñar lo que no sabía…? ¡Qué afortunado que fui…!

Me introducía con orgullo ante sus conocidos como un ¨real doctor¨, es decir como una persona que en su criterio, mucho conocía de materia médica y no estando apegado a una sola especialidad, un verdadero médico pues; y así, me presentó a muchos médicos famosos que le visitaban en su oficina o en congresos internacionales. Fue huésped en nuestra casa en Caracas en 7 ocasiones, la mayoría de ellas durante navidades; él pagaba su boleto y siempre venía con una pequeña maleta y cargado de libros para mí y de primorosos detalles para Graciela a quien quería mucho: se metía en la cocina para ver como preparaba los alimentos, y todo lo que ella hacía le gustaba: las arepas y hallacas reclamaban ante él, su presencia. Fue muy especial con mis tres hijos celebrando, que, a diferencia mía, hablaban un perfecto inglés sin acento…

¨Bill entrenó a 72 becarios de año completo, con innumerables más que vinieron por períodos más cortos. Algunos se quedaron más tiempo o hicieron múltiples becas si pudieron. Rafael Muci-Mendoza, un internista con experiencia desarrollada en oftalmología de Venezuela, vino con su familia para pasar dos años en entrenamiento con Bill. Él y su esposa, Graciela, no solo se convirtieron en algunos de sus amigos más cercanos (Figura 15), sino que Muci, luego de su estada, regresó a Caracas para crear el principal programa de entrenamiento neurooftalmológico de toda América del Sur. «La colocación de un neuro-oftalmólogo realmente bien educado en un país como Venezuela fue un logro mayor para mí que colocar a diez personas en los Estados Unidos», comentaría Bill años más tarde¨.

Agudo observador, amante de la anamnesis o diálogo diagnóstico escuchaba a sus pacientes con recogimiento luego de darles la bienvenida diciéndoles: ¨teach me¨; luego vendrían preguntas justas y esclarecedoras para establecer el diagnóstico y saber cómo y dónde desnudar la enfermedad; oído refinado de un gran escucha para interpretar el lenguaje de la enfermedad -auditus eruditus-; ojos entrenados para ver lo minúsculo en las insondables verdades de la enigmática retina y la motilidad ocular –visus eruditus-; poseedor de una memoria extraordinaria para recordar hasta la página donde se encontraba una descripción en su libro de tres enjundiosos tomos o en la literatura especializada; maestro severo era llamado por sus cercanos ¨toughy Bill¨ por ser muy a menudo, simplemente inaguantable y rígido con la ignorancia, pero aún más con la falta de compromiso; sus llamadas de atención eran crudas y a veces ofensivas; descriptor de condiciones patológicas y signos clínicos novedosos; enamorado de la técnica únicamente para confirmar la localización de una lesión que previamente conocía él mediante  la anamnesis y el examen dirigidos a un objetivo: siempre se adelantó a las máquinas de diagnóstico y nunca fue esclavo de ellas. Nuestra relación maestro-alumno no tardó en convertirse en maestro-amigo. Fuimos cercanos amigos, ¨Llámame Bill¨ me dijo en una ocasión lo que nunca hice en la Unidad delante de mis compañeros para no crear roces y envidias innecesarios… Mi experiencia psicoanalítica personal adquirida en el diván durante once años, me ayudó a lidiar con él y pude hacerlo más flexible y comprensivo, y así, cuando hablábamos de temas que concernían a su intimidad me decía, -¨Ya vienes otra vez con tu psicoterapia de pacotilla…¨, a lo cual yo respondía, -¡Tienes que conformarte, es la única que tienes…!

Sentía especial afecto por Australia y sus médicos; así que adopto al canguro como como emblema de su Unidad: aquellos alumnos que consideraba destacados  y dignos de su afecto recibían una corbata con el singular animal que lucíamos orgullosos durante congresos y reuniones médicas. Yo recibí varias de ellas…
  • De complexión atlética-pícnica, había incursionado en su juventud en la danza artística sobre hielo; además, era un entusiasta y hábil esquiador, hobby que mantuvo hasta años recientes a pesar de portar un marcapasos cardíaco y un reemplazo de cadera. Coleccionaba diapositivas clínicas de sus pacientes–facies, fondos del ojo-[1], igualmente, atesoraba pequeñas tarjetas amarillas o fichas con identificación de los enfermos que veíamos cada día lo que constituía suerte de casuística personal a la mano que desplegaba cuando veíamos un paciente con una inusual condición, p.ej., un papiledema unilateral…, también coleccionaba armas blancas: navajas, espadas… y hasta estuvo a punto de adquirir una espada o sable curvo samurái, de las llamadas katanas, usadas para la lucha o en su versión corta – wakizashi -, para el harakiri… Luego, le ayudé a desistir de su antojo: gastarse diez mil dólares en una de ellas: son forjadas a mano por un artesano reverenciado y bienamado protegido por el estado…

Echaré de menos a mi mentor y amigo por enseñarme el camino hacia la excelencia –que se me antoja resbaladizo, inasible e inalcanzable-. Ha estado presente cada día en mi mente, en mi práctica y en mis enseñanzas… Por años estimulé a mis alumnos a enviarle una felicitación de cumpleaños… Al final de este recuento, una foto y un texto para recordar la veneración por su persona  que sembré en todos sus ¨nietos¨ intelectuales.  


[1] Ejemplos de sus fascinantes fotos del fondo del ojo pueden ser vistas gratuitamente en: http://novel.utah.edu/hoyt/collection.php.

  • Inspirado en la traducción francesa de «Las mil y una noches«, Voltaire (François Marie Arouet, 1694-1778), escribió entre muchos otros, una serie de cuentos llamados filosóficos; algunas veces, nada más que un apólogo con su moraleja incluida.

Uno de sus personajes, Zadig, a pesar de ser rico y joven, sabía moderar sus pasiones, no aparentaba ser lo que no era, no quería tener siempre la razón y sabía comprender las debilidades de los hombres. Era generoso y no temía dar a los ingratos. Agraviado por las injusticias de sus iguales, se retiró a una casa en las riberas del Eúfrates donde buscó la felicidad en el estudio de la Naturaleza, ese libro que Dios ha desplegado ante nuestros ojos para que descubramos su grandeza. Estudió las propiedades de los animales y de las plantas, y muy pronto, adquirió una sagacidad que descubría mil diferencias, allí donde los hombres no veían nada que no fuese uniforme.

En el capítulo III, “El perro y el caballo”, se da cuenta del portento observacional de Zadig, quien fuera capaz, basándose en rastros ignorados por todos, dejados en el polvo y en la arena del camino describir claramente, como si los tuviera frente a sus ojos, al caballo del rey y la perra de la reina. El método Zadig ha sido empleado a lo largo de la historia médica por clínicos de filigrana de la talla de Joseph Bell, preceptor de Sir Conan Doyle quien volcó las dotes de diagnosticador de su mentor en su personaje de ficción, el detective aficionado Sherlock Holmes. Decía Bell, “La importancia de lo infinitamente minúsculo es incalculable”.  Sir William Osler, padre de la moderna medicina interna, fue también un gran entusiasta del método observacional de Zadig que bondadoso, transmitía a sus alumnos.

Y la historia sigue así: «Se retiró a una quinta a orillas del Eúfrates, donde no se ocupaba en calcular cuantas pulgadas de agua pasan cada segundo bajo los arcos de un puente, ni si el mes del ratón llueve una línea cúbica de agua más que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telarañas, o porcelana con botellas quebradas; estudiaba, sí, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo granjeó una sagacidad que le hacía tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad veían.

Paseándose un día junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, acompañado de varios empleados de palacio: todos parecían llenos de zozobra, y corrían a todas partes como locos que andan buscando lo más precioso que han perdido. Mancebo, le dijo el eunuco principal, ¿visteis al perro de la reina? Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido poco ha, coja del pie izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ¿Con que la habéis visto? dijo el primer eunuco fuera de sí. No, por cierto, respondió Zadig; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna.

Aconteció que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de él el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra. Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dijo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de vara y cuarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ¿Y por donde ha ido? ¿Dónde está? preguntó el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído nunca hablar de él.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que Zadig había robado el caballo del rey y la perra de la reina; condujéronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio. No bien hubieron dado la sentencia, cuando aparecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, porque había dicho que no había visto habiendo visto. Primero pagó la multa, y luego se le permitió defender su pleito ante el consejo del gran Desterham, donde dijo así:

Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido pocos días hacía. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina.

En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que, paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia. Este caballo, dije, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene más de dos varas y media de ancho, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y cuarta, que con sus movimientos a derecha y a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recién caídas las hojas de las ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía dos varas de altura. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.

Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictamen de quemarle como hechicero. Fueron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas do oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, ¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, ¡qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perrita de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!»

 

 

  • El término mentor tiene una historia sobresaliente: François de Salignac de la Mothe-Fénelon (1651-1715), Arzobispo de Cambrai, escribió en 16 un libro para ayudar a la educación de sus alumnos intitulado, «Aventures de Télémaque» (Las Aventuras de Telémaco). Siendo entonces tutor de Luis, Duque de Burgundy, nieto de Luis XIV y heredero del trono de Francia, el Arzobispo crea una continuación de «La Odisea» en la cual el joven Telémaco viaja en la búsqueda de su padre Ulises (Odiseo), quien no había retornado a su reino de Ítaca al finalizar la guerra de Troya.

El joven no viaja solo, tiene un acompañante, un venerable sabio llamado Mentor. En realidad, Mentor era la transfiguración de la Diosa Minerva (Palas Atenea), hija de Júpiter (Zeus)–a quien igualaba en sabiduría- y de Metis, personificación de la astucia. Se le atribuía la invención de las ciencias, del arte y de la agricultura. Mentor le proporciona a Telémaco juiciosa protección sobrenatural y sabios consejos. Por su influencia, madura el alma del joven, así que puede crecer y transformarse en un rey fuerte y justo. Poco antes de que Telémaco encuentre a su padre, Mentor percibe que su función está por terminar… A su partida, Minerva se revela a sí misma, diciéndole, «Te dejo, hijo de Ulises, pero mi sabiduría nunca te abandonará hasta tanto percibas que tienes poderes sin ella. Es tiempo de que inicies el camino solo… «.

¿Qué es pues un mentor? El término proviene del latín, «mens«, mente, alma, mente divina. El mentor es aquel que la Biblia define como «un dador feliz«, un maestro que no regurgita el conocimiento, que muestra con su praxis un modelo con el cual el pupilo pueda identificarse para sobre su calco, pueda construir su propia identidad; pero, además, también proporciona a su protegido la facultad para que piense, para que aprenda por sí mismo, modifique el modelo presentado y, por ende, crezca en lo humano, en lo espiritual y en lo científico. Durante este proceso, tantas veces doloroso – ¡si lo sabré yo! -, el mentor acompaña y protege a su pupilo.

Una vez completada su misión, lo deja solo para que enraíce, florezca y de hermosos y nutritivos frutos. A su partida, y desde lo lejos, el mentor mirará a sus alumnos con ojos atentos, solícitos y afectuosos, y estará siempre presto a dar la ayuda, sea espontánea o solicitada. La sabiduría del mentor permeará la vida de su pupilo, quien más tarde, él mismo también, tiene del deber de devenir en mentor. Los principios básicos de educación, honestidad ciudadana y científica, densidad moral y ética, disciplina y respeto, propenderán al crecimiento, y mediante su repetición, se perpetuará al través de las generaciones.

Bill Hoyt, o “Bill“, a secas, como atrevidos todos quisimos llamarle, ha sido un sólido maestro y un respetable mentor. Tantos que han entrado en contacto con su recia personalidad, nunca más han sido lo que fueron. Todo cuanto toca, reluce con la ciencia que inspira y se transforma positivamente. Modestamente, él contesta que nada hizo, que cada uno de sus alumnos trajo su inteligencia y sus potencialidades. Pero realmente disiento de su humildad. Así como mi vida personal y familiar cambió para bien al influjo de su presencia, no tengo la menor duda de que sucedió igual con otros muchos que le han conocido y le tratan, e inclusive con tantos otros que nunca han sido sus alumnos o le conocen personalmente.



Encuentro similitudes entre Zadig, el personaje de Voltaire, y Bill Hoyt. Bill es la transfiguración del método Zadig. Como aquél, ha buscado la sabiduría y felicidad en el estudio de la naturaleza humana enferma, encontrando verdades a otros vedadas que son suyas, adquiriendo una sagacidad que le descubre mil diferencias, allí, donde los demás no ven nada que no sea uniforme. El desciframiento de jeroglíficos ha sido su pasión. El oído erudito y la pregunta apropiada que lleva al diagnóstico, la maniobra semiológica simple que se adelanta a la fina tecnología, la indicación precisa del examen que desvela la enfermedad en su escondrijo, su plegaria e insistencia a una búsqueda del diagnóstico que es pasado por alto por el examen neurorradiológico, nos lleva a su definición del paciente neuroftalmólogico: «Aquél, que, teniendo una enfermedad real, muestra exámenes neurorradiológicos normales».
 
Nos advierte así, la necesidad de refinar la simple profundidad, la pulcritud de nuestro examen, con especial énfasis en los detalles. Recuerdo me decía, «Cuida los detalles, pueden arruinar el todo». Nada extraño Bill, se dice que «Dios está en los detalles». La obra construida por Hoyt, a través de sus enseñanzas y sus numerosísimos artículos científicos que tocan cualquiera área clínica de la neurooftalmología, nos ha enseñado, además, que los conocimientos humanos son casi siempre provisionales, simples hipótesis expuestas a la reflexión, a la crítica y a la modificación si fuera necesario.
 
Recuerdo el libro de tres tomos por él escrito en colaboración con el doctor Frank B. Walsh -su mentor- que reposa en su oficina, la tercera edición de «Clinical Neuro-Ophthalmology«, o simplemente «The Book«, como con reverente admiración le llaman sus alumnos, lleno de tachaduras y enmiendas, de llamadas de corrección ante el descubrimiento de que lo que allí se asentó alguna vez, no era correcto. Parece rememorar al filósofo español, Don José Ortega y Gasset (1883-1955) quien decía, “Siempre que enseñes, enseña también a dudar de lo que enseñas«.

A lo largo de 40 años, Bill ha sido para mí un cálido y comprensivo Mentor y Amigo, que ha sabido sobreponer su comprensión y su amistad sincera a las siderales distancias que separan su ciencia de la mía..

¡Saludemos agradecidos a Bill Hoyt, un emblema luminoso!

 

Muchas gracias…

Profesor Felix Pifano Capdevielle (1912-2003): Bosquejo biográfico, tesis de grado, anécdotas y bibliografía general

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Elogio de la receta… Minucias y miserias del arte de recetar (1 y 2)

 

                                                                                                                                                               Parte -1-

Del bestiario médico internacional, damos cuenta de un lusitano suceso, que al igual que aquí en Caracas, pudo en Portugal ocurrir: Fátima das Pilas P., vecina de Funchal, conoció de “flores blancas” desde que se hizo mujer. ¡Ahh, qué la niña era precoz…! contactos carnales copiosos, de aquello un empiche hicieron. Toda conturbada y melosa, a una médica visitó, María das Neves Perpetuas, por más señas ginecóloga, que una leucorrea fungosa, de inmediato constató, y una flamante receta extendió… Y aquella mismísima noche, Fátima la infortunada, por aguda asfixia, rapidito feneció…

¡Nadie podía enterderlo! La señora dotora Das Neves, a sus sapientes colegas, ayuda rauda suplicó. El infausto caso y la “conexión leucorrea-aguda-asfixia”, los sesos a todos devanó. ¿Cómo hacer la ligazón? ¿Será sin tampón acaso, una variante chocante, de un hiperagudo síndrome, del mentado “toxic shock”? Mas su acongojado autor de días, Joao das Maiores Pilas P., de remilgos se dejó, y la exhumación del cadáver de su hija demandó. El señor doctor forense, Arlindo Pereira Da Cava, en la Mesa de Morgagni “por sus ojos mismos vió”, y la autopsia de caso tan revesado, una explicación ofreció: Entre las cuerdas vocales atascado, y cerrando al aire todo paso, en su envoltorio genuino, un óvulo de nistatina, por cierto que se encontró, que en letra pequeña imponía, “sólo por debajo se pone”.
Corrieron las semanas, sus dimes y sus diretes, y al caer la sexta feira bajo el colchón de la cama de Fátima la finada, la receta de la médica, por casualidad fue encontrada. En letra casi ilegible, y entre palabras truncadas, podían leerse salteadas, frases que la luz hicieron: “Nistatina… mmm… mmm…mmm introdúzcalo, profundamente con el dedo…” ¿Carencia de común sentido? ¿Un caso de criptográfica malpraxis? -“Flueurs blanches” empichadas y trágico fallecimiento? ¿Un déficit de relación, entre un médico y un paciente? Nunca nadie lo sabrá… mas quizá se podría colegir ¡que las pilas de Fátima das Pilas P., no estaban tan bien P!

El caso de la empichada Fátima, mi querido bachiller, da pie para hablar sobre otros aspectos de la receta…

¡Demos a Dios gracias que hoy día no tenemos que desangrar a los enfermos para que sanen, pero… les desangramos los bolsillos que es su equivalente…!

¿Qué cree usted que hará el paciente con su receta? Lo más probable es que no siga con atención sus instrucciones, aun cuando usted se las haya explicado adecuadamente y hasta se las haya escrito a máquina o en la computadora para diáfana claridad. ¡Peor aún si la explicación no hubiera tenido lugar! Veamos un ejemplo: usted le indica un antibiótico para tomar por 5 días —que a su juicio es indispensable: una cápsula cada 8 horas —, ni digamos que cada 6, ¡por favor! posibilidades muy  elevadas hay de que al segundo día el paciente se sienta mejor y descontinúe el remedio, bien por explicable olvido, bien porque le fastidió el estómago, bien porque… ¡ni siquiera lo compró! Que ello atraiga o no una recaída, parece ser asunto de él, pero…, se lo endosará todito a usted. Quizá hasta le enrostrará que esa medicina no funciona… Pero ¡ojo!, podría tratarse de una dama o un caballero añoso a quién no le gusta que se le llame sexa o septuagenario, a lo mejor algo desmemoriado, que tiene que ingerir 5 ó 6 pastillas diferentes para tantos diversos achaques que bien no podría tomarlas del todo, o confundir en sus cantidades, u olvidar que las tomó y repetir las dosis varias veces, con el elevado riesgo de toxicidad… entonces, ¡Que mi Dios se apiade de él! ¿Y la familia? Ignorando el envenenamiento, abogarán por más medicinas o lo atribuirán a decrepitud…
Analicemos ahora por un momento a ese espécimen de paciente a quien llamamos hipertenso ¡siempre jugueteando con su receta! ¿Cómo  carrizo convencer a alguien que se siente bien de tomar medicinas? En su interior, siempre albergará la idea -aunque le tenga todo el cariño y le jure toda la lealtad del mundo- de que usted le engaña o al menos exagera, y nunca llegará a entender por qué está usted empeñado en hacerlo sentirse enfermo… Suspenderá la medicación dos días antes de presentarse a su control “a ver cómo me consigue…” ¿Y cómo quiere usted? En reiteradas ocasiones se le ha advertido que no lo haga ¿Por qué? Porque no se podrá saber si su tensión arterial está elevada porque suspendió el antihipertensivo, o si es que la dosis sugerida fue insuficiente, o si en realidad era inefectiva y habría que cambiarla por otra de mayor potencia… No parece haber bastado que se le haya machacado que la medicina no cura, que sólo le controle… ¡mientras la tome! Que es el equivalente a las riendas en un caballo brioso: no más usted las afloja —el tratamiento—, para que el solípedo —la tensión arterial— se vaya al galope tendido, se le suba a las nubes. Así de sencillo, pero tampoco se dará por enterado…

El doctor -que mas parece un patiquín- mira complacido a un entregado paciente al arte de la sangría y las sanguijuelas,

mostrando la lividez de la anemia aguda…

El fenómeno de “yo soy mi propio doctor y me conozco”, se expresará en continuas variaciones de la dosis, de acuerdo a su impresión subjetiva, pues los hay algunos que ¡tienen un tensiómetro en la nuca!, y le dirán, –“mi tensión está alta cuando me duele el cerebroy se sobarán el pescuezo, donde el cerebro no está, haciendo caso omiso de que usted les haya repetido “ene” veces, que no hay relación entre “ese” dolor y sus cifras tensionales. Mas él no se hará medir la tensión cuando se sienta bien —por ejemplo, jugando su partidita de dominó— sino al día siguiente cuando vuelva a sentir el dolor. De seguir sus indicaciones, de tomársela en diferentes momentos, vería que estará elevada aun cuando él no sienta el dolor en “el cerebro” o la “prendición” en la cabeza… Pero además, de pronto se le antoja que ahora tiene la “tensión baja” y una vecina del piso de arriba —que era enfermera cuando era chiquita— confirmará sus sospechas. “Un vaso de agua con azúcar ¿?” le devolverá a la vida… Usted le dirá que no sabe muy bien qué es eso de “tensión baja”, si es enfermedad real o particularmente en la mujer, si es subterfugio, generador de enorme ganancia secundaria en diversos aconteceres diarios. ¡Ajá! Pero qué ocurrirá si sintiéndose bien como ya asentamos que debía sentirse, aun con cifras de 200/120—, se le presenta un descenso agudo de la libido, le sabe la boca a sangre, tiene un ataque de sabañones o nota ojeras matutinas… ¿Qué cree usted que el sujeto hará? ¿Qué mayor excusa quisiera él para no tomar más la medicina? -porque este caso se da muchísimo más en hombres que en mujeres-. Pero no consultará, ni siquiera le llamará por teléfono, esperará a una nueva visita… ¡dos años más tarde! Como el avestruz, todos esos meses “enterrará en tierra su cabeza”, mientras durante todo ese tiempo la perversa estará dañándole pasito y con saña—con la diligencia de un sindicalero a la zaga de un préstamo blando – todas sus arterias vitales (corazón, cerebro, riñones y retina) ¿Cómo le parece…?

Otros pájaros de cuenta son el diabético y el dislipidémico —el que tiene el colesterol o los triglicéridos elevados—; les tiene sin cuidado el que usted les advierta que estas enfermedades hacen daño silencioso en el tiempo, que son como los comejenes: ¡sólo cuando se le cae el techo de su casa, se da usted cuenta que los tiene regados por todas partes! Mas ellos se mofan de su médico y de ellos mismos, modificarán la dieta a su antojo—si es que de verdad la siguen más allá de una semana— “Doctor, si no debo comer dulces ni azúcares ¿qué tal las frutas?” Le preguntarán con cara de ingenuidad. Pero al tipo no se le ocurre pensar que el asunto es cuestión de cantidad: Al mes siguiente vendrá preocupado y extrañado porque la glicemia se elevó a 300 mg/dL ¡con razón! El candoroso se cone un guacal de mangos él solo en 4 días… El del colesterol alto es masoquista y medio, se hace una determinación mensual, los colecciona en esmerado orden y hasta le  elabora un cuadro comparativo en el tiempo. Mientras coquetea con un infarto no hace nada: Chicharrones de alitas de pollo ‘ad libitum’, tragos van y vienen, sólo mueve los músculos masticatorios y de atleta no tiene sino los pies…
¿Cuál es la moraleja, bachiller? Los “Fátimas” se mueren ahora o más tarde de una u otra cosa. ¡Nada qué hacer! Son problemas de estructura cerebral. Los glotones, hipertensos, díabéticos o dislipidémicos ¡Vea qué puede hacer! Son problemas de estructura mental…

                                                                                                    Parte -2-

                                                                                  La diarrea pituitosa de Librado…

 

Se asegura que Librado Chiquinquirá Montiel de cuyo lugar de origen especularon los entendidos mas nunca se llegó a precisar con entera exactitud, fue un niño raquítico, desnutrido e inapetente a causa de una diarrea que juzgada por celebrados pediatras como pituitosa, no le abandonó ni por un momento durante los seis primeros mesesitos de su borrascosa lactancia… Fue oleado en muy diversas y críticas oportunidades y hasta se le tenía en una cajita de lata cromada donde una vez hubo bombones, toda de blanco y protegida con bolas de naftalina su mortajita ya preparada…

Mas el milagro de su literal resurrección y pronta recuperación en pocos días, fue a la vez que impresionante nunca antes presenciado por las crónicas: Se supo que su madre, mujer enteramente escasa, por un error de interpretación de una receta que con escritura garrapatosa y de mala gana un médico le extendiera no más al salir de la Maternidad Concepción Palacios con su criatura en brazos, sólo le habíaalimentado con ¡leche….de magnesia de Phillips!

Nosotros, profesores de clínica médica solemos preparar a nuestros alumnos de pregrado para las grandes batallas, aquellas que a lo mejor nunca librarán y que de hacerlo, seguramente que lo harán mejor en ausencia de nosotros. Prueba de ello son las preguntas que a mansalva les disparamos con trabucos naranjeros. ¿Cómo trata usted a un paciente con un edema agudo del pulmón? ¿En qué momento, a qué dosis y bajo qué forma se administra la estreptoquinasa a un infartado? ¿Cuál es la conducta ‘inmediata’ ante la ruptura de un aneurisma aórtico? ¿Cuáles son los pasos terapéuticos a seguir en presencia de un tromboembolismo pulmonar masivo? ¿Como hacer una traqueostomía con una Gillett afeitadora?. Mas resulta que el ejercicio cotidiano de la medicina es una suerte de guerra de guerrillas, o si se quiere una montonera, pues en él se agolpan grupos de variadas patologías o sinsabores que no mojan pero empapan la existencia del sufrido: gastroenteritis y diarreas comunes, halitosis, policarencias, amigdalitis agudas, “el virus ese que anda por ahí”, sujetos piojosos o sarnosos, más sujetos con niguas o enladillados, flujos vaginales a escoger, acedías y gases… y mejor dejemos de lado esta ingrata colección de lo que es el escenario diario del oficio… ¿Estará el alevín por ventura preparado para enfrentar “eso”cuando orondo, salga con su tubo negro bajo el brazo, domicilio fugaz de su refulgente diploma de Médico-Cirujano? Me temo que no…

Conoce el billete de a quinientos, pero ignora cómo es el sencillo, el chipichipaje, el menudo de la práctica y, o lo aprenderá seriamente, o medio lo aprenderá, o no lo aprenderá del todo, pues ¡De todo hay en la Viña del Señor! No le decimos por ejemplo que el arte de escribir una receta es fundamental, pues ella resume el análisis y comprensión de la queja y por supuesto el fin último de la consulta: Aliviar si curar no podemos…—aunque por lo general, es el postrer y más apresurado acto de nuetro efímero encuentro con el maldispuesto— En una hojita de papel ad hoc, garabateamos con desgano directrices que minutos más tarde no podríamos siquiera leer nosotros mismos, porque no entendemos nuestra propia letra, producto no precisamente de ejercicios repetidos de calco en un cuaderno de Escritura Inglesa -esos a los que era tan afecto Don José, mi sabio padre— ¿Cómo puede entenderse o interpretarse tamaño irrespeto hacia el semejante desvalido? Escritura y firma ilegibles, fecha inexistente… Y para más bochorno, se tiene por cierto que los boticarios y que son expertos en eso de interpretar la inextricable signología para el paciente:  lo que el médico  “pareció querer decir…”.

Pero ha surgido un nuevo ¨profesional comunitario¨ de hechura cubana,  adalides de una ¨pobre medicina para pobres¨, que escriben récipes estrafalarios que sólo muestran como Chavez mandado por la Misión Médica Cubana ha querido destruir nuestra alma máter, sin poder hacerlo a pesar de su poder, reemplazando al médico cirujano formado en universidades autónomas.  Son ¨saltabancos¨: prestidigitadores, saltimbanquis, trapecistas de la nosografía y la terapéutica. Seres a quien se arruinó su vida vendiéndole estudios fraudulentos y politizados.

Somor un poco insensibles con el paciente… Tampoco le advertimos sobre qué hacer si al paciente se le ocurre preguntar ¿Y cómo me tomo esta pastilla? ¿Antes o después de comer, en ayunas o con el estómago lleno? Lo más probable es que nosotros sin prestar mayor atención a la demanda, le responderemos ¡Es lo mismo!  tómelo como usted quiera, antes o después. Mas resulta que estamos equivocados de metra… ¡Si importa… y mucho! Deberíamos saber nosotros —para enseñarles a ellos— que existe un principio general según el cual, a mayor tiempo de permanencia de una droga en el estómago, mayor será su absorción. Así, que en general, no sería mala idea tomar la mayoría de las medicinas con las comidas —especialmente si el alimento consumido contiene algo de proteínas y grasa, que retardan el vaciamiento del estómago para darle mayor tiempo a que los jugos estomacales las disuelvan y preparen el camino para su absorción total en los primeros tramos del intestino delgado.

Deberíamos hacerles saber que ciertos medicamentos como los antiinflamatorios no-esteroideos (aspirina, ibuprofeno, sulindac, meloxicam, naproxeno, indometacina, diclofenaco sódico y tantísimos otros), los esteroides de síntesis como la prednisona , dexametasona y otros, y antibióticos como la eritromicina y la doxiciclina irritan el estómago cuando son la tomados “en vacío”. La idea de indicarlos conjuntamente a con algo de alimento decrece las posibilidades de que produzcan malestares innecesario. Pero también debemos enseñarles que hay otros medicamentos —incluidos algunos antibióticos— que no se absorben en presencia de alimentos. El caso de las tetraciclinas y la leche y los antiácidos es clásico. El antibiótico de marras se liga al calcio de la leche o de algunos antiácidos y forma un compuesto insoluble que por debajosale sale, tal y como entró por arriba sin cincular en el sistema. ¡Pura pérdida! Es por ello que deberán indicárseles entre las comidas —al menos una hora antes o dos horas después de comer-. Les interesará conocer que ciertos compuestos rehúsan ser absorbidos si en sus cercanías hay un alimento que les caiga gordo: Es el pique entre los preparados de hierro y los alimentos ricos en fibras y fosfatos… ¡Ahhh!, pero el ferruginoso elemento se deja seducir rápidamente por la esbelta vitamina C contenida en un vaso de jugo de naranjas… En fin, como algunos estudiantes, también existen drogas “antiparabólicas”, de esas que no respetan un semáforo en rojo y se absorben en cualquier circunstancia en que se les tome: Los diuréticos y el acetaminofeno a pertenecen a esta clase de indolentes. Pues bien bachiller, ya usted escribió su receta y le explicó al paciente…

¿Cree usted que él cumplirá al dedillo lo allí prescrito? Para comenzar, deberá usted saber que lo que usted le explique al paciente bien podría interesarle mucho pero puede no importarle un comino… Estudios afirman que al salir de un consultorio más de la mitad de los enfermos han olvidado todo lo que allí se habló… y usted verá posteriormente a pacientes poniendo en boca de los doctores que antes les atendieron, ¡toda una sarta de barbaridades! Muchos en su desesperación, por creerse poseídos por un mal mortal, una vez que usted les reasegura y les tranquiliza diciéndoles que no es nada serio, que en general los encuentra sanos, estarán tan contentos que ya no le prestarán atención  alguna particularmente, si aprovechando la ocasión, se les hicieran
recomendaciones concernientes a su dieta, sus malsanos hábitos o estilosde vida… Nada de esto significa que por supuesto usted no deba cumplir con su deber de informar y aconsejar, motivando en lo posible y sin amenazas, el pasaje de mensajes positivos hacia ellos.

Los mensajes implícitos en el verídico caso del cuitado Montiel y su diarrea, espuria y crónica, fruto de un enojoso malentendido entre una madre anencefálica y un médico impío de intrincada escritura, debería dar cabida para la reflexión sobre una parte tan importante del acto médico, tan descuidadad como es la formulación de la receta, pues siendo la culminación del mismo deberíamos evitar que la ligereza y la prisa arruinen todo el trabajo previamente realizado. Por ello,

¡Gracias te damos Librado,
por el favor recibido,
al prestarnos en tu experiencia,
casi olorosa a tumba,
una didáctica vivencia..!

Elogio de mis relaciones con, ¡Ahh! la obstetricia…

¡Ahh! La obstetricia…

Mis  relaciones  con  la  obstetricia en general y los partos en  particular parece que siempre fueron calamitosas… Debo felicitar a todos aquellos parteros y obstetras que han traído niños al mundo… aquellos que yo nunca hubiera traído…

Recuerdo mi “bautizo” como Interno Permanente de la Cruz Roja Venezolana por allá en 1959, cuando terminaba mi cuarto año de medicina. En dicha infamante celebración, los  más antiguos,  en  connivencia  con  algunos  médicos  adjuntos  de mayor  edad jugaban malas pasadas a los inocentes y siempre asustados novatos o ¨esclavos¨.  A decir verdad, después de pasar estos agrios ratos, las relaciones entre “amos” y “esclavos”, se hacía más  destemplada, más  llevadera, más amistosa… Desde ese mismo momento, éramos  ahora  parte  de  la  gran familia.

En mi caso, la cosa fue más o menos benigna… Me llamaron hacia las 12.00 P.M. para que ayudara a un adjunto a realizar una cesárea. Ya sabía lavar mis manos en forma adecuada y calzarme los guantes de látex, rituales que había aprendido desde mis visitas al viejo Puesto de Socorro de Salas donde solía asistir desde mi primer año de  medicina a coger  puntos de sutura,  generalmente  a  maledicentes ¨borrachitos¨ o perdedores de las refriegas de barrios marginales. Entré al pabellón donde un grupo de ¨galenos¨ vistiendo de ¨monos¨ verdes, el atuendo para la ocasión, se reunían en corrillo alrededor de una presunta “paciente”. En la mesa quirúrgica yacía un cuerpo de proporciones voluminosas y de abdomen muy protuberante. Me pidieron pues que procediera a hacer la asepsia del campo quirúrgico; con una torunda de gasa sostenida por una pinza e impregnada en solución yodada, debía ir aplicando el antiséptico desde el centro a la periferia haciendo movimientos circulares cada vez más amplios. Hice saber a mis “superiores” que no podría hacerlo porque ese abdomen, excesivamente piloso, no había sido rasurado. Denuestos y palabras duras me fueron ofrecidas, insultos con palabras altisonantes y adjetivos groseros, pues según ellos, yo ignoraba que ahora no solía afeitarse a las pacientes… ¡que eso era cosa del pasado…! La pasé mal, tragué gordo, tal vez me puse pálido, las gotas de sudor me corrían por la cara y las axilas al no saber qué hacer, hasta que la supuesta embarazada a término, se alzó de la camilla en medio de sonoras carcajadas… era el gordito (doctor) Pedro Cardier, de ánimo muy festivo, quien, dadas las similitudes de su panza con el abdomen de una gestante, había fungido de embarazada…

Pero no pasó mucho tiempo antes de que de veras atendiera mi primer parto. Las clases del ¨viejito¨, doctor Cruz Lepage García (1886-1966), nuestro eximio profesor de Patología Obstétrica -de baja estatura y pícnico- y su segundo de abordo, el doctor Antonio Smith –muy serio y parco, sentado a la diestra del Maestro-, nos habían preparado en teoría para acometer el hermoso cometido de acompàñar a la gestante durante su embarazo y en acto del parto y alumbramiento; además y en mi favor, estaría asistido por un estudiante adjunto al Servicio de Obstetricia, mi compañero y jefe de guardia 5 en la Cruz Roja Venezolana, el Doctor Manuel Silva Córdova que seguramente me iría llevando paso a paso y de la mano, a través de aquel hermoso proceso; si se quiere, atravesaría conmigo las estrecheces del túnel del parto con el niño por venir. La parturienta era una negra barloventeña de una treintena de años, voluminosa, gritona y escandalosa. Aquella mujer pegaba sonoros gritos de dolor cuando el feto coronaba. Al voltearme en busca de la ayuda de mi amigo, me percaté de que mi mentor no estaba más en la sala de parto y que yo solito estaba con mi insipiencia, mis escalofríos y mi susto. Los gritos aumentaban en marea ascendente y yo no sabía qué hacer para consolarla… Le dije entonces a aquella masa de carne con las piernas abiertas que dejara de gritar, que  “eso”  no  podía  doler  tanto…  La  dama  en  cuestión  detuvo  su  quejantina  y mirándome a los ojos con rabia devastadora me dijo,

-“¡Cómo se ve bachiller que usted nunca ha cagado una patilla…!”

Posteriormente me sonreiría al imaginarme que aquel ¨niño-patilla¨había sido el primero que atendería a la barloventeña de mi viñeta

Buena lección de vida, lección de médico, lección humana, nunca juzgar el dolor que no nos duele, el dolor de los semejantes…

Y vino el sexto año de medicina y mi pasantía por la Maternidad Concepción Palacios. Para poder aprobar la materia debía tener un acumulado de 25 partos atendidos. A decir verdad, no era de mi agrado el asunto de atender partos y dejé el asunto de un lado. Ya terminando la pasantia, decidí que me internaría por dos días seguidos en aquella gran sala de partos y completaría la cifra que se me exigía. Fueron dos largas jornadas donde todo yo era hedor a líquido amniótico, sangre reciente y hasta fétidos loquios 49. A cada momento se escuchaba el grito de una enfermera que a todo gañote gritaba,

-“¡Mujer en expulsión… Un bachilleeer… en expulsión… un bachilleeer…!”,

Y corría uno a atajar el niño antes de que cayera dentro del tobo ubicado bajo las piernas de la mujer, y a observar de paso, cómo para atender un parto normal, no había que hacer mucho o nada. El por nacer parecía que también había asistido a las clases del ¨viejito¨ Lepage, porque él mismo sabía cómo rotar, cómo nacer y cómo gritar para activar su novel aparato cardiocirculatorio. Al final de esas dos jornadas tan drenadoras de energía, había atendido 29 partos y ayudado en tres cesáreas. ¡Misión cumplida…! Ya no tendría que volver más…

49 En obstetricia, loquio es el término que se le da a una secreción vaginal normal durante el puerperio, es decir, después del parto, que contien sangre, moco y tejido placentario.

Pero esta anécdota que a continuación contaré, realmente no se refiere a mi persona. Teníamos un compañero de curso a quien apodábamos “Tripudio”, por aquel sobrino maligno de ¨Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia¨ –una tira cómica argentina de Lino Palacios que en mi infancia se publicaba en el Diario El Nacional de Caracas-. Desconozco el porqué de su apelativo, siempre totalmente despistado, humilde y con modales de buena gente. Era un sujeto muy hirsuto de muy pequeña talla, barba muy cerrada, ojos hundidos y huidizos, hablar atropellado y quien se había resistido a abandonar el claustro universitario al cual se decía, amaba en demasía, exhibiendo como credencial el haber permanecido en él, y para ese momento, cerca de 12 años en la Facultad de Medicina sin haber podido graduarse. Como sucede con esos espíritus tozudos, al fin estaba en sexto año donde había llegado casi que arrastrándose, y parecía, que no sé si para beneficencia o maleficencia de la humanidad, al fin terminaría por graduarse.

En mis correrías de un lado a otro por entre parturientas en expulsión, le veía de continuo entre las piernas abiertas de una misma parturienta, casi cubierto por la sábana impoluta y estéril que tapaba “las partes” íntimas; la bata quirúrgica que debíamos vestir, le quedaba enorme y la arrastrba por el suelo, el gorro grandote, atapuzado hasta los ojos, y el tapaboca casi en contacto con el anterior, apenas si le dejaban una rendijita por donde podía ver… Con los dedos de su mano derecha en actitud de tocólogo o de predicador, los introducía repetidamente en la vagina de la infeliz mujer. En una de esas, sorprendido por su permanencia en el sitio, le pregunté al verle tantas veces realizar la misma operación.

-“¿Qué haces “fulano”? –no diré su nombre por razones obvias-.¿Cómo qué un parto difícil? ¿Nooo? ¨ A lo que él me contestó:

-“No Muci, ya tiene 9 centímetros de dilatación del cuello uterino y pronto parirá…”.

La mujer, luego de 10 partos previos y ya entendida en esas lides, largó una carcajada compasiva y exclamó,

-“Adiós carajo bachiller, yo parí hace como dos horas…”

Bueno, “Tripudio” parece que al fin se graduó… Sólo deseo que la Divina Providencia y su furiosa determinación ante lo imposible, haya protegido a sus pacientes…

Años transcurrieron y yo, muy alejado de ese asunto de salas de partos y gritos destemplados donde nada tenía que buscar… ocurrió pues que en 1990 cuando asistía los días sábados al Hospital Militar de Caracas a instruir a los residente de oftalmología en temas básicos de la neurooftalmología, fui invitado para que con un grupo de médicos constituyentes del hospital, el doctor Andrés Gómez Fagúndez (el primero que realizó en Venezuela en pacientes del hospital Vargas de Caracas, fenestración de la vaina del nervio óptico para tratamiento del papiledema por hipertensión intracraneal), el doctor Herbert Stegemann, psiquiatra y mejor amigo e integrantes de la Sociedad de Amigos de San Francisco Javier (padre Jon San Juan) y mi hijo mayor Rafael Guillermo, fuéramos a hacer un operativo en una remota comarca en el Estado Trujillo, el Páramo de las Siete Lagunas. Viajamos en un avión de las fuerzas armadas hasta Trujillo. Un sitio idílico y muy frío por cierto, detenido en el tiempo, aunque algo corrompido por el ¨desarrollo¨ ya que ascendía montaña arriba sin que nada le detuviera, constituido por casitas primorosas de techos de láminas de zinc, aromosas a fogones de leña, asentadas en pequeñas mesetas, todas abundosas en gallinas correteando y hermosas flores silvestres del páramo. Todos aquellos niños con cachetes de arrebol, mocosos y mirada curiosa en preparación para imitar a sus padres, por corto tiempo tal vez, pues la ciudad allá abajo, con sus novedades y estridencias muy ciertamente les seducirían y arrebatarían dentro de poco de aquellas pacíficas alturas. Era nuestra primera visita en compañía de esos colegas de tan grande y generoso corazón. Una vez que llegamos se regó por aquellos caseríos esparcidos entre las montañas y un intenso cielo azul, la noticia  de  que  los  médicos  de  Caracas  habían  llegado  portando esperanzas  y medicinas. Nos dividimos en grupos y nos fuimos caminando a visitar casa por casa. Yo iba con el doctor Andrés Gómez Fagúndez, un buen hombre, excelente oftalmólogo, mejor amigo y experto en montañismo. Al llegar a una casa preguntamos si había trabajo para nosotros. Un hombre de unos 45 años, ensombrerado, alto y de tez tostada por el sol rodeado de 6 chiquillos nos dijo amablemente al tiempo que nos daba  la bienvenida,

-“Sí, precisamente mi esposa está revuelta y ahorita en trance de parto…”-

Ambos nos miramos las caras y Andrés sin dilación me espetó,

-“Rafael, esto es tarea para un internista…” –me dijo sin titubear con cierto dejo de sorna

¡Perroo! No sé si él notó el pánico que me invadió, y por mi mente desfiló, como en tantas ocasiones en mi vida, el grueso folleto mimeografiado de Patología  Obstétrica del ¨viejito¨ Lepage, –¡otra vez carajo…!-, con sus grandes hojas de tamaño oficio, donde parrafeado de la “A” hasta la “Z”, se encontraban todos los hechos, procedimientos y datos que él pensaba que debíamos memorizar con todo y letras, pero además, con todos aquellos los temas divididos con más letras, desde la “a” hasta la “h” y a veces hasta la “m”, y todavía hasta la “z”, que había que aprenderse de memoria para poder aprobar la materia.  Con sus voz atiplada, cuando nos examinaba decía chillando, ante nuestra flaqueza de memoria,  ¨le faltó la F bachiller, le faltó la F¨ ¡Una  ladilla para  los  que  no  éramos  muy  amantes  de  la  obstetricia que digamos!  Mas ello no tranquilizó mi ansiedad, sentía un nudo en la garganta y creo que me puse pálido, se me alborotaron mariposas en el epigastrio y hasta sentí algunos de esos gruñidos de tripas que acompañan la cobardía y decidoras que algo muy pronto abandonaría el morcillaje intestinal… Afortunadamente, mis esfínteres se mantuvieron firmes y continentes. En su intuición montañera y andina, el sujeto pareció darse cuenta de mi terror, y de inmediato me ofreció un bálsamo tranquilo al decirme,

-“No se preocupen doctores que el niño viene bien, no habrá problemas, que se lo digo yo que ya le he parteado todos los nacimientos de los 6 hijos que tenemos…”

Baste decir que asomamos nuestras cabezas al recinto de un solo ambiente, saludamos cariñosamente a la señora y le felicitamos por su nuevo hijo, y ya volviéndome la sangre a la cara, le deseamos suerte e hipócritamente le advertimos que nos avisara “si las cosas no marchaban bien”; seguimos nuestro camino canturreando una melodía de moda de esas que cantábamos cuando pequeños al entrar en un cuarto oscuro y del cual saldríamos corriendo, espitados, sin mirar hacia atrás...

Iríamos pues, en busca de cosas más sencillas que tratar como gripes, picazones, catarros, flujos vaginales, diarreas, cochochos o sabañones…

En aquel viaje a a tierra de habitantes sencillos nos dimos cuenta que,¨ la persona más rica no es la que tiene más, sino la que necesita menos¨

¡Qué hermosura de recuerdo de noviembre de 1986!; estamos el doctor Gómez Fagúndez, Jon San Juan, Herbert Stegemann y mi persona

ya pintado de canas y otros que no identifico…